CAPÍTULO 54

La reina de las ciudades

Constantinopla había heredado la grandeza de Roma pero estaba mucho mejor emplazada que ella: en el estrecho del Bósforo, lo que le permitía controlar el mar Negro (que enlazaba con el norte de Europa y Rusia) y el paso de Europa a Asia. Los basileos controlaban desde su estratégica capital el comercio del mundo y muy especialmente la ruta de la seda, por la que llegaban a Occidente los productos de China y la India.[230]

Durante la Edad Media, Constantinopla sería la mayor y más rica ciudad de Europa, «la reina de las ciudades» (Basileuousa Polis), y su emperador, el soberano más prestigioso. Especialmente, Justiniano el Grande (527-565), que casi logró restaurar el antiguo Imperio romano.

El ceremonial de la corte bizantina, heredado del persa, ensalzaba el carácter divino del emperador. Todo el que comparecía ante el basileos debía observar la proskynesis (προσκύνησις) o adoratio, consistente en tumbarse boca abajo en el suelo y aguardar a que le permitiera levantarse. La ceremonia resultaba especialmente humillante para los embajadores occidentales que veían en ella la malévola intención de mostrar la superioridad del imperio oriental frente a los reinos bárbaros que habían sustituido al occidental.[231]

La divina majestad del basileos se reflejaba en la etiqueta de la familia imperial, minuciosamente regulada, incluido el paritorio de palacio, una sala revestida en suelo, techo y paredes de piedra púrpura o pórfido.[232]

Los bizantinos eran muy discutidores y podían enzarzarse durante días en especulaciones teológicas. ¿Tienen sexo los ángeles? —se preguntaban—. ¿Son lícitas las imágenes religiosas? ¿Emana el Espíritu Santo de la segunda persona de la Trinidad, el Hijo, o solamente de la primera, el Padre? Esas discusiones inútiles y nada prácticas, pero enconadas, que aún hoy denominamos bizantinas. Propias de gente que tiene la vida resuelta y no sabe qué hacer con su tiempo. (Eran ricos los bizantinos… hasta que dejaron de serlo.)

Recordará el lector que los césares romanos contentaban al pueblo con panem et circenses, pan y circo, o sea repartos de trigo y espectáculos gratuitos. El circenses de los bizantinos eran las carreras de caballos con cuadrigas como las que vimos en la película Ben Hur. El hipódromo era el edificio más concurrido de Constantinopla y el eje de su vida social. La afición se dividía entre dos equipos rivales, los «verdes» y los «azules» (los colores de los dos establos del hipódromo), cada uno con sus caballos y sus aurigas.

Los hinchas lucían prendas del color del equipo y se reunían en tabernas y lugares de diversión a corear himnos o a charlar sobre las incidencias de la última carrera, sobre los futuros fichajes de caballos o aurigas. Era frecuente que los más exaltados acabaran a estacazos con los del equipo contrario (como hoy los ultras del fútbol).

Esta rivalidad deportiva ocultaba discrepancias políticas y religiosas. Los azules eran aristocráticos y ortodoxos; los verdes, populares y monofisitas.[233]

El Imperio bizantino era rico, pero también tenía que atender a cuantiosos gastos para mantener la vida lujosa de la corte y las limitanei («guarniciones de frontera»), siempre amenazadas por los bárbaros y los no tan bárbaros (la Persia sasánida). En algunas ocasiones, la excesiva presión fiscal provocó motines.

La asonada más famosa, conocida como Nika, «Victoria» (por el grito de los sublevados), ocurrió en 532, bajo el reinado de Justiniano. Era día de carreras y una muchedumbre exaltada abarrotaba el hipódromo. Cuando el emperador compareció en el palco imperial algunos verdes lo increparon por la carestía de la vida (los «indignados», podríamos decir). Los guardias intentaron acallarlos, pero el resto del distinguido público se puso a corear improperios y hasta los azules se sumaron espontáneamente a la protesta. ¡Los irreconciliables adversarios unidos contra el emperador, lo nunca visto!

Asustado por el griterío, Justiniano abandonó su palco y se retiró al palacio (por un pasadizo que lo comunicaba con el hipódromo) mientras la revuelta popular se extendía por toda la ciudad. Siguieron seis días de saqueos e incendios de edificios gubernamentales. Superado por los acontecimientos, Justiniano pensó en huir por mar, pero su esposa, la bella emperatriz Teodora, conservó la calma y encomendó al general Belisario la represión de los insurrectos. «Trátalos como si fueran perros rabiosos», le dijo. Belisario los devolvió al hipódromo y pasó a cuchillo a los que pudo atrapar, unos treinta y cinco mil de ellos. Los otros se amansaron, claro.

Esta emperatriz Teodora (501-548) es una de las mujeres más admirables de la historia. Las feministas me agradecerán que me demore en ella. Huerfanita y pobre, grandes ojos de mirada desamparada, pechitos pugnaces, cuerpecito flexible, longuilíneo y atractivo, desde su más tierna infancia tuvo que ganarse las habichuelas como artista de circo. Su número más celebrado consistía en tenderse en el suelo, desnuda, con medio celemín de cebada cubriéndole la entrepierna, para que una voraz manada de gansos picoteara entre sus muslos abiertos al tiempo que ella fingía un devastador orgasmo con tal realismo que hubiera encalabrinado al santo Job. Con esas habilidades no es extraño que antes de abandonar la pubertad fuera ya la prostituta más cotizada de Constantinopla. Justiniano, el sobrino del emperador, se encoñó de ella y consiguió de su tío que suspendiera temporalmente la estricta ley social que impedía a los nobles casarse con putas.

La antigua meretriz se convirtió en una esposa estupenda y en una prudentísima y sabia consejera. Esta especie de Evita Perón dictó sabias leyes de protección a la mujer.[234] A su muerte (porque también murió prematuramente de cáncer, como la argentina) fue elevada a los altares por la Iglesia ortodoxa.[235]

Justiniano se había propuesto recuperar las tierras del antiguo Imperio romano ocupadas por los bárbaros (recuperatio imperii) y reconstruir bajo su dominio el antiguo Imperio romano (Renovatio imperii romanorum). Él no era persona de armas ni sabía mandar tropas, como Alejandro o César, pero contaba con dos generales excepcionales, Belisario y Narsés,[236] que le conquistaron el reino vándalo de Cartago (534), el reino ostrogodo de Italia (550) y una porción del visigodo de España (552).[237] Una notable hazaña si se piensa que, además, mantuvo a raya a los eslavos, búlgaros y persas que amenazaban sus fronteras.[238]

Bizancio.

Santa Sofía.

Justiniano heredó un funcionariado corrupto al que intentó reformar con sabias leyes. Algunas de sus declaraciones al respecto no han perdido vigencia (dicho sea sin señalar a nadie): «Los gobernadores deben proteger a los súbditos contra la opresión, rehusar todo regalo, ser justos en los juicios y decisiones administrativas, perseguir el delito, proteger al inocente, castigar al culpable, de acuerdo con la ley, y, en general, tratar a los súbditos como un padre trataría a sus hijos.»[239]

La obra más perdurable de este ilustre gobernante fue la basílica de Santa Sofía, un templo cubierto por una cúpula impresionante que parece «suspendida del cielo por una cadena de oro» (Procopio). Vale la pena turistear por la moderna y turca Estambul sólo por el placer de visitarlo y sentir con su grandeza la de Bizancio.[240] Santa Sofía es, junto con su recopilación de las leyes de Roma (el Corpus iuris civilis Justiniani), el más perdurable testimonio de la grandeza de la civilización grecorromana.