CAPÍTULO 108

Un pintor llamado Adolf

Uno se pregunta cómo un perturbado llegó a ser guía (Führer) de la nación que ha dado a la humanidad a Kant y Beethoven, a Goethe y Einstein. ¿Cómo el pueblo alemán, admirable en tantos aspectos, pudo ser cómplice de los extravíos de un loco homicida?

Quizá se dejó convencer porque ya estaba convencido, quizá Hitler se limitó a despertar algo «que yacía dormido en lo más profundo del alma del pueblo alemán».[484]

Hitler había nacido en el seno de una familia católica de clase media-baja. Sus padres eran primos hermanos. En la edad en que un adolescente normal aprende para hacerse una persona de provecho, el futuro Führer del pueblo alemán abandonó el bachillerato y holgazaneó seis años en la rutilante Viena malviviendo de la herencia materna en pensiones baratas, haciendo cola a veces, con las solapas del abrigo subidas, en las colas de los comedores de caridad, pernoctando en casas de acogida y observando con envidia las mansiones de los potentados, muchos de ellos judíos pertenecientes a dinastías financieras, ante las que se detenían coches de lujo para que descendieran damas y caballeros de la alta sociedad que acudían a saraos y banquetes de los que él estaba excluido.[485]

Este fracaso vital y la humillante pobreza padecida precisamente en la ciudad que apreciaba a los artistas, en la mejor tradición cultural europea, lo convirtieron en un inadaptado y un resentido social.

El estallido de la primera guerra mundial, en la que se enroló voluntario, le brindó el único empleo estable que consiguió en su vida: soldado. En los frentes de Francia fue herido y gaseado (aunque no lo suficiente), por lo que mereció los galones de cabo y si no llegó a sargento fue porque un superior lo declaró «incompetente para el mando» y un médico lo diagnosticó como «peligrosamente psicótico» (la psiquiatría, esa ciencia judía, empezaba a estar de moda).

En lo tocante a si Hitler estaba loco existe división de opiniones: los que lo trataron íntimamente (alemanes todos) lo describen como una personalidad fascinante («genio», lo llama Keitel) y es evidente que sus discursos (y la parafernalia militar que los rodeaba) electrizaban a las masas, pero también es cierto que cuando los comunes mortales ajenos al Volksgeist lo observamos en las imágenes vivas que de él han quedado (los noticieros de la UFA), lo encontramos unas veces histérico y otras histriónico; pocas veces una persona normal.[486] Es como cuando nos confrontan con la grabación de una charla de san Josemaría Escrivá de Balaguer: le quitan a uno las ganas de ingresar en el Opus. Hay personajes que, vistos en su salsa, pierden mucho.

Al término de la Gran Guerra, Alemania no ofrecía muchas oportunidades a nuestro hombre, que había cumplido ya treinta años y seguía sin oficio ni beneficio. La República de Weimar, el experimento democrático que sucedió al káiser, no remediaba la galopante miseria de un pueblo castigado por la hiperinflación y el desempleo.[487]

Como tantos otros excombatientes, Hitler se reenganchó en el ejército que le ofrecía tres raciones de rancho al día y cobijo contra las inclemencias de la vida, aunque fuera en un pabellón cuartelero de trescientos catres. Entre sus conmilitones escasamente instruidos encontró el cabo Hitler un rendido auditorio en el que perfeccionar sus innatas dotes oratorias al servicio de un mensaje simple que compartía la mayoría de sus compatriotas: Alemania había perdido la guerra por culpa del pacifismo, del socialismo y del judaísmo. ¿Cómo, si no, se explica que capitulara cuando todavía ocupaba buena parte del territorio enemigo? Ahondando en estas razones, Hitler encontró un fácil chivo expiatorio: los judíos.

Los superiores de Hitler lo recomendaron como informador de la policía (Verbindungsmann), o sea, soplón. En ese cometido, el cabo Adolf recibió el encargo de espiar a uno de los muchos grupúsculos izquierdistas que pululaban por Alemania, el Partido Obrero Alemán (DAP). En la primera reunión tomó la palabra y dejó a todos con la boca abierta: era un orador persuasivo, casi hipnótico.[488] Expuestas con la pasión de su desbordada oratoria, sus ideas sobre la raza y el futuro de Alemania, adquiridas de libros y revistas antisemitas de su época de estudiante sopista, sonaban a música celestial en los oídos de los camaradas.[489] En pocas sesiones se hizo con el control del partido, lo que le aseguró un mediano pasar que le permitió consagrarse por entero a la política. Cambió el nombre del grupo a Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, e imitando a Mussolini adoptó un emblema vistoso (la esvástica) y la camisa parda como uniforme. Con ese ajuar ideológico y muchos brazaletes, banderas y correajes, llevó su evangelio nazi a auditorios cada vez más amplios y atentos. Nombres que muy pronto se harían famosos se fueron uniendo al partido: Hess, Göring, Rosenberg, Himmler…