Habrá notado el lector que Japón figuraba como uno más entre los países occidentales que expoliaban China. Sobre esto les debo una explicación, como diría el alcalde de Bienvenido, Mr. Marshall.
Los japoneses, gente impaciente que no se espera ni a que se haga el pescado, lograron pasar, en sólo una generación, del feudalismo de los samuráis a la revolución industrial, un proceso que a Europa le había costado varios siglos. Los japoneses lograron ese milagro con un par y en pocos años se incorporaron, como uno más, al frenesí comercial e industrial de los países occidentales.[436]
Todo empezó cuando, en 1863, unas lanchas cañoneras británicas bombardearon un puerto japonés que se negaba a admitir a los balleneros occidentales que operaban en aquellas aguas.[437]
Los japoneses respondieron a la agresión con sus cañones, unas antiguallas de museo cuyos disparos se quedaban cortos. Les dieron bien, pero ellos, en lugar de autocompadecerse, aprendieron la lección. La técnica del extranjero los superaba. Evidente. Si no despabilaban, pronto serían una colonia inerme en las fauces de aquellos occidentales que cada vez merodeaban sus costas en mayor número. Aprendamos lo que ellos saben y seamos como ellos, pensaron.
En 1868, el gobierno anunció en su Carta de Juramento que Japón buscaría «el conocimiento por todo el mundo para consolidar los cimientos del progreso imperial». Con este propósito, el Estado, en el más puro ejercicio de despotismo ilustrado (recuerden: Todo por el pueblo, pero sin el pueblo), acometió un curso intensivo de industrialización: contrató a miles de técnicos extranjeros para que enseñaran en sus escuelas las distintas ramas de la ingeniería y convirtieran a sus artesanos en obreros. Al mismo tiempo envió al extranjero a decenas de miles de alumnos para que aprendieran inglés y el funcionamiento de los Estados modernos.
El resultado fue milagroso: en pocos años, los japoneses estuvieron en condiciones de diseñar y producir sus propias máquinas y occidentalizaron su economía y su producción sin por ello renunciar a lo bueno de la tradición, ceremonias del té, geishas con kimono de seda peritas en el arte de agradar al hombre, con la carita empolvada de arroz y los labios carmín, y todo eso. También contrataron militares que les enseñaran la guerra moderna, entre ellos aquel capitán Nathan Algren que interpretó Tom Cruise en El último samurái (2003).
La puesta de largo de Japón como potencia tecnológica e industrial fue la guerra con Rusia en 1904: la moderna escuadra japonesa vapuleó a la flota del zar.[438]
Caricatura rusa que alardea su previsible fácil victoria sobre Japón. Al final ganaron los japoneses por goleada.