CAPÍTULO 74

Colón en busca de China

«Costear África no está mal, pero existe otra solución todavía más práctica para alcanzar la especiería —sugirió Colón, un oscuro marino genovés, a la reina de Castilla, Isabel la Católica—. Dado que la Tierra es redonda, también se podrá llegar a Oriente si navegamos por occidente y atravesamos el océano Atlántico: las mismas aguas que bañan Portugal y Galicia bañan, en la orilla opuesta, Cipango (Japón) y Catay (China). Marco Polo (1254-1324), el mercader veneciano que las visitó por el lado de tierra, cuenta maravillas.»[331]

La idea de Colón no parecía mala, pero atravesar el Atlántico eran palabras mayores: aquel océano inexplorado había sido hasta entonces el pavor de los marinos.[332] Contando con que no existan monstruos pavorosos ni otros peligros, ¿podrá una frágil carabela atravesarlo y alcanzar la ribera opuesta antes de que se acabe el agua embarcada y la tripulación muera de sed?

Los cosmógrafos españoles (como antes los portugueses) rechazaron el proyecto de Colón. Es inviable, dijeron: el océano entre Europa y Asia es mucho más ancho de lo que sostiene Colón. Él asegura que son 1.125 leguas cuando en realidad son 2.495. Ninguna nave puede recorrer tanta distancia sin escalas intermedias: antes de tocar tierra se le agotaría el agua y sus tripulantes morirían de sed.[333]

Colón se mantuvo en sus trece. Tenía un secreto que sólo les confió a los Reyes en un último intento por convencerlos: a setecientas cincuenta leguas exactas de la isla canaria de Hierro, existen unas islas pequeñas desde las que fácilmente se llega a otra mayor, el Cipango de Marco Polo, o sea, Japón. Ahora sabemos que esas islitas eran las Antillas Menores y Haití y la que creía Japón era, en realidad, Cuba.

Colón se guardaba un segundo secreto: conocía con precisión la ruta idónea para cruzar el océano a vela así como la ruta de regreso. En el viaje de ida descendería hasta las Canarias para aprovechar la corriente del golfo y los vientos alisios; al regreso ascendería hasta la altura de Florida para aprovechar la corriente y los vientos contrarios.[334]

Cómo supo eso Colón sigue siendo un misterio. Algunos creen que se lo reveló en el lecho de muerte un «marino desconocido» al que atendió en Porto Santo. Vaya usted a saber.

El caso es que Colón esperaba llegar a las tierras de la abundancia descritas por Marco Polo unos siglos antes: China y Japón. Pero Marco Polo, siguiendo la ruta de la seda, había visitado realmente China y el Oriente. Por el contrario, las carabelas colombinas se toparon con un continente nuevo, completamente desconocido, que se interponía en medio del océano, el que hoy conocemos como América (por el nombre del marino florentino Américo Vespucio, 1451-1512).[335]

Colón arribó a las Antillas, a Cuba, creyendo que estaba en Cipango (Japón). Gran decepción: ni rastro de palacios de jade con tejados de oro, nada de las sedas y joyas de ensueño, nada de especias, nada de lo que Marco Polo había descrito en Catay (China) y Cipango (Japón). Lo que encontró el genovés fue a unos pocos indios pobres como ratas, ellos con taparrabos, ellas con las tetas al aire, todos sonriendo bobaliconamente. Había, sí, algunos productos que, con el tiempo, se mostrarían de mucho provecho (el maíz, el tomate, la patata, el tabaco), pero lo que Colón buscaba obsesivamente, el oro, las perlas, la pimienta, no aparecía por parte alguna. Durante tres meses, Colón recorrió el mar de las Antillas, de isla en isla, atropelladamente, vacilando sobre el rumbo a seguir, esperando siempre que la próxima escala fuera el fabuloso Japón.

