CAPÍTULO 65

Las cruzadas

En 326, santa Helena, madre del emperador Constantino, descubrió la cruz en la que murió Cristo y el sepulcro donde lo enterraron (la Vera Cruz y el Santo Sepulcro).

Estos hallazgos, y los de otros Santos Lugares relacionados con Cristo (todos tan falsos como una moneda de corcho), estimularon la peregrinación de cristianos europeos al antiguo Israel, desde entonces rebautizado como Tierra Santa.

Los primeros musulmanes que conquistaron Jerusalén se mostraron complacientes con los peregrinos cristianos dado que constituían una saneada fuente de ingresos, turismo religioso. Pero esta interesada tolerancia cesó en el siglo X cuando los turcos selyúcidas, menos indulgentes, se hicieron cargo de aquel territorio.

Alarmantes noticias de peregrinos asaltados y torturados por los malvados sarracenos comenzaron a circular por las cortes y plazas de Europa.

¿Quiénes eran estos selyúcidas maltratadores de peregrinos? En su origen, un conglomerado de clanes y tribus recientemente convertidos al islam que habían abandonado el centro de Anatolia y se habían lanzado a la conquista de un imperio que abarcó, en poco tiempo, desde Afganistán hasta el Mediterráneo.

El emperador de Bizancio aprovechó que sus relaciones con Urbano II, el papa de Roma, atravesaban un periodo de bonanza (tras el tormentoso Cisma de Occidente de 1054)[292] para solicitarle ayuda militar contra los turcos que amenazaban sus fronteras (una amenaza bastante patente ya que le habían arrebatado varias provincias).

En este tiempo, la Iglesia se había organizado en una estructura más centralizada que permitía que la voz del papa (y sus órdenes) llegaran hasta la más apartada parroquia de la cristiandad.

El papa aprobó el envío de un contingente militar en ayuda de Bizancio. No por caridad, líbrenos Dios de sospechar tal incongruencia, sino por interés, por puro cálculo. El taimado sabía que de este modo reforzaría su posición ante la Iglesia ortodoxa. Generoso con lo que nada cuesta, concedió indulgencia plenaria (o sea remisión total de los pecados) a los que auxiliaran a los cristianos que padecían bajo el dominio turco.

Las predicaciones cayeron en terreno abonado. Era un tiempo propicio al espíritu caballeresco, una nueva concepción del mundo en el que el guerrero consagraba sus armas a la defensa del débil o de la Iglesia. ¿Y quién más débil que aquellos cristianos de Oriente que padecían bajo la tiranía del islam?

Una ola de entusiasmo recorrió Europa. Al grito de Deus Volt («Dios lo quiere»), decenas de miles de personas tomaron las armas para la santa empresa. El papa hubiera querido que los voluntarios fueran solamente nobles y caballeros (los que estaban entrenados para la guerra), pero resultó que se ofrecían también decenas de miles de voluntarios del sencillo pueblo, sin experiencia guerrera alguna, que a la postre resultarían más un estorbo que una ayuda.[293]

El núcleo principal de la cruzada fue francés, con algunos contingentes de los Países Bajos y del reino normando de Sicilia. Los otros reinos europeos bastante tenían con resolver sus propios problemas para embarcarse en ayudar al basileo.

En España, los moros estaban importando beréberes africanos, gente fiera, y los cinco reinos cristianos bastante hacían con defenderse de ellos. En los Estados germánicos coleaban las guerras provocadas por la resistencia del emperador a la autoridad del papa. En Inglaterra, todavía no se había estructurado la sociedad tras el cataclismo de la invasión normanda de 1066.

Francia, por el contrario, era un Estado extenso, rico y típicamente feudal en el que se daban todas las condiciones favorecedoras de la cruzada: había crecido la población, había mejorado la economía; los hijos de los nobles estaban sedientos de aventuras y causaban problemas (especialmente en el norte, donde los mayorazgos dejaban a muchos sin más oficio ni beneficio que el de la guerra).

El entusiasmo de los cruzados fue contagioso. Antes de marchar a Oriente, muchos pequeños nobles y caballeros vendían o hipotecaban sus propiedades para comprar el equipo necesario y contar con un remanente para gastos personales. La súbita demanda encareció el precio de la moneda de plata y oro; la abundante oferta abarató el precio de la tierra.

El objetivo de la Primera Cruzada, el rescate de los Santos Lugares, se cumplió con aparente facilidad. Jerusalén fue parcialmente repoblada por europeos y se convirtió en capital de un reino cristiano de estructura feudal, similar al francés.

Con la conquista de Jerusalén quedaba libre el camino tradicional de los peregrinos y quedaba también abierta la rica ruta de la seda que codiciaban los emporios mercantiles italianos (Venecia, Génova, Pisa…). Se reanudó el flujo de productos de lujo que demandaban las clases pudientes de Europa: especias, seda, lino, pieles, camelotes, tapices y orfebrería.

