En un principio pareció que el asunto no iba en serio. Los franceses, parapetados detrás de su aparentemente invulnerable Línea Maginot, bromean sobre la drôle de guerre, la guerra de mentirijillas. Hitler, crecido por la magnífica actuación de sus ejércitos en Polonia, invade Dinamarca, Noruega, Holanda (que se rinde después del bombardeo de Rotterdam, 814 muertos) y Francia.
Las superiores tácticas alemanas (Blitzkrieg o guerra relámpago, consistente en atacar con blindados y aviación varios puntos débiles de la línea enemiga, romperlos y profundizar en su retaguardia con fuerzas motorizadas que se abren en tenaza) derrotan en un pispás al ejército francés y a la Fuerza Expedicionaria Británica que lo reforzaba.[515] «Seis meses jugando a la brisca y tres semanas corriendo», describe Céline, con su característica crueldad, la humillación francesa.[516]
En ese río revuelto, Mussolini se apropia de Albania y le declara la guerra a Gran Bretaña y a Francia: no quiere perderse su parte del botín en aquella guerra aparentemente tan fácil.
Europa parece pacificada: media Francia está en poder de Hitler; la otra, convertida en un Estado satélite (la Francia de Vichy) presidido por Pétain, el héroe de la Gran Guerra. Sólo se resisten los británicos. Su nuevo premier Winston Churchill ha rechazado la oferta de paz del Führer.
Probablemente Hitler sea sincero por una vez: no quiere destruir al Reino Unido. No le importa que los ingleses sigan dominando los mares y ordeñando su imperio colonial en ultramar siempre que le dejen las manos libres para apoderarse del espacio vital que necesita Alemania, el comprendido entre Berlín, Moscú y el Cáucaso.
Pero Winston Churchill es perro viejo y sabe que Hitler puede cambiar de opinión pasado mañana. Solventemos el asunto aquí y ahora antes de que se fortalezca todavía más. Está en juego el honor de Britania. El premier británico no se anda con paños calientes: advierte al pueblo de que se avecina un periodo de «sangre, sudor y lágrimas».
En vista de la tozudez británica, Hitler decide conquistar Gran Bretaña. Para ello precisa quebrantar su ejército del aire.
Entre julio y octubre de 1940, Alemania lanza una serie de ataques aéreos, «la batalla de Inglaterra», con su hasta ahora invencible Luftwaffe. Contra lo previsto, Inglaterra resiste y le causa cuantiosas pérdidas.
Hitler aplaza la invasión.
Los pilotos británicos han salvado la isla: «En la historia de los conflictos humanos —dirá Churchill—, nunca tantos debieron tanto a tan pocos.»
Durante un año, Inglaterra soporta la guerra en solitario. Los submarinos alemanes torpedean a los mercantes que abastecen la isla. En tan apurada situación, el servicio secreto británico consigue hacer creer a Hitler que en el gobierno inglés existe una poderosa corriente de opinión en favor de la paz con Alemania.[517]
En 1941, Alemania tiene la guerra ganada: domina Checoslovaquia, Polonia, Noruega, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Francia, Yugoslavia y Grecia; mantiene relaciones ventajosas con Italia, la Francia de Vichy, Rumanía, Bulgaria, Hungría, Finlandia, Suecia, la URSS y España. Suiza se presta a sus trapicheos internacionales con oro y dólares. ¿Qué le falta? Le falta más espacio vital, el principal, su viejo plan de ampliar Alemania a costa de los vastos territorios de la URSS.
Hitler, en su desvarío, creyendo inminente la paz con Inglaterra, encara la ruleta del destino y lo apuesta todo al negro: invade la URSS.
Las primeras semanas son una sucesión de resonantes victorias. Hitler ha cogido a Stalin en bragas: ni siquiera el viejo zorro podía sospechar que los alemanes propinaran tamaño zarpazo a un aliado que llevaba meses suministrándoles cientos de trenes de hierro, trigo y petróleo.
Los alemanes arrollan las defensas soviéticas, destruyen o capturan miles de tanques y aviones y hacen prisioneros a millones de soldados. La bandera de la esvástica ondea sobre un extenso territorio que incluye los Estados bálticos, Bielorrusia, y Ucrania. El poder alemán se extiende como la mancha de un tintero derramado sobre el mapa de Eurasia. En pocos meses los ejércitos de Hitler han conquistado buena parte del espacio vital y las materias primas del proyectado imperio euroasiático de Hitler: fértiles estepas cereales en Ucrania, petróleo en el Cáucaso, hierro en el sur de Rusia…
Hasta entonces todo ha salido a pedir de boca. Tanto Hitler como el pueblo alemán se muestran exultantes. El mundo no ha conocido una cadena semejante de conquistas desde los tiempos de Alejandro Magno y Gengis Kan.
