«Somos vendedores de humo», confesó hace unas páginas cierto prelado en un insólito rapto de sinceridad. Nada más cierto: en el tiempo en que los banqueros genoveses vendían cédulas aseguradoras sobre mercancías terrenales, la Iglesia comercializaba cédulas celestiales que aseguraban la salvación de las almas.
Imaginemos la escena: predicadores especialmente preparados para el menester, que dejarían en mantillas a Stephen King, aterrorizaban a la feligresía con truculentas descripciones de los tormentos que le aguardaban en el purgatorio. Mientras, al lado del púlpito, un acólito vendía indulgencias antes de que la clientela se enfriara.
Las indulgencias eran unas cedulillas escritas en latín y selladas con aparatosos sellos pontificios que indultaban al pecador y le permitían hurtarse del doloroso trámite del purgatorio.[385] Incluso se podía rescatar de las llamas a los parientes ya muertos, porque las había con efecto retroactivo y endosables a familiares o amigos.
Nunca la Iglesia trincona había estado tan boyante: había conseguido colocar en el mercado un producto totalmente imaginario, sin coste alguno de producción, que los ávidos consumidores le pagaban con plata contante y sonante. ¡Mejor negocio que las especias portuguesas, que el oro español, que los paños flamencos!
Nada bueno dura para siempre, como saben las personas de cierta experiencia. En 1516, el monje agustino alemán Martín Lutero, el aguafiestas de esta historia, visitó Roma y se quedó estupefacto al constatar el boato y la desvergüenza reinantes en la corte pontificia. Riadas de peregrinos llegados de toda Europa hacían cola para ascender penosamente, de rodillas, la Scala Santa a fin de postrarse ante el paño de la Verónica.[386] Así como muchos jubilados americanos ahorran toda la vida para cepillárselo en una semana de juerga en los casinos de Las Vegas, los creyentes más crédulos (valga la redundancia, que no lo es tanto) gastaban sus ahorrillos de toda una vida de sacrificio en indulgencias que les aseguraran un buen tránsito a la vida eterna (otros cedían sus propiedades a la Iglesia con el mismo fin). Un negociazo de aquellos filántropos de la sotana.
Era Lutero feo y corpulento, sanguíneo de carácter, despejado de frente y de ideas, con una quijada voluntariosa y una mirada que, en el retrato que le hizo Lucas Cranach, expresa firmeza y determinación.
Cuando regresó a Wittenberg, nuestro fraile redactó un documento contra la codicia y los errores de la Iglesia y lo clavó en la puerta del convento. Las hojas impresas del documento (la imprenta, inventada por Gutenberg hacia 1450 estaba entonces en pleno auge) circularon profusamente por las universidades y estudios de Europa. Fue un aldabonazo para la conciencia de mucha gente.[387]
Lutero abogaba por una reforma de la teología y de las costumbres. Había que regresar al Evangelio, a la pureza del primer cristianismo. Desprendámonos de todos los añadidos que entorpecen la relación del hombre con Dios, esos pretendidos sacramentos que sólo son pretexto para cobrar buenos dineros (o estipendios, como ellos lo llaman): la confirmación, el matrimonio, la ordenación sacerdotal, la extremaunción, las peregrinaciones, el culto a las reliquias, la veneración de los santos, las misas de ánimas… Nada de eso es necesario: el pecador se salva a través de la fe y no a través de sus obras.[388]
El fraile no dejaba títere con cabeza.
El papa León X manejó torpemente el asunto: primero le restó importancia («Esto es la obra de un borracho, cuando esté sobrio se le pasará», dijo). Después, cuando supo que Lutero arremetía contra las indulgencias (su saneada fuente de ingresos), encontró en sus escritos algo más que indicios de herejía: «¿Ese patán se atreve a interpretar las Escrituras, una facultad reservada a los pontífices?»
Y excomulgó a Lutero. Consecuentemente, el emperador (Carlos V), defensor de la fe, prohibió sus obras y lo declaró prófugo.
En un principio, Lutero no quería apartarse de la Iglesia, pero se tomó muy a mal que el papa lo declarara hereje y apóstata: «¿Apóstata yo? —replicó—. ¡Tú eres el Anticristo!» Ya embalado, produjo nuevos escritos contra la Iglesia, siempre apoyados en sólidos argumentos teológicos. La imprenta los difundía por toda Europa. Más combustible a la hoguera.
Lutero se atrevía a expresar en voz alta lo que mucha gente ilustrada pensaba en conciencia, pero no se atrevía a manifestar por miedo a la represión (el humanista Erasmo de Rotterdam, entre otros): que la Iglesia debería purificarse y retornar al Evangelio vivo de las Sagradas Escrituras.
Lutero sabía que los que se enfrentaban a la Iglesia o le exigían reformas acababan en la hoguera (había precedentes recientes: Jan Hus, o el dominico Savonarola), así que se curó en salud, abandonó la escena y se refugió en el castillo de Wartburg, donde, suelta ya la brida, arreció en sus ataques a la institución. También tradujo la Biblia al alemán.[389]
Para rematar, el fraile rebelde se casó con una monja exclaustrada, Catalina von Bora, de veintiséis años, hermosota aunque no muy agraciada. Tuvieron tres hijos y tres hijas.[390]
La semilla de Lutero germinó. Otras voces contestatarias se sumaron a la suya, con los mismos o parecidos argumentos. Un legista francés, Calvino, se instaló en Ginebra y la convirtió en una ciudad-iglesia sometida a rígidas normas morales. Los calvinistas valoraban mucho el trabajo y aceptaban la ganancia y el interés. («El oro y la plata son buenas criaturas a las que puede darse buen uso.») Estas novedosas ideas encantaron a la burguesía comercial y facilitaron muchas conversiones. Desde entonces se habla, quizá exageradamente, de la Europa calvinista, la del norte, afecta al trabajo, y la Europa católica, la del sur, afecta a la vida más contemplativa. Como en toda generalización, hay un fondo de verdad.[391]
A las sectas mencionadas se sumó otra: los anabaptistas, fundada por zuinglio en zúrich, de amplia base campesina y popular, en la que las creencias se confundían con reivindicaciones sociales (prueba de ello es que los persiguieron los dos bandos, el papista y el luterano).
Disipada la polvareda teológica, en Europa quedaron cuatro bandos protestantes: luterano, reformado, anglicano e iglesia libre. El anglicano no era muy distinto del católico, excepto en que no obedecía al papa.[392]
Los católicos se salvaban practicando buenas obras o comprando indulgencias; Lutero predicaba que uno se salva sintiendo intensamente la fe en la misericordia divina; los calvinistas creían que Dios decide quién se salva y quién se condena desde su nacimiento (predestinación).[393]
Las doctrinas de Lutero se extendieron por el norte de Europa (Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia). El calvinismo cundió por Francia, Holanda, Inglaterra, Suiza, Polonia y Hungría.
De pronto, el estupendo negocio de la Iglesia romana se iba por el fregadero reformista. En Roma, los cardenales evaluaron los daños: el rebaño se había reducido a la intransigente España (con Portugal), a Irlanda y a algunas regiones de Francia, Alemania y Suiza.