En España se dio el oso por cazado. Parecía que Castilla le había ganado la partida a Portugal en la apertura de una ruta corta y fiable hacia las especias de Oriente. Crecieron los recelos y se ahondó la rivalidad entre las dos potencias atlánticas. No obstante, al final se impuso la razón: mejor pactar que pelearse, porque de un conflicto entre los Estados ibéricos sólo podían salir provechos para el resto de las naciones europeas.

Con la bendición del papa (que era el valenciano Alejandro VI, el tan calumniado papa Borgia), Castilla y Portugal se repartieron no sólo las tierras descubiertas sino las por descubrir en el globo terráqueo.[336]

Los otros países europeos, deseosos de participar también en el pastel, protestaron airadamente. El rey de Francia advirtió: «Antes de aceptar ese reparto quiero que se me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo pertenezca a españoles y portugueses.»

En 1498, mientras Colón, ya en su tercer viaje, registraba las desconocidas tierras americanas sin encontrar rastro de especiería y se empeñaba, contra toda evidencia, en que aquello tenía que ser Asia (de otro modo su contrato suscrito con los Reyes Católicos carecería de validez), las cuatro carabelas del portugués Vasco de Gama costeaban África, alcanzaban la ansiada India y atracaban en los muelles de Calicut, «la ciudad de las especias» (actual Kozhikode).[337]

La carabela de regreso, portadora de la buena nueva y de una carta del gobernador indio de Calicut dirigida al rey de Portugal, tardó un año en llegar a Lisboa (1499): «Vasco de Gama, gentilhombre de vuestra casa, llegó a mi país, lo cual me complació —decía la carta—. En estas tierras abundan canela, clavo, jengibre, pimienta y piedras preciosas. Lo que de vos pido a cambio es oro, plata coral y telas purpúreas.»

Hacía cinco años que los españoles se pavoneaban de haber alcanzado las Indias, aunque todavía no aparecían por ninguna parte las especias ni el oro, ni las espléndidas ciudades urbanizadas que había descrito Marco Polo.[338]

En los muelles de Lisboa se amontonaban los fardos de canela. El luso había triunfado en su competición con el castellano. El rey de Portugal les comunicó la noticia a sus primos, los Reyes Católicos: «Hemos sabido que nuestros enviados han llegado a la India y a otros reinos […] con los cuales se hace el comercio de toda clase de especias y piedras preciosas», decía la carta.

Y tras otro poco de bla, bla, bla, se despedía con cierto recochineo: «Sabemos que Vuestras Altezas recibirán esta noticia con satisfacción.»

¡Menudos los portugueses! No satisfechos con haber ganado la carrera por las Indias, prosiguieron sus exploraciones y jalonaron aquellas tierras con puestos comerciales y fuertes que los defendieran: Goa (donde permanecerían hasta 1962), Malaca, en los estrechos de Malasia, las islas Molucas, Macao, en la propia China, y Nagasaki, en Japón.

Cada año los navíos portugueses cargados de productos aguardaban la temporada de los monzones del Pacífico oeste para hacerse a la mar. «El comienzo de cada monzón era como un semáforo que daba luz verde a los barcos que salían de las Indias y luz roja a los que llegaban de Europa.»[339]

Durante un tiempo los portugueses mantuvieron alejados a sus competidores europeos y monopolizaron el comercio asiático entre la India, Ceilán, Indonesia, China y Japón. No contentos con eso, aún les quedaron arrestos para colonizar las costas de Brasil (1500).

El pequeño Portugal se hizo inmensamente rico suministrando las preciadas especias a toda Europa. Para redondear el negocio procuró cerrar los otros accesos a la ruta de la seda: conquistó Aden en 1516 y construyó un castillo en Socotora, en el Yemen, desde el que controlaba la especiería que ascendía por el mar Rojo.

La hazaña portuguesa tuvo su remate con la primera vuelta al mundo que organizó Magallanes, un marino portugués a sueldo de España, entre 1520 y 1522.

Salida de Vasco de Gama de Lisboa en 1497 y su llegada a Calcuta en 1498 (óleos de Alfredo Roque Gameiro).