Después de la conquista de Jerusalén, la mayoría de los cruzados regresaron a sus lugares de origen, donde los esperaban sus castillos y sus mujeres.[294] Sólo unos trescientos caballeros y algunos miles de peones optaron por establecerse en Tierra Santa para defender las conquistas cristianas o para medrar en la nueva tierra. Aquella estrecha franja de terreno rodeada por un océano de musulmanes hostiles se fragmentó en diminutos reinos o condados que lograron mantenerse durante casi dos siglos (entre 1095 y 1291) gracias a un precario equilibrio diplomático y militar. Por una parte, les favoreció la crónica desunión de los musulmanes y sus rencillas internas; por otra, el apoyo militar europeo. Cuando la situación era apurada, los papas predicaban nuevas cruzadas, hasta ocho en total, y enviaban refuerzos.

Los musulmanes contaban con voluntarios de la fe o mujaidines consagrados a la guerra santa que combatían junto a las tropas regulares. Los latinos idearon una versión cristiana de este voluntariado en las órdenes militares, los templarios y los hospitalarios, monjes guerreros que defendían las fronteras cristianas.

Las órdenes militares mantenían sus ciudades y castillos gracias a las finanzas y a los reclutas que recibían de sus encomiendas de Europa. Un capítulo importante de los gastos militares se destinaba a pagar a miles de mercenarios turcos al servicio de los cristianos (los turcopolos).

Los caballeros cristianos luchaban cubiertos de lorigas de mallas y atacaban en cargas cerradas. Ana Comneno, hija del emperador de Bizancio, escribe: «Si se lanza una manzana contra los francos no caerá al suelo sin golpear antes a un caballo o a un caballero.» Como armas ofensivas utilizaban la lanza, la espada, el hacha, la maza y el látigo de hierro (estas dos últimas diseñadas para romper huesos).

Los musulmanes basaban su táctica en la movilidad de sus jinetes ligeros, que acosaban al enemigo evitando el enfrentamiento directo. Su arma favorita era el arco, con el que flechaban incluso a galope.

En 1187, Saladino, sultán de Egipto y de Siria, aniquiló al ejército cruzado de Guido de Lusignan en los Cuernos de Hattin. Entre las docenas de prisioneros figuraba el famoso caballero bandido Reinaldo de Châtillon al que Saladino decapitó personalmente.[295] La misma suerte corrieron los caballeros templarios y hospitalarios capturados.

Tras la batalla de Hattin, Jerusalén y todo el reino latino cayeron en manos musulmanas. Sólo resistieron algunas ciudades costeras que podían ser avitualladas por mar, desde Chipre.[296]

La caída de Jerusalén (con el sepulcro de Cristo) conmocionó a la cristiandad. El papa se apresuró a convocar una nueva cruzada, la tercera, en la que participaron Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra; Felipe II Augusto, rey de Francia, y Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio.

La cruzada comenzó con mal pie: los alemanes se volvieron a su tierra después de que Federico I se ahogara mientras se bañaba en el río Salef (ubicado en la actual Turquía). Los franceses también regresaron a sus hogares después de la toma de Acre (1191). Ricardo Corazón de León, escaso de tropas, pactó treguas con Saladino, que estaba ya agotado y enfermo (murió a los pocos meses). Ricardo también emprendió el camino de regreso a su reino. Murió a consecuencia de una herida menor que se le gangrenó (el episodio se escenifica en la memorable película Robin y Marian de Richard Lester).[297]

En 1199, el papa Inocencio III convocó una nueva cruzada, la cuarta. La meta era esta vez el sultanato de Egipto, aquejado de turbulencias a la muerte de Saladino, pero el jefe de la cruzada, Bonifacio de Monferrato, se conchabó con Venecia y Alejo IV, pretendiente del trono de Bizancio, para atacar primero Constantinopla, destronar al emperador Alejo III Ángelo y entronizar en su lugar a Alejo IV. Un desastre. El papa excomulgó a los cruzados, Alejo IV no cumplió lo prometido, y fue a su vez depuesto por otro Alejo (el V, llamado Ducas). Los cruzados, sintiéndose burlados, asaltaron Constantinopla, como queda dicho, la saquearon y cometieron en ella toda clase de desmanes.[298]

La ferocidad y rapacidad de los cruzados en Constantinopla no es un hecho aislado sino que responde a los usos de la época. Durante el sitio de Antioquía, en la primera cruzada, el caudillo Bohemundo de Tarento ordenó a sus cocineros que asaran a unos cuantos prisioneros turcos para mejorar con su carne el rancho de la tropa. La noticia, transmitida por los espías, alcanzó prontamente el campo enemigo y logró el efecto que el astuto Bohemundo se había propuesto: aterrorizar al adversario.[299]

Las crónicas están repletas de matanzas. La de Beha al-Din describe el campo en torno a Acre sitiado por Saladino: «Los muertos cubrían los campos, cadáveres tumefactos o descarnados que exhalaban bajo el sol un olor pestilente, sobrevolados por buitres y visitados por chacales, invitados al festín.»

Un cronista cristiano cuenta que «sobre el río Belús corrieron ocho días de sangre bien cumplidos, carroña y grasa, en cantidades tales que el ejército no podía beber agua».

Los cruzados asaltan Jerusalén (dibujo de Gustave Doré).