En 1931 los republicanos ganaron las elecciones municipales en las principales ciudades de España. Faltaba el recuento de los pueblos (que le habría entregado la victoria a la monarquía), pero el rey Alfonso XIII se desanimó (era bastante malcriado y orgulloso), tiró la toalla y abandonó el país. Los republicanos se echaron a la calle, alborozados, y proclamaron la Segunda República.
El nuevo gobierno se impuso la tarea de modernizar España e incorporarla a Europa. Para conseguirlo urgía abolir privilegios de clase de la aristocracia y de los grandes terratenientes, limitar el poder del ejército y de la Iglesia y negociar con las regiones que reclamaban autonomía (Cataluña y el País Vasco).
Estas medidas toparon con la oposición de los colectivos afectados: monárquicos, terratenientes, oligarquía financiera e industrial, caciques, golpistas y la Iglesia, o sea, la derecha ultraconservadora. Además, la República afrontaba la crítica de los anarquistas y los comunistas, que la tildaban de burguesa y exigían una revolución social más radical.[505]
En enero de 1936 los partidos de izquierda (excepto la anarquista CNT) se unieron en una coalición electoral, el Frente Popular. La derecha, por su parte, se agrupó en torno a la CEDA (excepto el minúsculo partido Falange Española).[506]
El Frente Popular ganó las elecciones y las posturas se radicalizaron: la derecha conspiraba abiertamente contra el gobierno y los sindicatos de izquierdas persistían en su actitud revoltosa. Finalmente, la derecha se decidió a conquistar el poder por otros medios.[507]
El golpe de Estado, que fracasó en Madrid y las capitales más importantes, no consiguió derribar al gobierno pero encendió la mecha de la revolución. De la noche a la mañana, los que antes del 18 de julio eran simplemente adversarios políticos se convirtieron en enemigos irreconciliables que dirimieron sus diferencias en una guerra civil. De un lado, «el odio destilado lentamente durante años en el corazón de los desposeídos»; del otro, «el odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes» (Azaña).
El ejército se dividió, como el resto de España, pero sus unidades más valiosas, las africanas, quedaron del lado de los golpistas. El gobierno, aturullado, repartió armas entre las milicias izquierdistas. Fue la sentencia de muerte de la República. De pronto existía un poder nominal, el del gobierno, y un poder paralelo, efectivo, el de las milicias armadas. La autoridad del gobierno legítimo se diluyó en manos de comités y consejos dependientes de sindicatos, partidos y grupúsculos. En cualquier caso, el bando rebelde llevaba ventaja porque estaba mejor situado[508] y pronto contó con la ayuda directa de los estados fascistas (Alemania e Italia) y con la ayuda encubierta, por salvar la cara ante su electorado, de las democracias occidentales que no deseaban un gobierno de izquierdas en la punta de Europa.[509]
Las derechas combatieron unidas (especialmente tras el nombramiento de Franco como jefe máximo y el Decreto de Unificación);[510] las izquierdas, por el contrario, prolongaron sus banderías y desencuentros.[511]
Después de la guerra, el general Vicente Rojo analizará las causas de la derrota republicana: «Un ejército sin cohesión ni organización ni instrucción, sin unidad moral, con múltiples discordias intestinas, sin medios materiales adecuados, siempre inferiores a los del adversario […] el ejército era un conjunto de fuerzas faltas de solidez y predispuestas a la pugna, a la revuelta o a la indisciplina. […] Franco ha triunfado porque ha logrado la superioridad moral; por nuestros errores diplomáticos y porque se ha sabido asegurar cooperación internacional.»
Franco redactó su famoso último parte de guerra el primero de abril de 1939: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.»[512]
Al día siguiente, Domingo de Ramos, en una misa solemne, entre palmas y obispos, Franco depositó en el altar la Espada de la Victoria. El inmenso prestigio del Duce y del Führer sirvió para cimentar el prestigio del naciente Caudillo y, ampliando el paralelismo, para justificar sus prerrogativas absolutas, la exaltación de su figura y el culto a su personalidad.
Franco, agradecido a la Iglesia por su apoyo incondicional (y necesitado del apoyo diplomático del Vaticano), le restituyó, con aumentos, sus antiguos privilegios, abolió el divorcio y el matrimonio civil y confió a los obispos la vigilancia de la moral de los españoles, especialmente la sexual, que era la que más les preocupaba (los banqueros siguieron robando al amparo del Régimen).[513]
¿Y Alfonso XIII? Al rey perjuro le fue peor. En las doradas horas del exilio, intensamente venatorias y venéreas, el monarca que había abandonado el trono se declaró incondicional de Franco[514] en un patético intento de congraciarse con el Caudillo por ver si le devolvía el trono. Franco, por su parte, le comunicaba por telegrama la conquista de cada capital de provincia, pero nunca le avisó de la caída de Madrid. Alfonso XIII, después de aguardar en vano el telegrama, comentó amargamente: «El gallego me la ha jugado.»