CAPÍTULO 95

Europa civiliza al mundo (sin coña)

En la segunda mitad del siglo XIX, la Europa verde, rica e industrial (Inglaterra, Bélgica, Holanda, Francia, Alemania) se llenó de fábricas, altas y humeantes chimeneas, trenes, intenso tráfico portuario y fluvial…

Las emergentes potencias tecnológicas y financieras (Alemania y Estados Unidos) disputaban el cetro del comercio mundial al Reino Unido. En cada uno de estos países, la plutocracia financiera se había enriquecido hasta extremos impensables en tiempos de sus abuelos. Con la salud reventándoles las costuras, los mercados interiores comenzaron a dar señales de saturación y sus cuencas mineras no daban más de sí. ¿Cómo mantener en marcha la máquina del dinero?

Los tiburones industriales escudriñaron el planeta en busca de nuevos mercados y renovados yacimientos de materias primas. Ingenieros y técnicos enviados a explorar la tierra regresaron con la buena nueva: los resultados colmaban sus esperanzas. Pingües yacimientos, filones de metal, canteras de piedra, árboles de caucho, pesquerías, bosques de ricas maderas… Inmensas riquezas que, como el arpa de Bécquer, aguardaban la mano de nieve que supiera arrancarlas.

El mundo era ancho, rico y subdesarrollado. Asia, África y América del Sur aguardaban a las potencias industriales mansamente, ajenas a cuanto se les venía encima. Un potencial mercado virgen donde adquirir materias primas a precios irrisorios y devolverlas a las minorías acaudaladas (y corruptas) de esos mismos países en forma de caros productos manufacturados.

Se desató una carrera, como aquella que disputaron portugueses y españoles por las Indias y la especiería.

En poco más de un cuarto de siglo, los países industriales se adueñaron del mundo. El nuevo imperialismo era más sutil que el antiguo (bueno, no siempre). En algunos lugares, es cierto, se abrieron camino a cañonazos (no existía país alguno que pudiera resistirse a sus flotas blindadas o a sus bien equipados y entrenados ejércitos), pero en otros se limitaron a sobornar a las elites gobernantes, que se pusieron a sus órdenes, fascinadas por el progreso.[430]

El hombre blanco colonizaba la tierra. Un negocio redondo para todos: los europeos colocaban su exceso de producción en mercados cautivos (y de paso colocaban como funcionariado de las colonias a sus excedentes de población, con lo que se evitaban problemas laborales). Las oligarquías de los países colonizados estaban encantadas de imitar las costumbres del civilizado hombre blanco al tiempo que se enriquecían y vivían en lujosas residencias equipadas con los bibelots y novedades llegadas de Europa.[431]

El expolio de los pueblos sometidos se maquillaba bajo la apariencia de filantropía: con la calderilla de las grandes compañías se financiaban las ONG de entonces, fundaciones católicas o protestantes, hospitales y escuelas en las que los misioneros protestantes practicaban el proselitismo, y los católicos el apostolado, con los nativos.[432]

La carga del hombre blanco (caricatura de finales del siglo XIX).