CAPÍTULO 60

El Sacro Imperio Romano Germánico

El título de emperador se transmitió de padres a hijos entre los sucesores de Carlomagno (Francia siempre rectora de Europa), pero la dinastía carolingia duró poco más de un siglo (751-924) y el imperio se fragmentó en principados feudales (Flandes, Borgoña, Aquitania…).

El título imperial cayó en desuso hasta el año 962, en que otro papa se lo concedió a Otón I, de la casa real de Sajonia, vencedor de los bárbaros (húngaros y eslavos, como Carlos Martel venció a los musulmanes).

Así fue como el imperio, que en un principio recaía en Francia, se desplazó hacia Alemania.

Bajo la nueva gerencia, el imperio se denominó Sacro Imperio Romano Germánico.[263] Esta vez duraría un milenio y abarcaría, en sus mejores tiempos, todo el centro de Europa (Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, República Checa y Eslovenia, este de Francia, norte de Italia y oeste de Polonia).

¿Y el resto de Europa? En el resto, fuera de la sombra del imperio crecieron y se robustecieron las monarquías nacionales (España, Francia, Inglaterra…).

Queda dicho que la secreta intención del papado al resucitar el imperio difunto fue la de servirse del emperador como de un guardia de la porra para imponer su voluntad a la cristiandad. No obstante, algunos emperadores salieron respondones y se enfrentaron al papa.[264] Veamos la movida.

En el siglo XI, los emperadores se habían tomado tan a pecho la idea de que lo eran por designación divina (cesaropapismo) que dieron en consagrar obispos y dignatarios eclesiásticos como si el papa no pintara nada (no les importaba que los designados, a menudo hijos menores de nobles, estuvieran casados, que ignoraran la doctrina cristiana y que no supieran ni decir misa).

Gregorio VII, un monje cluniacense de fuerte carácter ascendido a pontífice, se propuso recuperar el terreno perdido y publicó un Dictatus Papae en el que advertía que «el papa es señor supremo del mundo, al que todos le deben sometimiento incluidos los príncipes, los reyes y el propio emperador», o sea la teocracia pontificia.

El emperador Enrique IV hizo caso omiso y continuó con sus nombramientos, lo que provocó el rifirrafe denominado «Querella de las Investiduras».[265] Al final, ante el temor de perder los respectivos pesebres, firmaron el Concordato de Worms (1122), que reservaba al papa la facultad de designar a los obispos y dejaba al emperador los asuntos temporales.

La competencia entre emperador y papa por el Dominium Mundi («dominio del mundo») se prolonga a lo largo de los siglos XII y XIII. En Alemania e Italia surgieron dos partidos: los güelfos, partidarios del papa, y los gibelinos, partidarios del emperador. En los castillos se construían almenas güelfas (rectas) o gibelinas (en cola de golondrina) según la obediencia del señor.

Con el tiempo, el emperador fue perdiendo autoridad, especialmente cuando sus decisiones se sometieron a la aprobación de un parlamento, la Dieta, integrada por príncipes de los Estados imperiales y por representantes de las ciudades libres. Los miembros de la Dieta eran, al propio tiempo, electores de cada nuevo emperador.[266]

A partir del siglo XV, el título imperial se transformó en hereditario de los duques de Austria, la dinastía de los Habsburgo, y se deterioró tanto que acabó siendo «ni sacro, ni romano, ni imperio» (Voltaire), pero, como la sangre azul es tan vanidosa, lo mantuvieron sobre el papel hasta que Napoleón lo disolvió en 1806.