Dijimos que la guerra no fue la única desgracia que afligió a Europa. Peor aún resultó una pandemia causada por una nueva bacteria desconocida en Europa, la de la peste bubónica o Yersinia pestis, que se contagia por las picaduras de las pulgas.
La bacteria se desarrolló entre las estepas de Asia y el norte de la India. En 1345 unos mongoles procedentes de las estepas de Asia atacaron la próspera ciudad comercial de Kaffa, una colonia genovesa en Crimea (costas del mar Negro). En vista de que la ciudad resistía, recurrieron a la guerra bacteriológica (ya vemos que todo está inventado): cargaron sus catapultas con cadáveres contagiados de peste y los lanzaron por encima de las murallas. Las naves genovesas surtas en el puerto, e infectadas de ratas negras (Rattus rattus, el vehículo favorito de la pulga), transportaron involuntariamente la enfermedad a Mesina, Génova y Venecia y a otros puertos europeos.
Entre 1440 y 1460 la peste despobló comarcas enteras de Italia, Francia, España, Inglaterra, Bretaña, Alemania, Hungría, Escandinavia y el noroeste de Rusia. Entre sus víctimas se cuenta el rey de Castilla, Alfonso XI, fallecido durante el sitio de Gibraltar, en 1350.
En menos de veinte años, la peste mató a un tercio de la población europea (unos veinticinco millones de personas; en algunas regiones hasta la mitad de la población). La enfermedad afectó especialmente a las ciudades desprovistas de alcantarillado (casi todas), en las que la población se hacinaba en condiciones insalubres y las pulgas y las ratas eran especialmente abundantes. De hecho, uno de los remedios contra la peste consistía en huir de la ciudad hasta que la epidemia hubiera pasado, un recurso que sólo podían permitirse los ricos propietarios de fincas y casas de recreo.[311]
Los conocimientos médicos de la época no acertaban a detectar el origen del terrible mal. Algunos, maliciosamente inducidos, creyeron que los judíos habían envenenado las fuentes y asaltaron las juderías (sin pararse a pensar que los propios judíos estaban muriendo de la misteriosa enfermedad); otros pensaron que era un castigo de Dios por los pecados de los hombres. Surgieron cofradías de flagelantes que iban de ciudad en ciudad entonando salmos al tiempo que se atizaban con látigos. Algunos serían sinceros, pero muchos otros sólo eran pícaros fingidores que vivían de las limosnas (o sea, de una novedosa combinación de masoquismo y holgazanería).[312]
Muchos dejaron de creer en Dios cuando vieron que la peste aniquilaba a tantos inocentes (niños, vírgenes novicias) y que la palmaban hasta obispos y abades de probada virtud. La guadaña no distinguía a virtuosos de pecadores.
En fin, la economía europea se retrajo, la agricultura menguó (por despoblación del campo) y el comercio se paralizó. Sólo los enterradores hicieron su agosto.