En el siglo primero, Judea era un reino vasallo sometido a Roma. Como sabemos por la película La vida de Brian, los judíos estaban divididos en un puñado de sectas político-religiosas enemistadas entre ellas y a cual más fanática: saduceos, fariseos, zelotes, bautistas, esenios…
Algo tenían en común: todos creían inminente el advenimiento del Mesías, un caudillo que expulsaría a los romanos y restauraría el reino de Dios prometido por las antiguas profecías.
La secta más extremista eran los zelotes, unos fanáticos abertzales partidarios de la lucha armada. En el extremo opuesto del arco sectario militaban los esenios, ascetas consagrados a la meditación y el estudio, gentes de poco gasto que vivían en comunidades apartadas, en medio del desierto.
Israel producía abundante cosecha de visionarios y profetas.[189] Uno de ellos, Juan el Bautista, un tipo algo selvático, quizá escapado o expulsado de una comunidad esenia, predicaba por los secarrales de Galilea la proximidad del reino de Dios. Alguna vez se acercaba al río Jordán a practicar un antiguo rito purificador, el bautismo.
Entre los seguidores del Bautista se contaba un joven carpintero fariseo, de nombre Jesús, que se haría mundialmente famoso como fundador de una religión que nunca fundó. Cuando el rey Herodes el Grande hizo degollar al Bautista (porque lo pregonaba de incestuoso y pagano), Jesús se radicalizó y se alistó en los fanáticos zelotes. Sus incondicionales (los apóstoles) lo siguieron ciegamente sin pararse a pensar en que aquello era meterse en camisa de once varas.
Los zelotes habían preparado una insurrección armada contra los romanos y sus colaboracionistas saduceos. La rebelión comenzaría en Jerusalén y, con un poco de suerte (eso esperaban), se propagaría a toda Judea. Liberados del yugo romano, restaurarían la soberanía de Israel. ¡Ilusos!
La víspera de la Pascua, la fiesta grande de los judíos, los conjurados se concentraron cerca de Jerusalén. Al día siguiente, entrarían en la ciudad, con las armas ocultas, confundidos entre la multitud de devotos que acudían al Templo.
El plan era simple, pero se fastidió. Informados por sus espías, los romanos atacaron el campamento zelote y capturaron a algunos conjurados, Jesús entre ellos, a los que acusaron de sedición (laesa maiestas populi romani). Como era de esperar, los crucificaron.[190]
Muerto Jesús, sus seguidores constituyeron la secta cristiana, una más de las muchas que coexistían en el seno del judaísmo. Muy pronto se observaron en ella dos tendencias: la hebraizante, que exigía a los adeptos circuncisión y observancia de la Ley Mosaica; y la helenista, más tolerante, integrada por judíos helenizados, de habla griega. Prevalecieron estos últimos, como es lógico, los que eximían a los nuevos conversos de la problemática circuncisión.[191]
San Pablo (el verdadero fundador del cristianismo) tuvo la feliz ocurrencia de transmutar el Jesús histórico, el frustrado agitador político implicado en una rebelión contra Roma, en pacífico Hijo de Dios enviado por el Padre para redimir a la humanidad. Insuperable lanzamiento del nuevo producto, si se nos permite expresarlo así, porque los paganos (la clientela natural de la nueva religión) aceptaban que los dioses pudieran transmutarse en hombres y engendrar hijos. De esa idea, simple y efectiva, Jesús Hijo de Dios encarnado, deriva una teología que nutre espiritualmente a millones de cristianos.[192]
En el tiempo en que san Pablo urdía sus planes empresariales, la figura histórica de Jesús había entrado en la leyenda. Los discípulos relataban sus prodigios ante catequistas embobados, se narraban milagros cada vez más fantásticos, se enriquecía y reelaboraba su biografía para probar el cumplimiento de las profecías a los que todavía dudaban de que Jesús fuera el Mesías anunciado. En fin, esas ficciones que urden los charlatanes para vivir del aire, como los camaleones.
