Entre los siglos XV y XVII los países de Europa se lanzaron a la tarea de explorar, cartografiar y explotar (o colonizar, que queda más fino) nuevas tierras, en busca de nuevos mercados. Movidos por esa fiebre mercantilista (o codicia) que tentó sucesivamente a Portugal, España, Inglaterra, Holanda, Francia, Dinamarca y Suecia entre los siglos XVI, XVII y XVIII, los europeos se lanzaron como buitres sobre las nuevas tierras de América, Australia, África Austral y Oceanía. Las armas modernas y los microbios les abrían el camino reblandeciendo cualquier resistencia indígena.[329] Esta explotación de población y recursos duraría hasta el siglo XIX, en que los propios descendientes de europeos asentados en las colonias impulsaron los movimientos de liberación.
Bajo el patronazgo del príncipe don Enrique el Navegante (1394-1460), los intrépidos marinos portugueses se lanzaron a explorar las costas de África con sus carabelas, unas embarcaciones ligeras, de poco calado, muy maniobreras, perfectas para indagar ensenadas y remontar ríos. Fundando sucesivas factorías y colonias comerciales a medida que progresaban, como los antiguos fenicios, los portugueses pretendían alcanzar primero el Río del Oro (de donde se pensaba que procedían el dorado metal africano y el marfil que desde tiempo inmemorial comercializaban los árabes), y, finalmente, las tierras de la pimienta, ya en la India. Ése era el plan.
Ningún europeo se había aventurado jamás por aquellas aguas. Se pensaba que al sur del cabo Bojador las aguas marinas eran tan cálidas que derretían el calafateado de los barcos y los echaban a pique. Esa creencia se disipó cuando el intrépido marino Gil Eanes se atrevió en 1434 y regresó para contar que no pasaba nada.
Se levantó la veda: en 1441, los portugueses alcanzaron el cabo Blanco; en 1448, construyeron un fuerte en la bahía de Arguin; en 1444, doblaron el cabo Verde; en 1460, habían llegado a Sierra Leona, colonizaban las islas de Cabo Verde y exploraban las costas de Angola.
En la desembocadura de cada río levantaban un padrão, una columna de piedra coronada con el escudo de Portugal y una cruz, por la que tomaban solemnemente posesión del río y cuantas tierras bañaran sus orillas (un poco pretencioso quizá, pero ajustado a derecho). Las carabelas regresaban a Portugal cargadas con estupendos rescates, como llamaban a los productos obtenidos: «oro o plata o cobre o plomo o estaño […] joyas, piedras preciosas, así como carbunclos, diamantes, rubíes o esmeraldas […] toda clase de esclavos negros o mulatos u otros […] y cualquier clase de especiería o droga.»[330]
El negocio marchaba viento en popa. El infante murió en 1460 pero ya el impulso de las exploraciones portuguesas era imparable: Bartolomé Díaz dobló el cabo de Buena Esperanza en 1488, rodeando África por el sur, y enfiló el océano Índico con la intención de abrir el camino de la India.