Ahí termina la racha. Hitler ha calculado que cinco meses de campaña bastarán para tomar Moscú y rendir a Stalin (antes de que el crudo invierno ruso dificulte las operaciones). Demasiado optimista. De pronto, una serie de circunstancias adversas se conjuran para que todo salga mal: hay que sacarles las castañas del fuego a los italianos (que imprudentemente han extendido la guerra a Grecia, Yugoslavia y el norte de África), lo que retrasa la campaña rusa y permite que el invierno sorprenda a las tropas alemanas sin ropa de abrigo y sin haber tomado Moscú.[518]
Stalin está muy lejos de rendirse: desmonta sus industrias, las traslada al otro lado de los montes Urales, lejos del previsible avance alemán, y las pone a fabricar cañones, carros de combate y aviones. Quince millones de Untermensch rusos desplazados a aquellas heladas regiones se afanan en turnos de doce horas, con el entusiasta empuje de su mítico Stajanov, para suministrar armas al Ejército Rojo.[519]
Éramos pocos y parió la abuela. En diciembre de 1941, Japón, aliado de Alemania y tan militarista como ella (llevaba diez años ampliando su imperio a costa de China y sus aledaños), ataca por sorpresa —si es que fue sorpresa—[520] la base norteamericana de Pearl Harbour, en las islas Hawái. La aparentemente devastadora acción japonesa oculta a los ojos del mundo la triple torpeza que entrañaba: primero, sólo hunden unos cuantos navíos valetudinarios (las mejores unidades de la escuadra del Pacífico no se encontraban en la base en aquel momento); segundo, sólo destruyen una parte de la base, dejando indemne y operativa buena parte de ella, y tercero, a Japón le faltan recursos para derrotar la potencia económica e industrial de Estados Unidos. Uno de los almirantes japoneses comentó en medio de la euforia que siguió al ataque de Pearl Harbour: «Hemos despertado al dragón que dormía y no sabemos cuándo volverá a dormirse.»
Como es natural, Hitler se muestra encantado con la iniciativa japonesa y declara la guerra a Estados Unidos. Con esto rubrica la definitiva sentencia de muerte de Alemania, ahora condenada a enfrentarse simultáneamente a la correosa Inglaterra (ya suficiente enemigo por sí sola);[521] a la URSS, que ha puesto en pie al mayor ejército del mundo, y al inmenso poderío industrial y financiero de Estados Unidos. Que Alemania pierda la guerra es sólo cuestión de tiempo, pero gracias al aliado italiano, que más que ayudar estorba, el desastre sobreviene antes de lo pensado.
Las derrotas alemanas en África casi coinciden con las de la URSS, donde batallas adversas (Stalingrado, 1942-1943, con la destrucción y cautiverio del Sexto Ejército alemán) o ruinosas (Kursk, verano de 1943) obligan a ceder terreno, una constante que sólo terminará con la conquista de Berlín por los rusos que marca el fin de la guerra.[522]
Antes de ese final nibelungo, Alemania padecerá el calvario de los bombardeos de la aviación angloamericana que destruye sistemáticamente su industria, sus comunicaciones y sus ciudades. Lo inteligente hubiera sido tirar la toalla y buscar un armisticio, pero Hitler, ya definitivamente enajenado, se cree sus propias mentiras y se obstina en resistir con la esperanza de que la inminente intervención de hipotéticas armas maravillosas (Wunderwaffen),[523] jaleadas por la propaganda de Goebbels, produzca un vuelco en la suerte de la guerra.
En lo que respecta a los italianos, en cuanto advierten que la guerra está perdida se apresuran a repetir su pirueta de la primera guerra mundial: destituyen a Mussolini y pactan con el enemigo. Si no puedes con tu enemigo, únete a él.[524]
Último acto del majestuoso crepúsculo de los dioses entreverado de opereta:[525] Hitler, confinado en el húmedo y maloliente búnker de la cancillería, avejentado, tembloroso y completamente desquiciado, se suicida ingiriendo una cápsula de cianuro al tiempo que se dispara un tiro en la boca. Pequeño burgués hasta el fin, a pesar de sus ínfulas de superhombre, la víspera se ha casado con Eva Braun, su amante de los últimos años, una chica sencilla y un poco boba que declara después de la ceremonia: «Ahora ya podéis llamarme señora Hitler.»
Con la boda y con las orgías de fornicio y borracheras que se repiten en el búnker (y agotan la excelente bodega de la cancillería, bien provista de champán y caldos exquisitos requisados en Francia) se despide el loco que ha conducido a la ruina a medio mundo, con la entusiasta colaboración de millones de alemanes. Su testamento político se resume en pocas palabras: «La nación alemana ha demostrado ser indigna de mí.» Llevaba razón cuando escribió en Mein Kampf: «Toda la naturaleza es una formidable pugna entre la fuerza y la debilidad, una eterna victoria del fuerte sobre el débil.» Ha resultado que el débil era, una vez más, Alemania.
Termina la segunda guerra mundial con buena parte de Europa devastada y entre cincuenta y sesenta millones de muertos. Después de veinte siglos de dominación mundial, Europa cede su cetro a las nuevas potencias emergentes: Estados Unidos y la Unión Soviética.