CAPÍTULO 50

Constantino y el triunfo de la cruz

El emperador Constantino, un político pragmático, encaró el problema: aquel imperio no era más que una miscelánea de pueblos carente de unidad y, por lo tanto, tendente a la disgregación. Una religión común podía ser la amalgama que lo integrara todo: «Un Dios, un emperador, una Iglesia, una fe.» A ver, se dijo, ¿cuál es la religión mejor situada en el ranking de los nuevos cultos? ¿La cristiana? Pues ésa va a ser la religión oficial.

Dicho y hecho: el emperador convirtió a la Iglesia en una institución a sueldo del Estado (literalmente, puesto que asignó salarios a los obispos). En adelante lo político primó sobre lo espiritual.[200]

Había un problema: el cristianismo estaba dividido en muchas sectas (marcionitas, montanistas, gnósticos… la tira). Había que unificarlo. A tal efecto, en 325, Constantino reunió en Nicea a unos cuantos obispos apesebrados[201] para que consensuaran, de una vez por todas, los dogmas que todo cristiano debía acatar. Los obispos decidieron que aquel Jesús carpintero en Galilea era el Hijo de Dios encarnado, Jesucristo, un ser divino provisto de dos naturalezas, divina y humana.

Así se escribe la historia. De predicador y modelo de vida religiosa (el zelote estaba ya olvidado), Jesús se transformó en Dios mismo. Todo esto se sustanciaba en una declaración de fe, el Credo,[202] y en una ceremonia, la Eucaristía.[203]

El obispo Siricio (384-399) fue el primero que se tituló papa (del griego pappasπαππάς—, «padre»),[204] y preparó el terreno para las reformas de León I (440-461), que se abrogó el título pagano de pontifex maximus desechado por el emperador de Bizancio e impulsó la idea (de san Agustín) de los dos poderes terrenales: el temporal, que pertenece al emperador, y el espiritual, que pertenece al papa.

La Iglesia se instaló en la caduca estructura del imperio como el cangrejo ermitaño se instala en la caracola, adapta su cuerpo todavía blando a ella y la convierte en su morada.

La Iglesia adoptó la burocracia de los césares y su sistema recaudatorio. Dividió el mundo en provincias, legaciones, magistraturas, jerarquías… Su estructura piramidal duplicó la del Imperio romano: papa (el César), cardenales, obispos, sacerdotes, parroquias y feligreses. Las diócesis coincidieron con las provincias del imperio. Al frente de cada una habría un sínodo metropolitano y provincial. Los obispos controlarían la bolsa del dinero y nombrarían a los sacerdotes.

El «reino que no era de este mundo» se había consolidado hasta constituir un Estado dentro del Estado.

Había un Credo unificador. En adelante, el que no lo observara estrictamente se declaraba hereje, delito no sólo doctrinal sino civil. La ley descargaría su peso sobre los disidentes. Pronto la Iglesia ejecutaría a los desobedientes en nombre del dulce Jesús.

Así fue como, cuando todavía no se habían apagado los ecos de la última persecución anticristiana, la Iglesia se convirtió, a su vez, en perseguidora.[205] Un caso claro de estricta aplicación de la fórmula Montalembert: «Cuando soy débil os reclamo la libertad en nombre de vuestros principios; cuando soy fuerte os la niego en nombre de los míos.»[206]

Cuando el Imperio romano se encaminó a su disolución, los obispos ocuparon el vacío de poder resultante y se aplicaron diligentísimamente a la tarea de convertir al catolicismo a los reyes y caudillos bárbaros que ocupaban los despojos de Roma. El imperio de los césares desapareció, pero en su lugar surgió la cristiandad bajo la autoridad moral, y más tarde política, de los papas y de la Iglesia de Roma.

De este modo se prolongó el contubernio Iglesia-Estado, lo que, con la ayuda de Dios y no poco celo inteligente de los ministros del Altar, se ha conseguido hasta nuestros días.