Hemos visto que, durante la república, Roma y su imperio fueron propiedad de un número reducido de familias nobles pertenecientes a la clase senatorial, cuyos descendientes heredaban este privilegio, por línea masculina, hasta la cuarta generación. Alcanzar un asiento en el Senado dependía del prestigio social alcanzado por el individuo: «El pueblo ve las cosas a través de los ojos de las estirpes ilustres», dice Tácito. El aristócrata romano estaba tan orgulloso de su origen campesino que esta vinculación al campo le parecía garantía de rectitud moral. No obstante, distaba mucho de ser un mero terrateniente: su máxima aspiración era hacer carrera política ejerciendo sucesivamente cargos cada vez más importantes, el cursus honorum. De este modo adquiría dignidad para él y para sus descendientes.
Al romano le importaba mucho la censura colectiva (reprehensio), que venía a ser, bien mirado, el único recurso en manos de un pueblo despojado de derechos políticos. El aristócrata debía cultivar su prestigio. La expresión romanum non est estaba continuamente en la boca del padre noble que fomentaba en su hijo las virtudes exigibles en un romano:[174] la fidelidad a su ciudad o a su clan (fides), la devoción (pietas), el valor (virtus), la independencia (libertas) y, sobre todo, la subordinación del individuo a la ley (lex), fundamento del derecho romano, que es todavía la más valiosa aportación de Roma a la cultura occidental.[175]
Tradicionalmente, Roma dividía a su gente en dos grandes categorías: esclavos (servi) y libres (ingenui). Los libres se subdividían, a su vez, en tres grupos: los desprovistos de todo derecho (que eran casi todos los indígenas de las tierras conquistadas o incolae), los que tenían derecho de ciudadanía itálica (un premio otorgado a los aliados de Roma), y los que disfrutaban de plena ciudadanía romana, por lo general comerciantes, recaudadores, técnicos y soldados de origen romano.[176]
En tiempos de la república, la movilidad social había sido prácticamente nula. Qui in pergula natus est, aedes non somniatur («El que nace en el trastero no sueña con la casa»), decían. Pero a medida que Roma conquistaba el mundo y se enriquecía, el dinero prevaleció sobre el linaje y la rígida separación de las clases se volvió más permeable en el imperio. Augusto dividió a los ciudadanos de Roma en tres clases: senatorial (los poseedores de más de un millón de sestercios), ecuestre (cuatrocientos mil sestercios) y plebe. Los esclavos y libertos, desprovistos de derechos de ciudadanía, no contaban, pero el hijo de un antiguo esclavo manumitido, si se enriquecía, podía lograr que sus hijos ingresaran en el orden ecuestre y que sus nietos llegaran a ser senadores. La riqueza lo era todo. La nueva aristocracia se ganaba el favor del pueblo no por sus virtudes y sus desvelos ciudadanos sino por el dinero que gastaba en subsidios, repartos, juegos,[177] obras públicas…
Con el tiempo, Roma se relajó. Trató con benevolencia a los vencidos, emancipó progresivamente a los esclavos y suavizó los rigores de la ley. En el siglo III la población de Roma estaba tan bastardeada que más de la mitad del censo descendía de antiguos esclavos. Finalmente, la generosa extensión de la ciudadanía romana a todos los pueblos sometidos (obra del emperador Caracalla, año 212) elevó a Roma al podio del compromiso moral, pero, al propio tiempo, aceleró su decadencia.[178]
La moral se relajó. Las estrictas virtudes aristocráticas, el amor al trabajo y la rectitud se arrumbaron. Pervertida por la riqueza, Roma se entregó a los placeres.
La severa aunque tolerante religión antigua cedió sus altares a un batiburrillo de oscuros cultos orientales que se difundieron a partir del siglo II, el cristianismo entre ellos, que, si al principio fueron propios de gente baja e inculta, rápidamente ganaron terreno hasta escalar las clases dirigentes.
Los romanos antiguos incorporaban de buena gana a su panteón los dioses de los pueblos conquistados. Como eran politeístas, cuantos más dioses, mejor. Tal magnanimidad era impensable entre los intransigentes cristianos, que adoraban a un solo dios, excluyente, celoso y casi siempre malhumorado al que le molestaba que la gente se entregara al placer y a la buena vida. Triste como un sermón de cuaresma.
Roma contenía todavía a sus enemigos germanos, dacios, britanos, partos, pero el imperio comenzaba a dar muestras de cansancio. Incapaces de conquistar nuevas tierras, se limitaron a defender las que ya tenían y crearon las primeras líneas defensivas (limes) en Escocia y en el Rin. Negros nubarrones se congregaban en el horizonte.
A la dinastía Flavia siguió la Antonina, basada más en la adopción que en la sucesión familiar. Los Antoninos fueron juiciosos y benéficos. Incluso intentaron reformar las costumbres y reeducar al pueblo. Al primer emperador, Nerva (96-98), lo sucedió un gobernante excepcional, Marco Ulpio Trajano (97-117), oriundo de Itálica, junto a Sevilla, quizá el mejor gobernante que jamás tuvo Roma.[179]
Trajano integró las provincias en el núcleo de decisiones del imperio, aquel sueño de César que Augusto había frenado. Reemprendió las conquistas, estancadas prácticamente desde Augusto, sometió a los dacios, guerreó contra los partos y creó las nuevas provincias de Dacia (actual Rumanía), Armenia, Siria y Mesopotamia.
Con Trajano, Roma alcanza su máxima expansión, pero también acusa alarmantes señales del cansancio y agotamiento que preceden al declive.
A Trajano lo sucedió su pariente Adriano (117-138), también hispano.[180] Este hombre culto, refinado y distante resultó ser un infatigable viajero y turista «explorador de todo lo curioso» (omnium curiositatum explorator). Seguramente era homosexual y eso explicaría que llenara el imperio con estatuas del bello Antínoo, su amante.
Trajano (Museos Vaticanos).
Adriano (Museo Capitolino).