La crisis financiera de 1929, con sus repercusiones internacionales, desprestigió a las democracias liberales y favoreció el auge del fascismo, especialmente en Japón y Alemania, dos Estados faltos de recursos naturales que lamentaban amargamente haber llegado tarde al reparto del poder mundial (o sea de las colonias y de las materias primas acaparadas, como se ha visto, por Francia, Inglaterra y Estados Unidos).
Los nacionalistas alemanes y japoneses (también los italianos) reclamaban «espacio vital», o sea, colonias a las que explotar.[480]
En 1935 Mussolini amplió su colonia de Eritrea con la conquista de Etiopía (o Abisinia, como él la llamaba, el único país africano que había escapado a la colonización europea debido a su condición de cristiano). Así empezaba su anunciada reconstrucción del nuevo imperio romano.
En 1937, los japoneses, dirigidos por una agresiva elite militar ante la que el emperador se plegaba, obediente, invadieron China y perpetraron atrocidades execrables contra la población civil de Nankín, la capital.[481] Era el primer paso para la construcción de un Imperio del Sol Naciente que abarcaría el océano Pacífico y el sureste asiático, desde China hasta las islas Midway.
Alemania, por su parte, no se quedó atrás. Tras la ascensión al poder (democráticamente, por cierto) en 1933 del partido nazi liderado por Hitler, repudió el Tratado de Versalles, dejó de pagar las reparaciones a los aliados y emprendió un ambicioso programa de rearme.[482] Los alemanes, disciplinados como son, se pusieron a tender autopistas y construir tanques y aviones.[483]
Mussolini, el león de Abisinia.