Gracias a la inteligente actividad misional de Pablo y sus enviados, el cristianismo se difundió por todo el imperio. Pronto hubo comunidades cristianas en Roma, Antioquía, Éfeso, Corinto y Alejandría.
Como tantos pueblos politeístas, el romano toleraba los dioses ajenos e incluso los incorporaba a sus devociones. El dios de los cristianos no hubiera tenido problemas de haberse presentado como un dios tolerante, pero se presentó como un dios excluyente que declaraba abominables y falsos a los otros dioses. En consecuencia, la plebe inculta y supersticiosa de la Roma pagana empezó a murmurar de los cristianos y les atribuyó ritos perversos (infanticidios, antropofagia y toda suerte de nefandas maldades).[193]
Para colmo de malos entendidos, los cristianos se negaban a cumplimentar el rito estatal de sacrificar ante la estatua del emperador divinizado (una ceremonia más cívica que religiosa). Esta negativa, considerada acto de sedición, provocó las famosas persecuciones. Las primeras (dudosas), en tiempos de Nerón (64).[194] Las de Domiciano (entre los años 81 y 96), Decio (249) y Valeriano (257) no fueron muy cruentas, aunque apologetas posteriores las exageraron por motivos propagandísticos.[195] Más grave fue la de Diocleciano (entre 303 y 313), que afectó más a las jerarquías que a las bases, o sea, murieron más obispos que monaguillos.
Hacia mediados del siglo II la comunidad cristiana había crecido y era ya notoria en el Imperio romano. Primero se implantó entre los pobres y los esclavos. Las gentes sencillas admiraban la simplicidad de los ritos cristianos, la humildad y solidaridad de sus practicantes, y también, ¿por qué no reconocerlo?, el reparto de alimentos y subsidios que los adeptos más pudientes practicaban entre los más necesitados. Los Hechos de los apóstoles confirman ese idílico retrato: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían las cosas en común. Vendían las propiedades y los bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno […] la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma, y ni uno de ellos no decía que fuera suyo nada de lo que le pertenecía, sino que todo les era común. […] No había ningún pobre entre ellos, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían, llevaban el producto de la venta y lo depositaban a los pies de los apóstoles; entonces era distribuido a cada uno, según sus necesidades.»[196]
Luego se fueron incorporando miembros de estratos más elevados de la sociedad con gran implantación entre las mujeres (marginadas por otros cultos mistéricos),[197] incluso señoras encopetadas, noveleras damas romanas de ebúrneos brazos y peinados altos de panal a las que fascinaban aquel secretismo subterráneo y aquellos extraños ritos en los que compartían sencillas viandas con esclavos sudorosos y harapientos.[198]
Los cristianos no superaban todavía el 10 o el 15 por ciento de la población del imperio, pero su número crecía veloz. Desbordados por la muchedumbre de los nuevos conversos, los apóstoles del núcleo primitivo se vieron obligados a conceder franquicias espirituales regentadas por ancianos (o presbíteros) y rectores u obispos (episcopos). El obispo presidía la Eucaristía y administraba el peculio común (o sea, concentraba el poder social y el económico, los dos pilares en los que se apoyará la futura Iglesia). También velaba por la ortodoxia,[199] según las directrices de la jerarquía superior, establecida en Roma, Antioquía o Alejandría. Finalmente, y no sin conflictos, se erigió como cabeza de la Iglesia el obispo de Roma, el más próximo a la fuente del poder.
Transcurridos tres siglos desde el fallecimiento de Jesús, la religión de sus seguidores había crecido hasta instituirse como la predominante en las ciudades.
En el siglo IV, los alarmantes síntomas de desintegración del imperio preocupaban a los gobernantes. Urgía encontrar algún elemento de cohesión. Desde hacía siglos se venía promocionando una religión cesárea, unificadora, pero los cristianos, que ya eran multitud, se resistían a acatarla.
Las antorchas de Nerón, óleo de Henryk Siemiradzki, 1877.
Anagrama de Cristo en el sarcófago de un cristiano pudiente.