CAPÍTULO 59

Oratores, pugnatores y laboratores

Altar y Trono se conchabaron para dividir la sociedad medieval en tres estamentos: oratores, pugnatores y laboratores. Los oratores eran los clérigos, gente de sotana cuyo oficio consistía en embaucar a los humildes para que soportaran los abusos de los poderosos con la promesa de un premio (el cielo) o la amenaza de un castigo (el infierno).[260]

Los pugnatores eran los nobles y caballeros que supuestamente defendían a la sociedad de camorristas y abusones, o sea, de ellos mismos. Finalmente, los laboratores eran el sufrido pueblo, los aperreados currantes que doblaban el espinazo de sol a sol para mantener, con el fruto de su trabajo, a las otras dos clases improductivas.

Con el sudor de los humildes, las clases privilegiadas se construían sus castillos e iglesias y les dejaban lo justo para que no se ahilaran de hambre. Por lo menos les quedarían agradecidos, pensará el incauto lector. Ni siquiera eso. El infante don Juan Manuel (el aristócrata autor del Libro del conde Lucanor) señala: «Como son menguados de entendimiento por torpedat pueden caer en grandes yerros non lo entendiendo, por ende son sus estados peligrosos para el salvamento de las almas.»[261] Toma ya.

No ha quedado mucho testimonio material de estas pobres gentes que habitaban chozas miserables, poco más que zahúrdas. Por eso la falsa idea que tenemos de la Edad Media es la de sus palacios, catedrales y castillos, los monumentos construidos con el producto de la explotación de aquellos desgraciados.

La Iglesia había conseguido el respeto y el acatamiento de los bárbaros. Después remató su magistral jugada reinstaurando el Imperio romano bajo su tutela (o, al menos, una sombra del Imperio romano). El año 800, el papa León III coronó a Carlomagno, hijo y heredero de Pipino, con el antiguo título de los césares romanos, Imperator Augustus (caído en desuso tras las invasiones bárbaras).[262] Fue una vistosa ceremonia en la basílica de San Pedro iluminada con una constelación de lámparas y abarrotada de clérigos y cortesanos. Después de coronado, los concurrentes aclamaron por tres veces al flamante emperador: Karolo, piisimo Augusto, a Deo coronato, magno et pacifico imperatore, vita et victoria! («¡Vida y Victoria a Carlos, piadoso augusto, por Dios coronado, grande y pacífico emperador, vida y victoria!»).

El rey franco se convertía en el defensor oficial de la Iglesia y en su brazo armado.