Veamos, con un poco más de detalle (y regodeo), lo que ocurrió en Francia. Allá existía una especie de parlamento, los Estados Generales, integrado por la nobleza (Primer Estado), el clero (Segundo Estado) y la burguesía (Tercer Estado). Llevaba sin reunirse desde 1614, pero el rey lo convocó en 1789 para que le votaran unos subsidios (los reyes siempre trincando). Ahí metió la pata porque el Tercer Estado, que estaba un poco cabreado con la carestía de la vida y porque lo breaban a impuestos, caldeó la reunión con exigencias de un número de votos proporcional a su importancia numérica y económica.
El rey y la nobleza se negaron, claro. (¿Qué se han creído esos insolentes?) Fatal error de cálculo, porque los burgueses, en lugar de achantarse ante el poderoso como tenían por costumbre, se pusieron farrucos: «Estamos aquí reunidos por voluntad popular y sólo nos sacarán a bayonetazos», advirtió Mirabeau, uno de sus representantes. «Niente de niente», dijo el rey. ¿Ah, sí? El Tercer Estado se autoproclamó Asamblea Nacional Constituyente y comenzó a redactar una Constitución, o sea, una ley fundamental del Estado, común para todos sus individuos.
O sea, aquello terminó en asonada.
¿Qué estaba pasando? La burguesía quería limitar los privilegios del rey y de la aristocracia, quería transformar la monarquía absoluta (en la que el rey hace lo que quiere, sin cortapisa alguna) en monarquía constitucional (en la que el rey está sometido a una ley). En el fondo lo que la burguesía y el pueblo buscaban era disminuir la carga impositiva, que solamente gravitaba sobre sus lomos.
Todas eran exigencias razonables vistas desde nuestra perspectiva actual (porque todos somos hijos de la Revolución francesa y de las múltiples hijuelas que la siguieron), pero entonces no resultó tan fácil conseguir que los privilegiados cedieran, muy a regañadientes, parte de sus privilegios: hubo que arrebatárselos por la fuerza.
Hoy, como todos sabemos, ya no queda más aristocracia privilegiada que el último reducto de las casas reales que siguen viviendo sin dar golpe y pasan la corona de padres a hijos «por privilegio divino basado en el derecho de la sangre», esa sublime y medieval genialidad absurdamente tolerada por algunos países modernos en los que se consiente un rey holgazán, vividor, trincón, vicioso y papanatas.[405]
Regresemos a los franceses prerrevolucionarios de 1782. Los burgueses del Tercer Estado soliviantaron al pueblo y éste, que no tenía nada que perder, asaltó la prisión de la Bastilla, el viejo símbolo de la tiranía real.
La vieja fortaleza, que levantaba sus decrépitos muros en el corazón de París, estaba casi vacía, pero era un símbolo de la opresión monárquica. Los exaltados revolucionarios la demolieron piedra a piedra y hoy su solar es una plaza. Esto ocurrió un 14 de julio, que desde entonces es fiesta nacional en Francia.
La Asamblea Constituyente comenzó a emitir leyes y mandamientos inspirados en las bondades de la Ilustración, entre ellas la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho.
Era el final del Antiguo Régimen y el principio del Nuevo Régimen, o Régimen Liberal, en el que aún vivimos los países del mundo libre (o creemos vivir). Bien mirado, ese Régimen Liberal es la esencia de lo que debemos seguir llamando civilización occidental o civilización cristiana occidental.
Lo que nos diferencia a los europeos y a sus antiguas colonias que componen el Primer Mundo o el mundo desarrollado de otras culturas (por ejemplo, la islámica) es el régimen de libertades del individuo. «La libertad, Sancho —dice don Quijote—, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar. Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.»
El rey franchute hizo las maletas (una caravana de carrozas cargadas de baúles) e intentó huir a Alemania. Pensaba regresar con un ejército para aplastar la rebelión y reinstaurar su monarquía absoluta. Ya cerca de la frontera, en un cambio de postas, un cochero lo reconoció (aunque no lo había visto en su vida, su perfil borbónico aparecía en todas las monedas). Fin del trayecto: los revolucionarios lo devolvieron a París, ahora en calidad de prisionero.
Una monarquía constitucional impuesta por la fuerza, mediante el apresamiento del rey, era más de lo que los monarcas europeos podían soportar. Los reyes de Austria y Prusia acudieron en auxilio de su primo francés (los reyes, entre ellos, se suelen llamar primos). Iban convencidos de que sería coser y cantar lo de atacar a una masa de desharrapados sin formación militar. Para gran sorpresa de todos, el ejército popular los contuvo.
Hasta entonces los ejércitos estaban formados por mercenarios, soldados de paga (la soldada). La Francia republicana impuso como obligación ciudadana el servicio militar obligatorio, el ejército patriótico, que mostró su valía frente a las tropas mercenarias, menos motivadas, de sus oponentes.
Cuando se sintieron atacados por las potencias extranjeras, los revolucionarios franceses radicalizaron su postura: declararon traidores al rey y a la reina y los guillotinaron. La guillotina, el utilísimo invento del doctor Guillotin, comenzó a funcionar en la plaza pública para los enemigos de la república (o sea, clero y aristocracia).
El poder pasó a manos de la Convención integrada por la baja burguesía o partido jacobino, aliada con el pueblo bajo (los sans culottes o «sin bragas», la gente más humilde, los que no tenían nada que perder). Nuevos líderes populares, Danton, Robespierre, Marat y Saint Just…, se auparon al pescante del Estado y tomaron en sus manos las riendas de Francia. Los todavía partidarios de pactar con la aristocracia (el partido girondino) vieron rodar sus cabezas bajo el invento del doctor Guillotin. Es la etapa que se conoce como «el terror», en la que los revolucionarios, sintiéndose amenazados, sin duda se excedieron en la aplicación de la pena de muerte.
Los jacobinos podían decapitar a media Francia, pero el pueblo seguía tan hambriento como cuando gobernaba la aristocracia. Aprovechando el descontento, la alta burguesía recuperó el gobierno mediante un golpe de Estado (julio de 1794) y creó un Directorio militar que guillotinó a los líderes de la Convención.
La Ilustración, bendita sea, deslindó religión y Estado y terminó con la confabulación secular del Altar y el Trono. A partir de entonces, libre de las trabas de la religión, creció la sociedad laica, libre, que hoy caracteriza a los países occidentales y les ha permitido evolucionar. Por el contrario, el islam involuciona porque le falta deslindar religión de Estado. Esa permanente intromisión de las leyes religiosas (sharia) en las civiles impide el desarrollo de la sociedad y coarta al individuo.[406]