CAPÍTULO 48

Mustio collado

Perdonen si me pongo sentimental. Escribo estas líneas en Roma, después de pasear por las ruinas del foro invadidas de turistas chinos y de nuevos ricos del Este que se hacen acompañar por fastuosas rubias. Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa

La decadencia de la ciudad de los césares fue fruto de un proceso más lento y doloroso que la del imperio. El cristianismo triunfante, en su desprecio por la arquitectura civil (termas, circos, teatros, foros, etc.), centró sus esfuerzos en la construcción de iglesias. Como la menguante economía no permitía ya emprender grandes obras, saquearon los materiales de las antiguas que se arruinaban por falta de reparos.[187]

La historiografía del materialismo histórico ha criticado la obra de Roma. Nos presenta el mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora ciudad. Aquella república de frugales campesinos degeneró, nos cuentan, en la opulenta ciudad de los vicios, donde una legión de nuevos ricos y otra de nuevos pobres vivían de las rentas y de la annona, de los subsidios. Es decir, de los recursos de las oprimidas provincias del imperio. Y, en la base de todo, una economía que sustentaba sus cimientos en la explotación de mano de obra esclava y en la expansión imperialista tras los metales preciosos, las materias primas y las nuevas tierras que el Estado necesitaba.

Estas acusaciones son básicamente ciertas, pero su certeza no invalida el hecho de que, en términos generales, el balance civilizador de Roma resulte abrumadoramente positivo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo tienen sus raíces en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se fundieron en el crisol de Roma: la cultura griega y el pensamiento religioso judío, origen, respectivamente, de la expansión universal de la civilización helénica y de la religión cristiana. Una peculiar aleación que quizá fuese prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.

Roma es una larga historia de superación, la historia de una aldeíta que llega a adueñarse de casi todo el mundo conocido y que prolonga su historia a lo largo de un milenio (en realidad, de más, porque todavía la alarga en la cultura occidental y Europa y la herencia europea serían muy distintas sin el previo concurso de Roma).

Roma nos legó su forma de vida y sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco institucional jurídico y administrativo del cives romani y nos legó el patrimonio precioso de su ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan las coordenadas históricas de los europeos.

La añoranza de volver a ser Roma ha presidido la historia europea desde entonces: primero en el Imperio bizantino, después en el Sacro Imperio Romano Germánico, incluso en Napoleón (cuyo símbolo era el águila de las legiones). El último intento es el de la Comunidad Europea, que ya veremos cómo sale. Da que pensar, y nada bueno, que el pueblo hegemónico tenga que ser Alemania, o sea, los bárbaros del norte.