En el siglo XVIII China seguía siendo un perfecto misterio para los europeos. Apenas habían rozado su epidermis al establecer unas cuantas factorías comerciales en sus costas.
Los ingleses se habían convertido en devotos consumidores de tres productos chinos: té, seda y porcelana, pero el mercado chino seguía impermeable a los productos ingleses (como, en general, a cualquier producto extranjero). Comprarle a los chinos y no venderles generaba un enfadoso déficit comercial. Esto no puede seguir así, se dijeron los hijos de la Gran Bretaña, esa nación de tenderos, como la apostrofaba Napoleón.
La china, como toda civilización milenaria, había desarrollado cierto gusto por los placeres refinados, entre ellos el opio, la droga narcótica extraída de la adormidera (o Papaver somniferum). Vendámosle opio, entonces, se dijeron los ingleses. Y estimularon el cultivo del opio en la vecina India con destino al mercado chino. Negocio redondo: el opio rendía unos beneficios de hasta el 400 por ciento.
El número de chinos enganchados al consumo de opio aumentó de manera tan alarmante que, en 1829, el gobierno chino prohibió su consumo, cerró los fumaderos e intervino sus canales de distribución.
Los británicos, cuando vieron peligrar el negocio, enviaron su invencible flota con el pretexto de que los chinos les habían destruido algunos almacenes. Perdieron los chinos, claro, y se vieron obligados a abrir cinco puertos al comercio británico y a ceder Hong Kong por ciento cincuenta años (lo recuperaron en 1997 y sin consulta a la población civil, que aquello no es Gibraltar).
Al socaire de los ingleses, otras potencias colonialistas (franceses, rusos, japoneses y americanos) obtuvieron ventajas comerciales en China. Todo Occidente acudía al reclamo de las jugosas ubres del inmenso, indefenso y desamparado país.
Mientras los débiles y corruptos emperadores de la Ciudad Prohibida cedían a los imperialistas jugosas concesiones comerciales, ferroviarias y mineras, el pueblo chino se dolía de esta verdadera invasión de los bárbaros (así consideraban a los extranjeros, por mucho que fueran tecnológicamente superiores) y acabó por sublevarse. Fue la rebelión de los bóxers (o boxeadores, así llamados porque su gesto característico consistía en adelantar el puño).[435]