En mi juventud arqueológica participé en la excavación de una villa romana en Hornos de Peal (Jaén). La villa había sido incendiada (¿por los bárbaros?) hacia el siglo IV, pero entre sus expoliadas ruinas aún aparecían las tuberías de plomo que en su día llevaban agua corriente a las fuentes y a los baños. Los excavadores, sin embargo, no disfrutábamos de esa comodidad y debíamos acarrear el agua en cántaros de una fuente, distante más de un kilómetro. Cerca de la villa, salvando un barranco, entre bancales de olivos, había un pequeño acueducto romano todavía en servicio, con dos hiladas de arcos. Por un defecto de construcción, los machones de los superiores no coincidían con los inferiores, indicio evidente de que el ingeniero que lo construyó no era tan hábil como los de antes… señales todas de decadencia.
Pasado el tiempo, y después de muchas lecturas y reflexiones, advierto que las invasiones bárbaras que incendiaron aquella villa no se hubieran producido si el maestro de obras que dirigió la construcción del acueducto hubiera sido capaz de interpretar debidamente los planos del ingeniero. No fue posible porque la antigua excelencia se había perdido, los controles de calidad fallaban, los productos no eran tan buenos como antes, ni las personas tan firmes y laboriosas. No se encontraban ya los artesanos diestros que echaba en falta, páginas atrás, Cipriano de Cartago. El mundo romano había decaído y boqueaba cansado y arrimado a las tablas, en espera de que el mundo bárbaro viniera a darle la puntilla.
Las invasiones bárbaras significaron una calamidad y un gran retroceso para la cultura grecorromana. Todos los avances aportados por Roma a su dilatado imperio, aquella Europa unida bajo la ley y la paz romana, se fueron por el desagüe de la historia. Se trastocaron las funciones del Estado. Dejaron de funcionar los tribunales, la policía y las escuelas. Las carreteras y los edificios se arruinaron por falta de mantenimiento, la industria retrocedió, las ciudades se despoblaron y los caminos se tornaron peligrosos.
A la radiante civilización urbana sucedió una sociedad rural, atrasada, que malvivía sin moneda ni comercio, otra vez en una economía de subsistencia basada en el trueque.
La propia Roma que, en sus buenos tiempos, había rebasado el millón de habitantes quedó reducida a una población de no más de veinte mil… Fue un retroceso de siglos (así funciona la historia, no siempre se avanza). Afortunadamente, aquellos bárbaros, aunque eran gente belicosa y primitiva, se amansaron y se civilizaron en contacto con la población sometida. Conquistaron el Imperio romano, pero también la cultura grecorromana los conquistó a ellos. El mausoleo del ostrogodo Teodorico (hacia 520) en Rávena testimonia ese aserto: a simple vista parece una tumba romana, circular, turriforme, de pulido mármol, de las que encontramos en la vía Apia de Roma o en las afueras de Pompeya, pero no la cubre una airosa bóveda de ladrillo o puzolana,[225] como podríamos esperar, sino un rotundo bloque monolítico de casi trescientas toneladas que nos recuerda los dólmenes.[226] El propio Teodorico confirma en su biografía la fusión de barbarie y romanidad: era un ostrogodo rubio como la cerveza, pero su padre lo educó principescamente en Constantinopla, con preceptores que le inculcaron el amor por las artes y las letras.
Animado por el emperador de Bizancio, Teodorico arrebató Italia a los hérulos y fundó un reino ostrogodo cuya capital, Rávena, llenó de monumentos en un intento de emular la grandeza de Roma y Bizancio.
Como Teodorico, al contacto con la cultura grecorromana, los bárbaros atemperaron su barbarie y, aunque nunca se recuperaron los niveles del racionalismo griego, pragmatismo romano y cohesión social que el imperio había disfrutado en sus últimos tiempos, se realizaron notables avances culturales. Tras el mestizaje de los invasores con la población autóctona nacieron las lenguas romances derivadas del latín (francés, español, italiano, portugués, catalán, gallego, etc., hasta rumano).
La cristianización de los bárbaros se debió más a causas políticas que religiosas. Sus caudillos abrazaban el cristianismo por una cuestión de prestigio, por imitar a los refinados romanos. En aquellos tiempos recios era costumbre que cuando un jefe abrazaba una nueva religión sus súbditos lo imitaban automáticamente (no al contrario, como ahora).[227] A veces la conversión se efectuaba por vía vaginal: el rey franco Clodoveo se prendó de Clotilde, cristiana, y ella le dio la tabarra con sus escrúpulos de conciencia («Esta noche no, amor, Clovito mío, que estoy triste porque eres pagano») hasta que el hombre, resignado, abdicó de sus creencias y se inscribió en la secta de la cruz.[228]
En los buenos tiempos de Roma, la creadora del derecho civil, el Estado amparaba al ciudadano dondequiera que estuviese. Cuando el poder central flaqueó, el ciudadano común quedó a merced de los abusos del fuerte. Como en los tiempos anteriores a Roma, los humildes tuvieron que buscar la protección de los poderosos (la mentada escena de El Padrino). Con ello la influencia de los nobles terratenientes aumentó y se marcaron más claramente, si cabe, las dos grandes clases sociales resultantes: potentiores y humiliores. En el fondo, las de siempre: los que tienen y los que no tienen. Los que necesitan protección y los que pueden ofrecerla. A cambio de algo, naturalmente.
Con el declive de la industria y el comercio, se terminó la cultura del ocio. El cristianismo había clausurado los teatros y los circos. Los gimnasios eran lugares sospechosos de cobijar ofensas a la moral. Las tabernas y los prostíbulos cerraban; las bibliotecas, también (cuando no las quemaban para destruir la cultura pagana como seguramente hizo el virtuoso obispo Teófilo con la de Alejandría).[229]
Las tristes e inseguras ciudades se despoblaron: la gente se mudaba al campo, donde era más fácil subsistir. Los ricos dejaron arruinarse sus palacios y se fueron a vivir al campo, a sus grandes fincas, a lujosas villae fortificadas, protegidos por sus propios guardias. Los artesanos y los artistas, faltos de compradores, tuvieron que reciclarse en campesinos. El comercio decayó, la gente volvió a una economía de subsistencia basada en el trueque de productos básicos. Creció el analfabetismo. La sociedad se ruralizó. El retroceso general también afectó a la agricultura. Se labraba con arado romano, de palo, tirado por bueyes cansinos, con un yugo en los cuernos, y en cultivos de año y vez que apenas rendían cinco veces lo sembrado. Los más humildes debían complementar su escasa dieta con productos recogidos en los bosques.
La cultura, en manos de la Iglesia, se refugió en los monasterios, donde pacientes monjes copiaron y preservaron el legado clásico, ciertamente, pero también destruyeron todo lo que incomodaba a la Iglesia y falsificaron muchos textos para favorecerla o justificar sus abusos. Esa minoría de clérigos cultos (san Agustín, san Isidoro, san Jerónimo…) fue como una lamparita que apenas alcanzaba a iluminar el vasto océano de tinieblas de una mayoría analfabeta, en la que también se incluyen nobles e incluso reyes (el propio Carlomagno, que apadrinaría cierto renacimiento cultural, era analfabeto, y firmaba los documentos con gran trabajo, sacando aplicadamente la lengua mientras se concentraba en la faena).
Acueducto de Hornos de Peal.