En tiempo de las cruzadas, los caballeros de la Orden Teutónica habían conquistado extensos territorios en las costas del mar Báltico. Fue el germen del Estado prusiano que se transformó en reino bajo Federico I de Prusia (1701-1713).[421]
Prusia, con capital en Berlín, medró bajo Federico II el Grande (1740-1786), un rey fascinado por los cuarteles (y por los cadetes) que, en sucesivas guerras, se impuso a sus poderosos vecinos (Austria, Rusia, Francia y Suecia). El remate de la gloria prusiana fue apuntillar a Napoleón en Waterloo, victoria que acabó de forjar el Estado militarista.
En Prusia, lo que comenzó siendo un ejército para una nación acabó siendo una nación para un ejército. Por esa desmedida afición a los uniformes, a las condecoraciones y a los tiroteos, hoy Prusia ha desaparecido virtualmente del mapa después de dos guerras perdidas (la primera y la segunda guerras mundiales) que han repartido su territorio entre rusos y polacos. A ver si sirve de escarmiento.
No deja de ser aleccionador que fuera precisamente la militarista Prusia la que inició el llamado «estado del bienestar». La escolarización obligatoria y las pensiones para la vejez inculcaban al ciudadano la idea de que se debía obediencia y disciplina al Estado paternal que en su mejor edad lo alistaba en el ejército para defender esas conquistas sociales amenazadas por las potencias allende las fronteras.
A mediados del siglo XIX, Alemania e Italia no existían todavía. Eran un confuso mosaico de ducados, condados, reinos y repúblicas, cada una con su servicio de correos, con su moneda, su policía, su ejército y sus pequeñas y mezquinas enemistades.
El centro de Europa lo ocupaba el Imperio austrohúngaro, cuyo emperador, Francisco José (el de las edulcoradas películas de Sissi emperatriz), mantenía una brillante corte en Viena.[422] El Imperio austrohúngaro agrupaba a muy distintos pueblos: austriacos, húngaros, polacos, checos, eslovenos, serbios, croatas…, incluso italianos.[423]
Una confederación alemana (Deutscher Bund) que agrupaba a los distintos principados, condados, reinecillos y repúblicas de habla alemana había sucedido al Sacro Imperio Romano Germánico suprimido por Napoleón en 1806. Los hermanos mayores de ese intrincado mosaico eran Austria, Prusia, Hannover, Sajonia, Frankfurt y Brunswick.
Si en los tiempos de la galera acelerada y el coche de postas ya había resultado molesto viajar por el antiguo imperio (plagado de aduanas estatales que aplicaban distintas ordenanzas), en los tiempos del ferrocarril aquella ordenación política se veía inviable y un obstáculo para el progreso.
Los alemanes empezaron a mirarse en el espejo de la vecina Francia: un país moderno, con grandes ciudades, centralizado, en el que las instituciones del Estado funcionaban maravillosamente. Y guisaban de miedo.
Si ellos lo tienen, ¿por qué no nosotros, que somos superiores?, se dijeron.
Billete austrohúngaro en ocho idiomas.