CAPÍTULO 66

Las cruzadillas

Después de las cuatro cruzadas mencionadas hubo otras cuatro de menor entidad: en la quinta, contra Egipto, entre 1218 y 1221, los cruzados conquistaron Damieta, en las bocas del Nilo, pero fracasaron frente a El Cairo, lo que los obligó a abandonar lo conseguido.

En la sexta, en 1228, el emperador Federico II Hohenstaufen logró que los sarracenos le entregaran Jerusalén, Belén y Nazaret. En 1244 los latinos perdieron nuevamente Jerusalén, lo que motivó que el cristianísimo Luis IX de Francia acaudillara la séptima cruzada contra Egipto, pero los sarracenos lo derrotaron y apresaron en Mansura.[300]

La octava y última cruzada, en 1269, fue un nuevo desastre: Luis de Francia la dirigió contra Túnez, engañado por su hermano Carlos, rey de Nápoles, que quería suprimir la competencia de los mercaderes tunecinos. Se conoce que la Providencia estaba ya un poco harta de cruzadas porque envió una oportuna peste que aniquiló a buena parte del ejército cristiano, el rey Luis incluido (hoy san Luis, por obvios motivos).

Ya no hubo más cruzadas. En 1291 los musulmanes tomaron la plaza fuerte de San Juan de Acre, hoy Akko, en Israel, y las últimas posesiones cristianas en Tierra Santa (Tiro, Sidón y Beirut) cayeron en cascada.

Contempladas con la perspectiva de la historia, las cruzadas fueron una consecuencia de la recuperación económica y demográfica de Occidente, que aprovechó la debilidad de Oriente para intentar su conquista, especialmente la de la región siriapalestina, que constituía el núcleo de mayor importancia estratégica militar y comercial, por su posición central en el arco mediterráneo y por ser también el área de confluencia de las rutas caravaneras de Asia.

Las causas de las cruzadas fueron tantas y tan complejas que casi puede decirse que hay tantas opiniones como historiadores. En el siglo XIX, el católico G. Michaud aseguró que se debieron a la religiosidad del hombre medieval. Esta ingenua explicación, tan conveniente para la Iglesia, fue rechazada a partir de la segunda mitad del siglo XIX por otros historiadores que señalaron otras causas más realistas. Según ellos incidieron factores económicos como la defensa de intereses comerciales de las ciudades del norte de Italia (Venecia, Génova, Pisa) por el control del comercio de Oriente. Otros apuntan a factores políticos: el deseo del papa de imponer su autoridad a la cristiandad y especialmente a los protestones emperadores germanos o por someter a la obediencia del papa de Roma a la Iglesia bizantina.

También se han señalado causas sociales, como el empobrecimiento de las clases populares europeas (en algunos países escaseaban las tierras libres y los campesinos estaban abocados a una existencia mísera).

A otro nivel cabe mencionar el problema de los mayorazgos que se iban imponiendo en Europa: al noble lo heredaba su hijo mayor y los restantes vástagos tenían que buscarse la vida haciendo lo único que sabían: guerrear, lo que provocaba continuos altercados y conflictos en unos reinos que necesitaban paz y progreso para consolidarse.

Las consecuencias de las cruzadas se harían sentir permanentemente: el auge de las ciudades mercantiles italianas (Venecia, Pisa, Génova) y del sur de Francia (Marsella) y, en general, la gran expansión económica de Europa impulsada por la nueva economía monetaria y el surgimiento de una burguesía rica, que paulatinamente sustituiría a la nobleza de sangre en la cúspide social.

En el plano cultural y científico, Europa se benefició del contacto con bizantinos y árabes, depositarios del legado cultural helenístico (griego) y persa. Antes de las cruzadas, el centro de la civilización estaba en Bizancio y en el califato (primero Bagdad, luego Damasco). Después de las cruzadas, la hegemonía cultural pasó a Europa, que la mantendría hasta hoy.

El papa se afirmó como máxima autoridad política, lo que resultaría decisivo en la historia posterior de Europa.

Quizá no sea demasiado descabellado establecer un cierto paralelismo entre la situación política que propició las cruzadas y la que ha favorecido la creación de Israel en nuestros días. En los dos casos resultaba vital para los intereses económicos de Occidente el dominio de una región geoestratégica. En la Edad Media, estos intereses se cifraban en las rutas de comercio, especialmente la ruta de la seda; hoy se trata de controlar el petróleo y sus dividendos (que los países productores, todos ellos subdesarrollados, invierten en el mercado de armas de Occidente). Y en los dos casos la solución ha consistido en implantar un país occidental (por su mentalidad, instituciones, costumbres y modo de vida) en el sensible flanco de un mundo musulmán potencialmente hostil a los intereses económicos o geoestratégicos de Occidente. Dicho sea haciendo la salvedad de los derechos históricos que el pueblo judío tenga sobre el territorio de Israel.

Esta situación tampoco se daba por vez primera en tiempos de los cruzados. En aquella disputada franja de tierra se han sucedido, desde el comienzo de la historia, por lo menos media docena de dominadores y cada uno de ellos se la ha arrebatado al precedente: judíos, romanos, bizantinos, árabes, turcos, cruzados y nuevamente turcos, hasta la conquista por los ingleses durante la primera guerra mundial. Aquel territorio jamás ha tenido entidad política propia, exceptuando los reinos y condados cruzados y el Israel bíblico.