Después del reparto de África, los depredadores coloniales escrutaron el globo terráqueo en busca de nuevas presas. ¿Por dónde seguimos?, se dijeron. ¿A quién despojamos ahora?
Mal asunto. No encontraron dónde meter la cuchara. Todo lo demás tenía dueño. El globo entero estaba ya parcelado. Lo que no era metrópoli era colonia. Hasta el más recóndito rinconcito estaba escriturado. Sólo quedaba libre el desierto helado y estéril del Polo Norte.[445]
Una porción considerable del mundo estaba en poder de España y de Portugal. Las dos naciones ibéricas que en otro tiempo fueron poderosas estaban prácticamente arruinadas y sólo podían oponer unos ejércitos de mierda al poderío económico y militar de Inglaterra, Alemania y Estados Unidos.
Robemos las colonias a estos desgraciados, que además ni siquiera son blancos sino, más bien, café con leche, pensaron los poderosos.
La agresión dispuso de una sutil coartada ideológica, una especie de darwinismo social, en virtud del cual los pueblos del mundo se dividen en dos grandes especies: los fuertes o colonizadores y los débiles o colonizados. El primer ministro británico, lord Salisbury, acuñó la exacta expresión que designaría a los dos bloques: de un lado, las «naciones vivas» (Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, Francia); del otro, las «naciones moribundas», o sea, el resto (Portugal, España y Turquía entre ellas). De un lado, los que contaban con potentes marinas de guerra y con ejércitos equipados y entrenados; del otro, los que vivían de sus exiguas rentas propias de países no industrializados y eran incapaces de afrontar las ingentes inversiones que la guerra moderna requiere.
El reparto fue simple: Inglaterra y Alemania se adjudicaron las colonias portuguesas; Estados Unidos, las españolas; Francia e Inglaterra, las turcas.[446]
A España le habría resultado más barato, y hasta menos humillante, ceder sus últimas colonias sin resistencia (Estados Unidos insistía en comprarle Cuba), pero mediaron turbios intereses de una oligarquía que, vestida de patriotismo, arrastró al país a la guerra de 1898, en la que los modernos acorazados americanos hundieron a los valetudinarios navíos españoles.
Cuba y Filipinas, las últimas posesiones del Imperio español, pasaron a la tutela de los yanquis.[447]
Los estadounidenses habían enseñado al mundo cómo se construye un imperio cuando conquistaron el Oeste. Primero se permite a los comerciantes, a los colonos y a los mineros que invadan tierras indias (los sioux, los apaches y todo el catálogo que vemos en el cine). Después, cuando estallan reyertas entre colonos y nativos (guerras indias) o con gobiernos legítimos (caso de México en el contencioso por Texas), se envía al Séptimo de Caballería a proteger a los colonos y exterminar a los indios o, si se trata de una nación, a derrotarla y obligarla a ceder el territorio en disputa como reparación de guerra. Finalmente, la nación civilizadora incorpora ese territorio con el pretexto de proteger a los oriundos que la pueblan y de beneficiarlos con la civilización y el progreso.
Los yanquis liberan Cuba.