La aterrorizada población romana ignoraba que lo peor estaba por llegar. Los germanos que ocupaban sus provincias se habían amansado algo en su prolongado contacto con el mundo civilizado, pero los que llegaban detrás, los hunos de las estepas asiáticas, venían completamente asilvestrados.
El jefe huno más famoso, Atila (395-453), puso en jaque tanto a los latinos de Roma como a los griegos de Constantinopla: «Los hunos conquistaron más de cien ciudades, los pobladores de Constantinopla huyeron y los bárbaros asesinaron a tantos que era imposible contar los muertos. ¡No respetaron iglesias ni monasterios, la de monjes y doncellas que degollaron…!»[214]
Los cronistas transmiten una imagen negativa de Atila: «bajo, robusto, las piernas arqueadas de cabalgar, cabezón, ojos hundidos, nariz chata, barba rala, irritable, irascible».[215] Prisco, embajador de Roma ante Atila, cuenta: «Prepararon para nosotros una opípara comida servida en vajilla de plata, pero Atila no comió más que carne en un plato de madera. En todo lo demás se mostró también templado; su copa era de madera, mientras que al resto nos sirvieron en cálices de oro y plata. Atila vestía con sencillez, y de lo único que alardeaba era de limpieza. La espada que llevaba al costado, los lazos de sus zapatos escitas y la brida de su caballo carecían de adornos, a diferencia de los otros escitas, que llevan oro o gemas o cualquier otra cosa preciosa.»
Durante ocho años Atila saqueó a voluntad el antiguo Imperio romano. Incluso llegó a las puertas de Roma y de Constantinopla, aunque no intentó tomarlas. El escéptico lector hará bien en dar por falsa la noticia de que cuando se presentó ante Roma al frente de sus tropas, el año 452, el papa León I le salió al encuentro rodeado de un valeroso grupo de clérigos que entonaban latines y solamente con la santidad que emanaba de su persona inclinó al bárbaro a respetar la ciudad.[216] La verdad es que Roma era un hueso demasiado duro de roer para un ejército debilitado por una larga campaña[217] y muy mermado a causa de una reciente epidemia (recuerden que los microbios son, junto con la desordenada codicia de los bienes ajenos, el gran motor de la historia). A ello habría que añadir que Atila, hombre sensato, aceptaba rescates por las ciudades que respetaba.
Los dos emperadores (el de Roma y el de Constantinopla) y no se sabe cuánta gente más respiraron tranquilos cuando supieron que el tremendo rey de los hunos, el «azote de Dios», el que se decía que «donde pisa su caballo no vuelve a crecer la hierba»,[218] había muerto prematuramente, a los cuarenta y ocho años. Una muerte inesperada, por cierto, a causa, según se dijo, de un percance sufrido en su noche de bodas.[219]
Después de estos cataclismos, el Imperio Romano de Occidente quedaría finalmente dividido en tres reinos germanos: los francos en Francia, los visigodos en España y los ostrogodos en Italia.[220] Los vándalos, por su parte, conquistaron las provincias romanas de África (todo el Magreb) y acabaron estableciéndose en la antigua Cartago (actual Túnez), desde la que se dedicaron a la piratería en el Mediterráneo y hasta intentaron conquistar Italia.[221]
El Imperio Romano de Occidente (el latino) no sobrevivió a los bárbaros. En 476, el hérulo Odoacro destronó al último emperador, Rómulo Augústulo, y despreciando el título de emperador (tan desprestigiado estaba) envió las insignias de su dignidad a Constantinopla.[222]
Al Imperio de Oriente, también conocido por Bizancio, le cupo mejor suerte. Más ricos y mejor defendidos por la geografía, los bizantinos lograron resistir a los bárbaros (a veces desviándolos hacia occidente, contra los latinos, los muy ladinos) y se las arreglaron para sobrevivir durante mil años más antes de sucumbir ante otra clase de bárbaros, los turcos, en 1453.[223]
El Imperio Romano de Oriente, con el emporio comercial de Constantinopla, y sus ricas y pobladas provincias de Asia Menor, Egipto y Siria, había heredado lo mejor del imperio de los césares: el derecho y la administración romanos, el idioma y la civilización griegos y una tradición de intercambios culturales y bélicos con la otra gran civilización del momento, la Persia sasánida, e incluso con el Extremo Oriente, a través de la ruta de las caravanas.
Consciente heredera de Roma, Bizancio se regía por un emperador divinizado (aunque cristiano)[224] que elegía a un sucesor de su familia (que recibía el título de César). Iglesia y Estado, emperador y patriarca, formaban una unidad indisoluble y la práctica de la fe, la «ortodoxia», era el sentimiento nacional predominante.
Guerreros visigodos.