Llamamos al siglo XVIII el Siglo de las Luces o de la Ilustración porque una minoría de bienintencionados intelectuales se empeñó en construir un mundo mejor sobre la base de que todos los hombres son libres e iguales (pensamiento que hoy puede parecernos obvio, pero que entonces resultó de lo más revolucionario: de hecho, provocó una revolución).
Estos ilustrados de peluca empolvada y casaca de seda aspiraban a liberar a la humanidad de la ignorancia, de la superstición y de la tiranía. Anhelaban construir un mundo mejor en el que todos los hombres fueran iguales y se remuneraran de acuerdo con los méritos y esfuerzo de cada cual.
Las ideas ilustradas lesionaban los intereses de dos clases privilegiadas, aristocracia y clero, justificados hasta entonces por la existencia de un Dios que delegaba sus paternales funciones en los monarcas y en la Iglesia (Altar y Trono). La razón esgrimida por los ilustrados ponía en duda incluso la propia existencia de ese Dios tan arbitrario.
Por vez primera se discutían la religión y el gobierno tiránico, las dos principales lacras de la humanidad.
Las ideas de los ilustrados se impusieron lentamente entre la burguesía acomodada de Europa (especialmente en Francia e Inglaterra) y después llegaron al pueblo. A esa irradiación social siguió otra geográfica: desde Europa la Ilustración alcanzó a sus colonias, que ya ocupaban buena parte del mundo.
Comenzaba una nueva era de la humanidad. La principal consecuencia del triunfo de las ideas ilustradas fue la Revolución francesa con sus tres avanzados ideales de libertad, igualdad y fraternidad que hoy ya nadie discute (en el mundo libre, al menos).
Recapitulemos: desde que el mundo es mundo, la minoría dirigente ha vivido a costa de la mayoría currante. Notémoslo sin acritud. No es marxismo; es ley de vida: el que ordena la tierra (el gobernante) y el que ordena el cielo (el religioso) viven a costa del trabajador.[400]
El gobernante y el religioso: dos figuras incombustibles que se pueden encontrar en cualquier época y cultura. Mudan de nombre como el camaleón muda de color, pero el concepto permanece: brujos de la tribu y guerreros, magistrados y sacerdotes, oratores y pugnatores, clero y aristocracia, Altar y Trono.[401]
Contemplemos la sociedad en su complejidad: una minoría privilegiada le chupa la sangre vía impuestos, tasas, multas y otros trucos recaudatorios a una mayoría de currantes por cuenta propia o ajena, burgueses, comerciantes y artesanos.
Vale la pena detenerse en ver cómo la antigua aristocracia de cuna (duques, marqueses, condes, etc.) se vio suplantada por la de cucaña (o sea por los actuales rectores de la sociedad, los políticos, los banqueros, los líderes sindicales, etc., que constituyen la nueva clase privilegiada).[402]
Hemos visto que, entre los siglos XVI y XVII, imperaban en Europa monarquías absolutas. El rey explotaba a la nación, que era su finca privada, con ayuda de una clase privilegiada formada, casi a partes iguales, por la aristocracia y la Iglesia, a la que se iban incorporando servidores del Estado promocionados por el monarca.
«Y el no privilegiado y explotado ¿cómo es que no se rebelaba?», se preguntará el lector.
Bueno. A lo largo de la historia se han producido diversas rebeliones de estos trabajadores contra la minoría explotadora: los esclavos en tiempos de Espartaco (-73), la Nika en Constantinopla (534), la Jacquerie en Francia (1358), la de los payeses de remensa (1462), los irmandiños (1467), los segadors (1640)… Todas estas rebeliones acabaron fracasando, aplastadas por el poderoso.
Hasta que una sublevación triunfó y cambió el curso de la historia: la Revolución francesa.
En 1789, los franceses se levantaron en armas y guillotinaron al rey y a los nobles y a los curas que se dejaron coger.[403] Con esta revolución se termina (más o menos) el régimen de los privilegiados o Antiguo Régimen y sucede el Nuevo Régimen o Régimen Liberal que nos hace a todos iguales ante la ley (recuerden: Liberté, égalité, fraternité).[404]
Cuando los monarcas de Europa vieron lo ocurrido a su colega francés temieron que cundiera el ejemplo en sus propios países y se movilizaron para apagar aquel incendio social que ponía en peligro sus tronos y sus privilegios.