El emperador Constantino introdujo dos radicales reformas en su afán por hacer gobernable el imperio: el establecimiento de una religión oficial, el cristianismo, y la fundación de Constantinopla, una segunda Roma, franquicia de la primera, más cerca de las sensibles fronteras orientales (año 336).
Constantinopla, la moderna Estambul, en la bisagra de Europa y Asia, domina el estrecho que une el mar Negro con el Mediterráneo.[183] No cabe emplazamiento más estratégico.
Pasado un tiempo se comprobó que los problemas no se resolvían. ¿De qué nos sirve tener dos capitales, si las decisiones se siguen tomando en la vieja Roma?
El emperador Teodosio el Grande pensó que sería más práctico que hubiera dos imperios gemelos, cada cual con su capital, y dividió el imperio entre sus hijos: Arcadio recibió Constantinopla con los territorios de Oriente y Honorio recibió Roma con las provincias de Occidente (394).
El imperio se escindió oficialmente en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. En Occidente el idioma usual sería el latín; en Oriente, el griego.[184]
La partición del imperio no frenó la decadencia. Una resignada melancolía se instaló en el alma de sus ciudadanos más clarividentes: «El mundo —escribe Cipriano de Cartago— ha entrado ya en su senectud, pues la decadencia de las cosas prueba que se aproxima a su ocaso. En invierno no llueve lo suficiente para que grane la cosecha; el verano no calienta para granar la espiga. Las montañas, exhaustas, producen menos mármol; las minas, agotadas, dan menos metales. Faltan campesinos en los campos, marinos en el mar y soldados en los campamentos. Faltan magistrados justos, artesanos diestros, disciplina y buenas costumbres.»
Mientras, los cristianos, influidos por los textos de Daniel y el Apocalipsis, saludaban alborozadamente la decadencia confundiéndola con el profetizado fin de los tiempos que anuncia el reino de Dios sobre la tierra. Amiano Marcelino (muerto hacia 391), un hombre todavía apegado a los antiguos dioses, atribuye la decadencia a la indolencia, degradación y hedonismo imperantes desde que los romanos se apartaron de las virtudes de sus antepasados.
Amiano Marcelino censura acremente a los ociosos jóvenes romanos que pasan las noches en las plazas tocando el tambor (el botellón de hoy), se dejan el cabello largo como los bárbaros (crines maiores) y visten extravagantemente con chaquetones de piel (indumenta pellium). ¿No nos recuerda algo a los jóvenes occidentales de hoy?[185] Volveremos a él páginas adelante.
Moraleja: Roma se engrandeció gracias al carácter austero, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus viciosos, perezosos y cobardes descendientes se desentendieron del procomún, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y ruina del imperio.[186]