Corrían tiempos turbios. A la burguesía empobrecida, de rígida moral prusiana, le asqueaba la degeneración a la que parecía abocada la sociedad alemana narcotizada por una industria del ocio (unterhaltungsindustrie) que facilitaba el escapismo del cine y el cabaret.[490] El novelista Stefan Zweig (1881-1942) describe un Berlín «convertido en la Babel del mundo. Bares, lugares de placer y tabernas se multiplicaban como hongos después de la lluvia […]. Muchachos maquillados, con cinturas artificiales […] se paseaban a lo largo de la Kurfürstendamm: cada estudiante de liceo quería ganarse algún dinero y, bajo la luz difusa de los bares, se podía ver a altos funcionarios o importantes financieros haciéndoles la corte abiertamente a marineros borrachos. Hasta la Roma de Suetonio no había conocido orgías semejantes a los bailes de disfraces de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujer y mujeres vestidas de hombre bailaban bajo la mirada benévola de la policía. En medio del desplome general de los valores, una especie de locura se apoderó precisamente de esa clase media que, hasta entonces, había sido la defensora inquebrantable del orden. Las jovencitas se jactaban con orgullo de su perversión; ser sospechosa de virginidad a los dieciséis años era considerado como una vergüenza en cualquier escuela de Berlín».[491] Es el momento del pesimismo que retrata magistralmente el cine expresionista alemán. En ese caldo de cultivo aparecen Hitler y sus colegas nazis para predicar al pueblo alemán que la solución de todos sus males radica en el radicalismo militarista, racista, pangermanista y revanchista. Las razones de Hitler convencen tanto a los industriales y financieros alemanes, temerosos del ascenso de los comunistas y revolucionarios,[492] como a la depauperada clase obrera (engrosada por una clase media arruinada). Los alemanes abominan del parlamentarismo y de su desacreditada clase política y reclaman un gobierno de orden y autoridad que arregle las cosas: el nazi, mismamente.[493]
La íntima fibra patriótica que Hitler toca en sus incendiarios discursos ofrece la anulación del humillante Tratado de Versalles y el crecimiento de Alemania über alles, es decir, sobre el resto de las naciones.[494] La propaganda estatal abastece al pueblo de sencillas y efectivas consignas: anulación del Tratado de Versalles, orgullo de pertenecer a la raza aria (fuera los judíos, por tanto), odio al comunismo, exaltación de nacionalismo alemán, militarismo (fuera los pacifistas) y pangermanismo. Esta última consigna entraña la incorporación a Alemania de todo territorio ocupado por personas de lengua o raza germana.[495]
Cegados por el esplendor de ese futuro, los alemanes venden su alma como Fausto (un mito muy goethiano y germánico) y se convierten en cómplices de la barbarie que predica este nuevo mesías al que proclaman Führer o guía.[496]
Hitler gana en las urnas (casi catorce millones de votos, un 44 por ciento del electorado) y, una vez en el poder, anula las leyes democráticas con la aquiescencia de la mayoría de sus compatriotas que, embarcados por la eficaz propaganda de Goebbels, le tributan un culto al líder rayano en la adoración.
Con la meta común de devolver a Alemania la pasada grandeza, los alemanes regresan al tajo con renovados ímpetus y en pocos años producen el primer milagro alemán: la asombrosa recuperación de la economía, el pleno empleo, incluso la prosperidad (dentro de un orden). Una economía basada en grandes obras públicas (las primeras autopistas de Europa) y la industria de la guerra (el acelerado rearme alemán o Aufrüstung).[497] El ejército se prepara para la nueva aventura militar. Los niños aprenden milicia en los campamentos del partido (nuestro Frente de Juventudes los imitará años después); los futuros tanquistas aprenden novedosas tácticas maniobrando con tanques de cartón piedra que transportan sobre asas; los futuros pilotos de caza se entrenan en planeadores deportivos.
En el plazo de unos pocos años, el entusiasmo de los alemanes (que espolea su capacidad de superación y de trabajo) rinde sus frutos. La economía alemana ocupa otra vez la cabeza de las europeas.[498] La puesta de largo del renaciente Tercer Reich se escenifica cuidadosamente en los Juegos Olímpicos de Berlín (1936), un prodigio de organización y eficacia.[499]
¿Y los judíos? Hay en Alemania unos seiscientos mil judíos que se consideran tan alemanes como el que más. Hay que erradicarlos del Reich. Escuadras de camisas pardas nazis recorren las ciudades pintando a brocha gorda consignas como «no compren a los judíos» y «los judíos son el cáncer de Alemania» en fachadas y escaparates de comercios propiedad de judíos.[500] Es sólo el comienzo: poco después se aprueba una ley que impide a los judíos el acceso a puestos de la administración. Los funcionarios judíos pierden el trabajo (un gran quebranto, por cierto, para la enseñanza y las universidades).
En política exterior, Hitler no se muestra más delicado a la hora de impulsar sus objetivos pangermanistas:[501] primero militariza la Renania (1936), cuya población se sentía alemana;[502] después se anexiona Austria (el Anschluss o unificación, 1938), como vimos en la película Sonrisas y lágrimas, y funda con ello el Tercer Reich (o sea, el tercer imperio alemán).[503]
El incauto primer ministro británico, Neville Chamberlain, pensó que esas concesiones aplacarían al Führer y brindó por la «paz en nuestro tiempo». No anduvo fino el inglés, todo un gentleman, pues su política de appeasement («apaciguamiento») consiguió justo lo contrario: Hitler, que no tenía nada de gentleman, envalentonado por la pusilanimidad de las democracias, no sólo ocupó la región de los Sudetes (perteneciente a la República Checa pero poblada por germanohablantes, 1938) sino el resto del territorio checo, al año siguiente.
En vista de que la jugada le había salido bien y de que Inglaterra y Francia no reaccionaban, Hitler decidió tensar la cuerda un poco más e invadió Polonia (con el pretexto de recuperar la ciudad de Danzig y el corredor polaco, otro abuso del Tratado de Versalles).[504]
Esta vez le falló el cálculo. La cuerda se rompió: Inglaterra y Francia, recientemente vinculadas a Polonia por un tratado de mutua defensa (y asustadas por el rearme alemán, que iba camino de superarlas en la carrera de armamentos), se decidieron a declarar la guerra a Alemania.
Demasiado tarde. Alemania había crecido más de lo previsto. Derrotarla de nuevo costaría mucho más de lo que costó en la Gran Guerra. Esta vez va a costar una Grandísima Guerra, o sea, la segunda guerra mundial, «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», como vaticinó Churchill.