Adriano se ganó el aprecio de los romanos con juegos y amnistía fiscal y prosiguió las obras sociales de su predecesor, pero renunció formalmente a la expansión del imperio, hizo la paz con los partos, a los que devolvió extensos territorios, y sólo se preocupó de ganarse la amistad de los pueblos sometidos y de establecer fronteras seguras: la oriental en el Éufrates y la europea en el Danubio y el Rin. En Bretaña construyó la Muralla de Adriano, que atraviesa Inglaterra de costa a costa, para contener a las tribus norteñas. Fue también un buen organizador que reestructuró la administración y el ejército, codificó el derecho civil romano y fundó ciudades en un intento de reactivar la economía de sus dominios. Lo sepultaron en un monumental mausoleo circular (mausoleum Hadriani), la base del actual castillo de Sant’Angelo.
A Adriano lo sucedió su hijo adoptivo Antonino Pío (138-161), hombre sabio, gris y pacifista (aunque nuevamente se vio obligado a combatir a los belicosos partos, aquel grano purulento del este).
A la muerte de Antonino Pío sucedió la diarquía de Marco Aurelio y Lucio Vero. Las constantes guerras contra los partos y contra los germanos que agotaban a Roma hubieran sido más llevaderas de no haber sucedido al sabio Marco Aurelio su hijo Cómodo (161-192), que cometió la torpeza de enfrentarse al Senado, lo que, dado que los historiadores romanos solían ser prosenatoriales, contribuyó a que lo retrataran como sádico y manirroto. Los directores de cine han completado el retrato de un paranoico que despilfarra el erario público organizando juegos gladiatorios en los que él mismo actúa (en peleas amañadas, naturalmente). No cabía mayor indignidad en un romano.[181]
Así llegamos al siglo III, en el que asistimos al pleno ocaso de Roma. La natalidad de las clases dirigentes cayó en picado no por mengua de fornicio, que se practicaba más que nunca, sino porque las parejas jóvenes se habían vuelto comodonas y evitaban tener hijos.[182] La agricultura se empobreció, escaseó la mano de obra, se deterioraron las carreteras, faltas de reparos, la inflación disparó los precios y la devaluación de la moneda arruinó a la clase media sobre la que se apoyaba el sistema tributario.
El imperio a la deriva. Los ingresos menguaban, pero los gastos crecían. En la época dorada, la maquinaria estatal se alimentaba con el botín de las nuevas conquistas, pero, desde que las fronteras se estabilizaron, Roma sólo ingresaba el dinero de los impuestos extirpados a la cada vez más oprimida clase media. Para colmo de males, Roma vivía en casi constante estado de guerra porque los bárbaros presionaban en las fronteras del Danubio y del Rin y los partos en Oriente. Los gastos militares dejaron exhaustas las arcas públicas. El ejército que una vez fue invencible y extendió el dominio de la pequeña ciudad por casi todo el orbe conocido estaba ya prácticamente integrado por mercenarios procedentes de los pueblos sometidos, que primero se alistaron a sueldo de Roma para hacerle el trabajo sucio y después se alzarían con el santo y la limosna (las invasiones bárbaras).
Añadamos a esto que la administración imperial resultaba demasiado compleja para los limitados medios de la época: desde Roma no podía administrarse todo.
A la breve dinastía de los Severos (193-235) sucede un periodo de anarquía militar (235-276). En medio siglo se suceden treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales perecen asesinados en golpes de Estado. Roma queda a merced de los pretorianos establecidos en la capital o de los generales que guardan las fronteras. Los militares se reparten el poder en tetrarquías (desde Diocleciano, 293).
Reconstrucción del mausoleo de Adriano, hoy castillo de Sant’Angelo.