Si son aficionados al fútbol y han asistido a algún partido de la selección inglesa, aunque sólo sea por televisión (lo que suele ser menos peligroso), les sonará el patriótico himno que vocean los hooligans: Rule, Britannia! Britannia, rule the waves; o sea, «Britania rige las olas, domina el mar». Eso venía siendo cierto desde el siglo XVIII y se revalidó cuando los ingleses ganaron por goleada a la selección mixta hispanogala en la batalla de Trafalgar (1805).[407]
En los albores del siglo XIX, la marina inglesa se había adueñado de los mares. Una flota formidable, tripulaciones bien entrenadas y expertos capitanes la habían convertido en la primera potencia mundial.[408]
Tarde o temprano, los británicos tenían que chocar con Francia, su rival europea. ¿Qué mejor ocasión que el enfrentamiento entre la Francia republicana y las monarquías europeas?
Fuera del mar, no era Inglaterra una gran potencia militar, pero tenía un arma secreta que compensaba sobradamente a cualquier ejército: el vil metal, el dinero. Inglaterra nadaba en la abundancia, gracias a un próspero comercio marítimo con sus colonias repartidas por América, África, la India y Australia. El oro inglés, sus generosos sobornos hábilmente invertidos en Europa («la caballería de san Jorge», como cínicamente lo llamaban los propios ingleses), engrasó las sucesivas coaliciones contra Napoleón.[409]
Los franceses que hicieron la Revolución vencieron en los campos de batalla europeos gracias a sus ejércitos de ciudadanos orgullosos de serlo, mandados por generales más competentes que los del adversario.
Napoleón (1769-1821), una de las grandes figuras de la humanidad, nació de una familia pobre en una isla pobre y montañosa, Córcega (que Génova había vendido recientemente a Francia). Tenía diez años cuando su padre lo envió a una escuela militar francesa donde aquel chico retraído, bajito, que hablaba un extraño dialecto ininteligible, se relacionó apenas con sus compañeros. Nadie hubiera predicho entonces su brillante carrera. Simpatizante de los jacobinos (los republicanos defensores de la soberanía popular en un Estado centralizado), el joven teniente destacó como artillero durante el sitio de la sublevada Toulon. Ascendido a general, afrancesó su apellido italiano original (Buonaparte) y marchó a Italia al frente de un ejército mal equipado:
—¡Soldados! —arengó a sus tropas—. Sé que estáis andrajosos y hambrientos y que el ejército os debe pagas atrasadas. Ahí delante nos esperan tierras fértiles y ciudades prósperas donde encontraremos abundancia de todo lo que nos falta, y además alcanzaremos honor.
Con sinceridad y humildad, Napoleón se ganó el corazón de sus hombres: sin calzado recorrían grandes distancias; sin puentes, atravesaban ríos; sin artillería, ganaban batallas… Para asombro de Europa, Napoleón se apoderó (y esquilmó) el rico norte de Italia. Después, sin perder impulso, dirigió a sus hombres contra Austria, la poderosa enemiga del norte, y la obligó a devolver a Francia la disputada orilla occidental del Rin.
Napoleón se había impuesto en Europa, pero Inglaterra seguía dominando los mares. El francés no disponía de una escuadra para trasladar sus tropas hasta Inglaterra así que optó por atacar las colonias de Su Graciosa Majestad.[410] Fue contra Egipto, sometido entonces a los ingleses, y venció fácilmente en la llanura frente a las pirámides.[411]
Napoleón regresó a Francia aureolado por la conquista de Egipto como César regresó a Roma tras la conquista de las Galias. Y como César también, se proclamó cónsul después de dar un golpe de Estado y disolver la Asamblea.
Napoleón, gran admirador de Roma, concibió la idea de edificar un imperio tan poderoso y duradero como el romano. No es casual que las enseñas de sus invencibles regimientos fueran precisamente las águilas de las antiguas legiones romanas.
El corso se mostró tan buen estadista como general: atajó el desorden de la Francia republicana, regeneró la economía (lo que terminó con el hambre) y prescribió un código legal moderno que garantizaba los derechos y libertades conquistados durante el periodo revolucionario, la igualdad ante la ley y la libertad de culto (el código napoleónico que todavía inspira las legislaciones de los países avanzados).
Los franceses idolatraban al pequeño corso que les había devuelto la grandeur y el orgullo nacional, además de cierto bienestar económico. En 1804, aprovechando esta popularidad, Napoleón se coronó emperador en la catedral de París en presencia del papa, de cuyas manos recibió la corona. Mensaje: el papa me ha reconocido como a los antiguos emperadores pero yo mismo me he coronado. O sea, era emperador sin dejar de ser revolucionario, el Nuevo Régimen que trasciende al Antiguo.
Los monarcas de Europa se acongojaron ante la nueva Francia imperial que renacía más poderosa que nunca bajo la égida del pequeño y peligroso corso. Inglaterra, Alemania, Austria, Rusia y Suecia se coaligaron contra él, pero Napoleón los derrotó brillantemente en Austerlitz (1805).
Dueño de Europa, el pequeño corso repartió reinos entre los miembros de su familia. A su hermano mayor, Nápoles; al pequeño, Holanda; al cuñado, una porción de Alemania. A las hermanas las dejó colocadas en diversos ducados de Italia…
Con Napoleón dominando Europa, pintaban bastos para los beneficiados del Antiguo Régimen. Los príncipes alemanes le enviaron embajadas y regalos. Francisco de Habsburgo, el desairado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, renunció a su título y se conformó con el más modesto de emperador de Austria.[412]
Sometidos los príncipes alemanes, la única potencia que se resistía a acatar las órdenes del corso era la belicosa Prusia. Napoleón la derrotó y ocupó Berlín, su capital. Ya sólo quedaba en el ring Inglaterra, la pérfida Albión, la vieja enemiga. Napoleón carecía de barcos con los que enfrentársele (Inglaterra había hundido la flota francesa años antes en Trafalgar y en Aboukir). Ataquemos entonces a esa nación de tenderos donde más le duele, pensó Napoleón, en el bolsillo. Y decretó el bloqueo continental: en adelante ningún país europeo comerciaría con la malvada Inglaterra.
Napoleón se había casado con la hija del emperador Francisco de Habsburgo (imaginemos la humillación del orgulloso emperador al verse obligado a entregar a su hija a un parvenu, al hijo de un modesto picapleitos corso).