En 1990, el autócrata de Iraq, Saddam Hussein, cabreado porque su vecino Kuwait vendía el petróleo más barato de lo acordado, invadió el paisito con intención de anexionárselo. Unos meses después, bajo mandato de la ONU, Estados Unidos y el Reino Unido, principales beneficiarios del petróleo kuwaití, derrotaron a los iraquíes (operación Tormenta del Desierto) y liberaron Kuwait (cuyos príncipes les quedaron muy agradecidos). Saddam Hussein deglutió el sapo, se rindió y aceptó las condiciones de las Naciones Unidas.
En años sucesivos, el dictador iraquí, macho alfa humillado por la derrota, se dedicó a incordiar los intereses occidentales, lo que le valió diversas represalias por parte de Estados Unidos y sus aliados ingleses, quienes, finalmente, decidieron invadir Iraq, esta vez sin la bendición de las Naciones Unidas (aunque contando con el apoyo de España),[562] para eliminar a Saddam Hussein de una vez por todas. El pretexto esgrimido fue que Iraq fabricaba armas biológicas y químicas (las llamadas «de destrucción masiva») y que ayudaba a la organización terrorista al-Qaeda.
La llamada segunda guerra del Golfo se saldó con la rápida victoria de los occidentales y la detención y ejecución del tirano. Después, fatalmente, el país se empantanó en una guerra entre tribus y sectas islámicas. (Siempre ocurre en estos países tribales cuando se les intenta imponer un régimen democrático, pero Occidente no escarmienta e insiste en ello.)
Los americanos y los británicos comprendieron que se habían metido en un jardín plagado de ortigas y cediendo a la presión de la adversa opinión pública de sus votantes abandonaron el país (2011).[563]
Tríos.