CAPÍTULO 55

Papas, obispos, monjes

Recapitulemos: el Imperio romano ha desaparecido engolfado por la marea de los bárbaros, pero ellos, a su vez, se han dejado conquistar por la religión del imperio, el cristianismo, que les ha inculcado una inquietante creencia: si no obedezco a la Iglesia padeceré eternamente en el fuego del infierno.[241] Nada menos.

El obispo de Roma, tras asistir, con paternal benevolencia, al reparto del imperio latino entre los bárbaros,[242] ocupó el vacío de poder que dejaba la desaparición de los césares y se puso al frente de la Ciudad Eterna. Fortalecido por el prestigio alcanzado entre aquellas gentes elementales se segregó de la iglesia oriental (de la que hasta entonces la occidental había sido un mero apéndice),[243] y empezó a actuar como monarca de la Iglesia.[244]

Jesús, el Jesús histórico, había creído, como muchos en su tiempo, la inminencia del fin del mundo. Por eso aconsejó a sus seguidores: «Vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y sígueme» (Mt. 19, 21). Este ideal de vida, que Jesús enunció porque estaba erróneamente convencido de que quedaban cuatro días mal contados para el Juicio Final, se demostró francamente difícil de cumplir sin los apremios del inminente acabamiento del mundo.[245] Especialmente cuando el cristianismo dejó de ser una secta judía integrada por exaltados para convertirse en una religión de conveniencia designada (y diseñada) por Constantino como culto oficial del Imperio romano.

En vista de la dificultad que entrañaba la observancia del ideal cristiano (ni siquiera la propia Iglesia ha sido capaz de seguirlo), los nuevos adeptos lo consideraron una metáfora que no debía tomarse al pie de la letra. Sin embargo, los creyentes más fervorosos o fanáticos, los fundamentalistas diríamos ahora, decidieron acatar ese exigente principio y escogieron vivir en la pobreza y en la oración. Ése fue el origen del monacato cristiano en sus dos variantes: la anacorética de san Antonio Abad (251-356), y la monástica de san Pacomio (286-346).