Coronaciones imperiales hubo dos. La primera se celebró el 23 de octubre de 1520, cuando Carlos se consagró ante la tumba de Carlomagno, en Aquisgrán.[382] Imaginemos a un jovenzuelo de veinte años excesivamente ataviado de medias, zapatos, guantes, anillo, tunicela, estola y capa pluvial, para recibir las insignias imperiales: la espada de Carlomagno, la legendaria Joyeuse, el cetro, el globo que representa el orbe y la corona (que le encasquetó el arzobispo de Colonia al tiempo que lo proclamaba Rey de Romanos).
Rey de Romanos era el título previo a la coronación propiamente dicha, que debía recibirse de manos del papa. Lo malo es que el pontífice no estaba por la labor: se había coaligado con Francisco I y fue menester invadirle los Estados Pontificios y saquearle Roma, como queda dicho en páginas anteriores, para que diera su brazo a torcer y consintiera en coronar a Carlos, aunque con diez años de retraso, en Bolonia. Esta segunda coronación fue doble: primero la corona de hierro de los longobardos y, dos días después, la áurea corona imperial.
La ceremonia de Bolonia resultó más solemne que la de Aquisgrán: en la ciudad engalanada con trampantojos y arcos triunfales (para que pareciera Roma) desfilaron, en solemne procesión, el papa y su colegio cardenalicio, seguidos del emperador Carlos con su nutrido séquito en el que cuatro nobles portaban sendos atributos imperiales (cetro, espada, orbe y corona). Arrodillado ante el altar mayor, Carlos se inclinó para que el papa lo ungiera, como a los antiguos reyes de Israel, derramándole una redomilla de aceite santo sobre el colodrillo.
¡Quién hubiera vivido aquel momento emocionante! El papa reconciliado con el emperador (a la fuerza ahorcan) le impone los atributos imperiales. En la atestada plaza resuenan las trompetas, la muchedumbre prorrumpe en vítores («¡Imperio, imperio!», aunque los españoles prefieren gritar «¡España, España!»).
El emperador, fiel al protocolo, sostiene los estribos del caballo papal para representar la subordinación del poder temporal al espiritual. A continuación, pontífice y emperador cabalgan juntos (aunque cada uno en su caballo, claro) bajo un enorme palio bordado de oro y marchan a almorzar mientras en la plaza se convida al pueblo a un relleno imperial aovado.[383]
La reconciliación del papa y el emperador había sido muy oportuna, aunque algo tardía. En los años precedentes, mientras los cristianos andaban entretenidos en sus rencillas, las galeras turcas se adueñaban del Mediterráneo oriental y los jenízaros del sultán habían conquistado los Balcanes y amenazaban Viena.
Antes de morir, Carlos V dispuso que sus posesiones se dividieran entre su hijo Felipe II (España con sus dominios) y su hermano Fernando I (Austria y el título imperial). Como el Imperio romano, el de Carlos había resultado demasiada carga para una sola persona, y eso que el rubio fue muy viajero y procuró estar en todas partes, que es lo que más se parece a no estar en ninguna. El título imperial ya no se separaría de la familia Hasburgo-Austria hasta 1918.
Europa se debate entre opuestos: perdura la vieja idea medieval del imperio universal y cristiano, el carolingio (representada por Carlos V), pero se le opone la idea plenamente moderna de la nación independiente (la Francia de Francisco I). Como tantas veces a lo largo de la historia europea, Francia iluminará el camino del futuro y se llevará el gato al agua.[384]
Durante dos siglos (XVI-XVII) las fuerzas de España se pusieron al servicio de la familia Habsburgo para derrotar a cuantos se opusieron a su hegemonía (ingleses, holandeses, franceses y protestantes alemanes). Debido a ese concepto patrimonial de la monarquía, España fue la empresa saneada de los Austrias, cuyos beneficios sirven para enjugar las pérdidas de otras empresas ruinosas del mismo holding. Con la diferencia de que España, y en especial Castilla (que incluía Extremadura y Andalucía), no sólo aportó financiación, sino también la sangre de sus hijos, derramada en guerras absurdas de las que no obtuvo ganancia alguna.