CAPÍTULO 76

La viruela allana el camino

España, pujante tras la toma de Granada, con la que se completaba la reconquista tras ocho siglos de azaroso diálogo de civilizaciones, hubiera cruzado el estrecho de Gibraltar para proseguir sus conquistas en tierra africana (ganas no le faltaban), pero el hallazgo de América desvió su impulso hacia las nuevas tierras.

Los españoles ignoraban la forma y extensión de América. Empezaron por explorar lo que tenían más a mano, es decir, Centroamérica, y luego se extendieron hacia el sur y hacia el norte. Pronto se percataron de que aquello no era Asia sino un mundo nuevo poblado por extrañas gentes. De especias, nada; todo lo más, exóticos productos que hoy nos resultan familiares: tabaco, patata, tomate, pimiento, cacao… En fin, en vista de que no había especias, se concentraron en el oro y en la plata, de los que también andaba necesitada Europa.[344]

Un Nuevo Mundo se ofrecía. Un mundo habitado por numerosos pueblos en distinto grado de desarrollo. Los indios de Norteamérica (los pieles rojas de las películas del Oeste) eran, en su mayoría, cazadores nómadas que vagaban por las estepas en pos de rebaños de bisontes, pero en Centroamérica y más al sur se habían desarrollado civilizaciones de agricultores que vivían todavía en la Edad del Cobre, como los antiguos egipcios y mesopotámicos.

En la actual México, los aztecas o mexicas habían alcanzado altas cotas de civilización y destacaban en cosmología, astronomía, arquitectura e ingeniería de canales y puertos (pensemos en las airosas pirámides escalonadas y en el famoso calendario). En artes aplicadas, música, canto y danza eran igualmente admirables.

Todos estos aspectos positivos palidecen un poco ante el hecho de que los aztecas fueran imperialistas abusones que sojuzgaban a los pueblos vecinos y realizaban sacrificios humanos (a veces cientos de víctimas de una tacada) para calmar la sed de sangre de sus dioses. Los españoles se horrorizaron al conocer, a veces por experiencia directa, que los sacerdotes aztecas abrían el pecho del sacrificado con un cuchillo de obsidiana para arrancarle el corazón aún palpitante. Lo que vemos en la película Apocalypto (2006) de Mel Gibson.[345]

Un testigo excepcional, el cronista Bernardino de Sahagún, describe uno de estos sacrificios en la plataforma superior de un templo escalonado: «Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu. Iba a parar a una placeta abajo; de allí lo tomaban unos viejos que llamaban quaquauacuiltin y lo llevaban a su calpul, donde lo despedazaban y lo repartían para comer.»[346]

O sea, que también practicaban la antropofagia: «Ansí había carnicerías públicas de carne humana, como si fueran de vaca y carnero como en día de hoy las hay.»[347]

Y, ya para colmo del horror, las cabezas de los sacrificados las ensartaban en varas que se disponían en un bastidor o tzompantli. De este modo honraban a los dioses.

Estas costumbres perturbaban a los europeos y no los inclinaban a la benevolencia con el indio. Codicia de ganancia sumada a repulsión dieron como resultado el atropello de aquellos indígenas anclados en el Neolítico que todavía desconocían la rueda[348] y se enfrentaban a las afiladas espadas europeas con hachas de cobre o macanas (garrotes guarnecidos con incrustaciones de obsidiana).

No obstante, lo que derrotó a los indígenas no fueron las espadas, ni las armas de fuego, ni los caballos, ni los petos de acero, ni los perros alanos entrenados para repartir dentelladas, sino, como queda dicho, la poderosa arma biológica que los conquistadores portaban consigo sin sospecharlo: la viruela.[349] Cuando Hernán Cortés llegó a México, la viruela se le había adelantado y la mitad de la población había perecido con el emperador Cuitláhuac al frente.[350]

Los aztecas se desmoralizaron frente a una enfermedad misteriosa que los mataba a ellos pero no afectaba a los españoles. Lo tomaron por castigo divino o como señal inequívoca de la superioridad de aquellos seres barbados que llegaban de no se sabía dónde.[351] Los hombres de Cortés, después de algún percance (la Noche Triste, 1520), prácticamente exterminaron a los aztecas (los actuales indígenas son más bien descendientes de los tlaxcaltecas, aliados de los españoles).[352]

Los incas del Perú visitados por Pizarro y Almagro corrieron una suerte parecida a la de los aztecas.[353] Algún autor ha comparado el Imperio inca con el Egipto faraónico: disponían de calzadas, ciudadelas, grandes templos y pirámides escalonadas y el santuario y palacio de Machu Picchu (construido por el emperador Pachacútec, hacia 1450).

A la llegada de los españoles, el Imperio inca estaba debilitado por la mortandad de la viruela (incluso el emperador Huayna Capac había perecido del misterioso mal).[354] Pizarro apresó al nuevo emperador, Atahualpa, y le exigió como rescate que llenara de oro la habitación donde se encontraban hasta la altura que alcanzaba su brazo. Los incas reunieron el tesoro, pero, a pesar de todo, Pizarro ejecutó al emperador (que a su vez, había hecho asesinar a su hermano y rival Huáscar).

Viruela y espadas de acero, pero especialmente viruela, ésos fueron los elementos que conquistaron América.[355] No resulta muy heroico, pero es cierto. Las enfermedades allanaron el camino del hombre blanco en América, Asia, África y Oceanía. El colonizador europeo llegaba a todas partes con sus enfermedades y sus armas de fuego, dos poderosos elementos civilizadores.

Aztecas enfermos de viruela (Códice Florentino).