Recordará el lector que, después de la derrota de Napoleón, las monarquías europeas se aliaron en defensa del Antiguo Régimen (los carcas) para defenderse de las revoluciones liberales (los progres). La paz duró hasta que, en 1870, dos de los socios, Francia y Prusia, se enfrentaron.[451]
Para asombro de Europa, el modernísimo ejército prusiano infligió una humillante derrota al anquilosado ejército francés. Para colmo, los alemanes, engreídos como son en la victoria, ofendieron innecesariamente a los franceses escogiendo la galería de los espejos del palacio de Versalles para proclamar al rey de Prusia, Guillermo I, emperador de todos los alemanes.[452] A la humillación gratuita se unió el despojo: Francia tuvo que ceder a Alemania las regiones de Alsacia y Lorena, sus principales reservas de carbón y acero, siempre en litigio.
De la noche a la mañana, Alemania, regida por la agresiva y militarista Prusia, se incorporó al club de las grandes naciones. Como el alumno tardío pero muy motivado que es capaz de aprobar dos cursos en uno, el alemán, orgulloso de su nación recién estrenada, se aplicó al trabajo, imparable, y pronto se puso a la cabeza de los países industriales. Alemania fabricaba más y mejor que nadie. No tardó en superar a Francia y en competir con Inglaterra y Estados Unidos.
Crecieron las suspicacias. Estos teutones ¿pretenden acaparar todo el mercado?, se preguntaron los anglosajones. Quizá lo hubieran conseguido en buena lid, pero Alemania carecía de un imperio colonial en el que vender sus manufacturas y abastecerse de materias primas baratas.
Alemania había llegado tarde al reparto del mundo. Se tuvo que conformar con lo poco que le dejaron, las zurrapas de África.
Francia e Inglaterra habían tenido sus roces en la rebatiña por el reparto del continente negro (el incidente de Fachoda, ¿recuerdan?), pero cuando el gigante alemán empezó a hacerles sombra aparcaron sus viejas trifulcas y se unieron contra el adversario común (la Entente cordiale o «entendimiento cordial», 1904, que, tras la adición de Rusia, se llamaría Triple Entente).
Rodeada de potenciales enemigos, Alemania se buscó sus propios aliados y formó la Triple Alianza (Imperio alemán, Imperio austrohúngaro e Italia).
Sucedió la llamada «paz armada»: las potencias industriales dedicaron sus fábricas y sus finanzas a la producción masiva de armas y pertrechos de guerra, en espera de la contienda que fatalmente había de llegar.
La chispa fue el asesinato del heredero del trono austrohúngaro a manos de independentistas de Bosnia y Herzegovina, anexionadas por el Imperio austrohúngaro en 1908 (anteriormente habían pertenecido al Imperio otomano).
Austria sospechó que los terroristas habían recibido entrenamiento en la vecina Serbia y le exigió a este país que permitiera la actuación de su policía en territorio serbio. Serbia, respaldada por Rusia, se negó en redondo. Entonces, Austria le declaró la guerra, lo que, debido a las alianzas militares, arrastró a la guerra a los dos bloques europeos y, por extensión, a sus colonias.[453] En total se vieron implicados medio centenar de países y sesenta millones de combatientes, de los que nueve millones murieron.
De pronto medio mundo estaba en guerra con el otro medio. El uso de nuevas y mortíferas armas (ametralladora, aviación, submarino, gases mortíferos, carro de combate, alambradas…), sumado al equilibrio de fuerzas entre los dos bloques, impuso una guerra larga y costosa.
La guerra acarreó otros inesperados efectos colaterales: el día de Navidad de 1914, en las trincheras belgas de Ypres, soldados alemanes y británicos confraternizaron e intercambiaron chocolate, salchichas y otras chucherías, lo que ocasionó graves trastornos a sus respetivos generales; en Portugal, la Virgen María se apareció a los pastorcillos Lucía, Francisco y Jacinta, a los que transmitió un mensaje de calamidades y catástrofes si la humanidad no se enmendaba, enderezaba sus pasos e ingresaba nuevamente en el redil la Iglesia.[454] En Rusia, donde la servidumbre del campesinado era todavía medieval, estalló la revolución proletaria que permitió al partido bolchevique de Lenin hacerse con el poder y proclamar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), un imperio comunista que duraría setenta años. El zar Nicolás II y su familia fueron asesinados.
Para colmo de males, en Francia detuvieron a Mata Hari, una bailarina de striptease hija de holandés y javanesa, más bien feílla, y escurrida de pecho y trasero, las cosas como son, menoscabos que, al parecer, compensaba holgadamente con su pericia en la «presa de Cleopatra» y otras técnicas amatorias orientales. La chica era, por lo demás, aficionada al lujo y a los uniformes, por lo que acogía en sus hospitalarios brazos a muchos militares pudientes y de alta graduación, lo que le acarreó una acusación de espionaje a favor de Alemania que la condujo, a sus cuarenta y un años, ante un pelotón de fusilamiento. Su muerte fue muy sentida por la afición y constituye una gran pérdida para el patrimonio comunal europeo, que la continúa admirando a través de postales coloreadas en las que aparece ataviada de princesa javaloya en sugestivo déshabillé.
Los frentes se estabilizaron. La guerra se atascó en el inmundo lodazal de las trincheras, tierra removida por la artillería trufada de casquería humana y equina y de chatarra bélica.[455]
La degollina se prolongaba sine díe sobre la espalda de la clase obrera, que aportaba sangre a los frentes y esfuerzo agotador en la industria de la guerra. Finalmente, la intervención de Estados Unidos, con su enorme potencia industrial y demográfica, inclinó la balanza del lado de los aliados.[456]
En noviembre de 1918, cuando Alemania estaba al borde del colapso militar y económico, estalló una revolución entre sus depauperadas clases bajas (que suministraban la carne de cañón de un ejército mandado por aristócratas prusianos). El káiser y los príncipes gobernantes de los Estados alemanes abdicaron. El gobierno provisional solicitó un armisticio y proclamó la República desde el Reichstag.[457]
Franceses después de la batalla.