En la aldea europea dos poderosas familias se odiaban a muerte: los Borgoña-Austria y los Valois-Angulema. Sus vástagos respectivos, Carlos I de España (1516-1556) y Francisco I de Francia (1515-1547), parecían nacidos para llevar aquella rivalidad a sus últimas consecuencias. Ambos eran orgullosos y testarudos, ambos habían heredado viejos litigios de lindes[376] y cada uno de ellos deseaba humillar al otro. Además, Francisco no perdonaba a Carlos que se hubiese alzado con el título de emperador del Sacro Imperio al que también él aspiraba.
Dos colosos frente a frente. Francisco poseía la tierra más rica de Europa y pugnaba por ampliarla, pero Carlos, el poderoso y molesto vecino, se le asomaba amenazador por todas las lindes.[377] Carlos, el de la mandíbula prognática, y Francisco, el de la luenga narizota, gastaron sumas ingentes en financiar sus guerras particulares, que, al final, quedaron en tablas.[378]
Los ejércitos de la época estaban compuestos de soldados profesionales que combatían por la paga y eran, en una alta proporción, extranjeros. En el ejército de Carlos, además de españoles, militaba una gran cantidad de alemanes, italianos y suizos; en el de Francisco, además de franceses, abundaban igualmente los mercenarios europeos.
El ejército francés se caracterizaba por un elemento moderno, su artillería, y un elemento evidentemente desfasado, su caballería feudal, hombres de armas cubiertos de brillantes armaduras sobre robustos caballos igualmente acorazados. Frente a ellos, las tropas de Carlos I se componían principalmente de infantería, los famosos tercios, una tropa sufrida, valiente y experimentada que pronto sería considerada invencible en terreno llano. Sus largas picas debidamente concentradas en formación cerrada avanzaban disciplinadamente a golpe de tambor y a la vista de la caballería enemiga formaban una especie de erizo, una barrera infranqueable. Cada cuadro de picas se festoneaba con pelotones de expertos arcabuceros capaces de traspasar la coraza de un caballero a cien pasos de distancia. Comenzaba a dictar su dura ley la tan denostada pólvora que dio al traste con la guerra medieval, noble y lúdica, casi deportiva. Otra vez, como en Crécy y en Aljubarrota, el arma que mata a distancia y casi anónimamente, sea arco largo inglés o arcabuz de mecha español, venciendo a la lanza y a la coraza del caballero.
Francisco I en persona pasó los Alpes en 1524, al frente de toda la nobleza de Francia y se enfrentó a los tercios españoles en Pavía. Fue un desastre para la caballería francesa, que se estrelló contra las barreras de picas y resultó fácil presa de la arcabucería. En medio de la melé, un caballero francés ricamente vestido se vio rodeado por un vasco, Juan de Urbieta; un gallego, Alfonso Pita, y un granadino, Diego Dávila. ¡Habían capturado al rey, al mismísimo Francisco I! Acudió un oficial que al reconocerlo le besó la mano caballerosamente. Francisco entregó su espada y una manopla, en señal de rendición.[379]
Otro episodio sonado de estas guerras fue el saqueo de Roma (el famoso Saco de Roma) por los tercios españoles y los lansquenetes alemanes, que robaron palacios, iglesias y conventos. «Aquellos demonios furiosos —cuenta un testigo— profanaron con ensangrentadas manos los sagrarios y los santuarios y cebaron sus más bajos instintos en las virginales novicias.»[380] Ítem más, los lansquenetes, muchos de ellos protestantes, grabaron el nombre de Lutero a punta de alabarda sobre las pinturas de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Al protonotario pontificio, que era natural de Jaén, lo colgaron de sus partes más nobles para que declarara dónde había ocultado los tesoros del pontífice, pero murió sin soltar prenda. El propio papa salvó la vida acogiéndose al castillo de Sant’Angelo.
Lo que son las cosas, ese mismo papa coronaría a Carlos I emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (el nuevo Carlomagno), un honor que Carlos había alcanzado sobornando generosamente a los príncipes electores.[381]