Hoy tenemos el fútbol, pero en aquellos tiempos, a falta de deporte rey, se discutía de religión. Las disputas teológicas entre católicos y protestantes derivaron en batallas de pica, mosquete y cañón que ensangrentaron Europa (todo eso en nombre del dulce Jesús, con más de una motivación económica soterrada).
Como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V debía defender a la Iglesia y a la cristiandad, esa vaga sombra de unidad europea alentada por los papas sobre el lejano recuerdo del Imperio romano. Alemania era un mosaico de principados sobre los cuales Carlos ejercía una cierta tutela en su calidad de emperador. Cuando se extendió el luteranismo por sus posesiones, Carlos se creyó en la obligación de reprimirlo y de mantener el imperio dentro de la obediencia a Roma. Por lo tanto, tomó sobre sus hombros la tarea de combatir a los príncipes protestantes. Además, en su calidad de paladín de la cristiandad, debía contener la expansión turca por el Mediterráneo. Todo ello con dinero español, especialmente castellano, naturalmente.
Carlos V, después de gastar tesoros en costear tropas para someter a los príncipes protestantes rebelados, tuvo que envainársela (la espada), pactar con ellos y consentirles libertad de cultos. En su retiro de Yuste confesaba amargamente a los frailes: «Mucho erré en no matar a Lutero.»
En Francia se persiguió crudamente a los calvinistas (allí llamados hugonotes) y se asesinó a tres mil, en nombre del dulce Jesús, en París, en una sola noche: la matanza de San Bartolomé, por el santo del día.
En los Países Bajos, los calvinistas holandeses resistieron bravamente con las armas al gobierno de España. Finalmente aquellas provincias se dividieron en un norte protestante (Holanda) y un sur católico (Bélgica).
En Alemania, la guerra de los Treinta Años (1618-1648) asoló el país e implicó a España, Francia y los reinos escandinavos.
La próspera Europa, devastada por una orgía de sangre y destrucción. De la manera más tonta. Por motivos religiosos. Finalmente, desangradas y arruinadas las naciones, se suscribió el Tratado de Westfalia (1648), de índole pragmática: «Habrá una paz cristiana y universal y una amistad sincera, auténtica y perpetua entre los Estados.» Cada Estado sería soberano e igual a los demás en derechos sin importar que fuera más o menos fuerte, y el principio de no injerencia en asuntos internos y el trato de igualdad implantaron una actitud que ha durado hasta hoy. (Aunque ya empieza a durar menos con la Unión Europea.)
«El fanatismo es una enfermedad tan contagiosa como la viruela», sentenció Voltaire, hijo de aquellos turbulentos tiempos.[394] El patriarca de Ferney dedicó su vida a combatir la intolerancia y el fanatismo de los que se creían en posesión de la verdad.
Después del vapuleo, las dos partes, protestante y católica, comprendieron que era mejor avenirse. En adelante no se combatiría en Europa por motivos religiosos. Se acordó que cada príncipe o señor decidiera si sus súbditos serían católicos o protestantes (dicho en latín: Cuius regio, eius religio; «A tal rey, tal religión»).[395] En la práctica, cada Estado se atuvo a su religión dominante cuando se firmó la paz.[396] Las más gananciosas fueron las protestantes Suiza y Holanda, que se independizaron del Imperio germánico.
El papa perdió la partida y dejó de pastorear (y de esquilar) a media cristiandad europea, precisamente la más rica. Se repetía su desgracia: unos siglos antes, cuando el Cisma de Occidente, había perdido el dominio evangélico de la mitad más rica del Imperio romano (la ortodoxa). Ahora perdía el norte de Europa (la mitad de la mitad restante). Tuvo que resignarse a pontificar solamente sobre un cuarto de Europa.[397] Suerte que dos países católicos, España y Portugal, estaban llevando su religión papista a los indiecitos de sus respectivos imperios y a las nuevas tierras que descubrían y evangelizaban.[398]
En el siglo XVIII, la Ilustración decretó la libertad de conciencia. Desde entonces, los Estados verdaderamente modernos se han proclamado aconfesionales, o sea, laicos.[399]