La dinastía carolingia fue flor de un día. Reyes más débiles sucedieron a Carlomagno que no supieron estar a la altura. Y, mientras tanto, una segunda invasión de bárbaros se abatía sobre Europa: por el norte atlántico, los piratas vikingos; por el sur mediterráneo, los piratas musulmanes, y por el este continental, procedentes de las estepas de Asia, los magiares.
Vayamos por partes.
Los vikingos o normandos, un conjunto de pueblos rubios y de ojos azules procedentes de Escandinavia, recorrían las costas de Inglaterra y Francia con sus veloces y estilizados navíos (los drakares, o «dragones», así llamados porque solían lucir en la proa la cabeza de un dragón), y saqueaban e incendiaban los pueblos costeros y, muy especialmente, los ricos monasterios. Nada los detenía. Incluso se atrevieron a remontar los ríos en busca de sus presas: el Sena para saquear París (845), el Guadalquivir para saquear Sevilla (844) y el Ebro para desvalijar Pamplona, donde hasta secuestraron al rey (858).[267] Del mismo modo, remontando el Volga y otros ríos rusos alcanzaron las riquezas del mar Negro e intentaron (infructuosamente) tomar Constantinopla, cuyo emperador contrató a algunos como guardia personal.[268]
La presa favorita de los vikingos eran los monasterios, donde sabían que iban a encontrar oro, plata (el utillaje sagrado: cálices, relicarios, casullas…) y una despensa abundante y selecta en la que sacar el vientre de mal año. Los amedrentados monjes añadieron una nueva invocación en las letanías: A furore Normannorum libera nos, Domine («Señor, líbranos del furor de los normandos»). Con todo hay que decir que los vikingos no eran tan brutos como los pintan. Ni se adornaban con cuernos, ni bebían en los cráneos de sus enemigos como propagan los tebeos y las películas.[269] Antes bien parece que no eran mala gente y que actuaban impulsados por la necesidad, porque su población había crecido por encima de los recursos.
Cuando se les daba con qué, preferían ganarse la vida sin violencias. Algunos de los que saquearon Sevilla llegaron a un acuerdo con los moros y se establecieron en la Isla Menor (en el Guadalquivir), donde se dedicaron a la cría caballar y a la elaboración de quesos. Los varegos suecos comerciaron por tierras de Rusia (y refundaron Kiev). Incluso los hubo que, en busca de nuevas tierras, se aventuraron por aguas atlánticas afrontando la criminal inocencia del mar[270] con sus frágiles drakares, y llegaron a las costas americanas de Groenlandia, Terranova y Canadá, en torno al año 1000, pero, aunque fundaron alguna colonia, con su sede episcopal y todo, no perseveraron en ella.[271] Donde sí echaron raíces fue en la Normandía francesa (donde el rey franco le concedió al caudillo Rollón un ducado en 912) y en Sicilia, que se gobernó más de un siglo con una dinastía normanda.
En cuanto a los piratas musulmanes que por la misma época actuaban en el Mediterráneo cabe precisar que partían de puertos norteafricanos (o andalusíes: Pechina, Denia…). Además de capturar barcos en alta mar, saqueaban localidades costeras. Con el tiempo se hicieron más osados y reunieron escuadras numerosas capaces de ocupar Sicilia o Creta y de alcanzar con sus saqueos incluso las costas inglesas.[272]
Los magiares cierran el ciclo de las segundas invasiones: devastaron regiones alemanas, italianas y francesas hasta que, derrotados por el germano Otón I, perdieron fuelle y se establecieron en la actual Hungría (que todavía se llama Magyarország, o «país de los magiares»).
Drakar vikingo en el Museo de Oslo.