CAPÍTULO 58

Aceite santo en la cabeza del rey sagrado

Parecía que el antiguo Imperio romano había recobrado cierta estabilidad cuando la súbita irrupción del islam volvió a trastocarlo todo. La joven y pujante religión se extendía como una mancha de aceite por las antiguas y cristianas tierras que un día pertenecieron al Imperio romano e incluso más allá de ellas. Los nuevos bárbaros seguidores de Alá conquistaron medio Imperio bizantino, todo el norte de África, el reino visigodo de Hispania y extensos territorios de las Galias… Afortunadamente, el caudillo franco Carlos Martel (o sea «Martillo», como lo llamaban por su contundencia) logró frenarlos y los obligó a replegarse a este lado de los Pirineos.

El islam no era sólo una potencia militar. Era también una religión más simple y flexible que la cristiana que venía a competir con ella por el dominio de las almas. Esto alarmó sobremanera al Santo Padre y lo sumió en profundas meditaciones. La competencia nos arruinará el negocio, debió de pensar. ¿Qué hacer?

La cristiandad necesitaba una cabeza visible, un caudillo fuerte y decidido, con visión amplia de la jugada (la que se tenía en la universalista Roma), un árbitro que terminara con las continuas disputas entre reinos cristianos y los uniera contra el enemigo islámico. ¡Cómo se añoraban los buenos tiempos de Roma, cuando la voluntad del César se acataba en los confines del mundo!

La empresa de aunar a los germanos en un objetivo común no era fácil. Se regían por monarquías electivas, no hereditarias, y no siempre vitalicias. Los golpes de Estado menudeaban en sus dos variantes: o le cortaban la cabeza al rey cesante o solamente le cortaban la cabellera, símbolo del poder, y lo encerraban en un monasterio.

La Iglesia necesitaba un campeón que defendiera su negocio (o sea, el de la cristiandad) frente al islam. ¿Dónde encontraría el papa un caudillo fuerte y decidido? El Santo Padre volvió su mirada hacia el reino franco, el más poderoso de Europa. La única contrariedad era que los últimos reyes francos (los llamados «reyes holgazanes») eran meros peleles en manos de sus mayordomos de palacio.

El papa encontró la solución: démosle el poder al mayordomo de palacio.

Al último mayordomo de palacio, Carlos Martel, el que derrotó a los musulmanes, lo había sucedido en el cargo su hijo Pipino, que parecía tan enérgico y capaz como el padre.

El papa se entendió con él. «¿Quién debe reinar sobre los francos, el que ejerce como rey o el que lleva la corona?», le preguntó Pipino intencionadamente. El papa, sutil como ellos suelen ser, respondió: «El que es rey de hecho debe serlo de derecho.»

O sea: destituye al tonto del rey, que la Iglesia te respalda.

Pipino depuso al rey, lo tonsuró y lo encerró en el monasterio de San Bertin.[254] Fin de la dinastía merovingia y comienzo de la carolingia.

Ya tenía la Iglesia su campeón. Ahora necesitaba protegerlo de posibles competidores (esa proclividad a los golpes de Estado de los bárbaros). Sacralicémoslo, pensó el papa en su papel de gran brujo de la tribu. Y rescató del Antiguo Testamento una ceremonia sagrada por la que los profetas ungían a los reyes del antiguo Israel: la unción con óleo santo (Saint-Chrême).[255]

El papa pronunció unos convenientes latines al tiempo que derramaba sobre el real colodrillo una redomilla con aceite de oliva bendito (el óleo santo) en una solemne ceremonia realizada en 754 en la basílica de Saint-Denis (Reims). De este modo, el usurpador Pipino quedó convertido en rey sagrado «por la gracia de Dios», en un «Nuevo David». El rey ungido con aceite santo era inviolable en su persona puesto que el propio Dios lo legitimaba, a través de su vicario, para dirigir al pueblo que le había confiado. El que atentara contra él o intentara derrocarlo se aseguraba la excomunión y la condenación eterna.

A cambio del birlibirloque en el que la Iglesia sólo ponía gorigoris, solemnidad, inciensos y oraciones en latín, o sea, teatro y humo, Pipino quedaba obligado a proteger a la Iglesia y a secundar sus ambiciones terrenales pues, aunque su reino no es de este mundo, los papas aspiraban a recibir tierras y bienes.[256]

El Santo Padre no tardó en presentar factura por sus servicios: primero solicitó de Pipino que rompiera su alianza con los lombardos (otro pueblo bárbaro, aún pagano, que no admitía la autoridad papal), y después lo enfrentó a ellos. Pipino les arrebató diversos territorios, que engrosaron el patrimonio de la Iglesia y constituyen el germen de los Estados Pontificios.[257] Una jugada maestra, ¿no?

Con la consagración de Pipino, la Iglesia instituyó el derecho divino de los reyes (versión cristiana de la deificación de los césares pagana), esa pamema que unirá indisolublemente Altar y Trono, o sea clero y aristocracia, a lo largo de los siglos, en la tarea de pastorear (y ordeñar) a los pueblos.[258] Ésa es la remota razón de la sinrazón de la institución monárquica gracias a la cual progenies de vividores trincones parasitan el erario público de unos cuantos países de la avanzada Europa del siglo XXI con el pretexto de un supuesto carisma sagrado que se transmite de padres a hijos (la estirpe real). Una irracionalidad incrustada en sociedades racionales.[259]