Año –27. El Imperio romano había comenzado.
Augusto, autócrata de Roma, se tituló príncipe (princeps, es decir, «primer ciudadano»), como si estuviera sometido al órgano parlamentario, el Senado.[162]
Lo cierto es que Roma volvía a ser una monarquía, aunque el título de rey, tan desprestigiado, se cambiara por el de césar (en recuerdo de Julio César).[163]
Augusto terminó con las guerras civiles y con los enfrentamientos que desangraban Roma. Esta pax romana, que perduraría más de medio siglo, hasta la dinastía de los Antoninos (año 96), permitió la romanización del imperio. Los romanos exportaron el estilo de vida romano-helenístico (estaban muy influidos por los griegos) que se basaba en la ciudad (civitas) como elemento civilizador.
La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un Ayuntamiento o Senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones de las tribus.[164]
Al amparo de la paz, Europa y el norte de África se romanizaron. Augusto concedió títulos de coloniae («colonias») y municipia («municipios») a muchas ciudades. La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores solían ser colonos llegados de Italia, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían el estatus de ciudad. En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto entre los que se elegía a los dos alcaldes (duumviri) y a los concejales (aediles y quaestores). Los cargos eran anuales y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas que no siempre pensaban cumplir. Un poco como ahora.
Por doquier surgieron ciudades romanas de nueva planta, con un trazado racional, cuadradas o rectangulares, calles que se cortaban en ángulo recto, plazas y espacios públicos. Las dos vías principales, más anchas, se cruzaban en el centro sobre la plaza mayor porticada (forum maximum), en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etc. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, en el que se celebraban los espectáculos de gladiadores.
La romanización acabó con las precarias economías indígenas basadas en el autoabastecimiento e impuso el cultivo extensivo de la llamada «tríada mediterránea» (aceite, trigo y vino), que sería, con los metales y la salazón de pescados, la gran aportación de Hispania a Roma.[165]
En la ciudad romana había tiendas, almacenes, posadas, bibliotecas y todo lo necesario para la vida moderna. Había médicos, boticarios, carpinteros, abogados, alfareros, profesores, herreros, músicos y artistas. También tabernas y prostíbulos, cada cual con el indicativo propio de los servicios ofrecidos. Y recaudadores de impuestos. Una de las grandes ventajas del carácter autonómico del municipio romano era que los políticos tenían que embarcarse en ambiciosas obras públicas: fuentes, plazas, cloacas, letrinas comunales, calzadas… pagadas de su bolsillo particular, para ganarse a los votantes.
El equivalente al casino o al club social moderno eran las termas. Además de su higiénico cometido, estos baños públicos (a menudo construidos y decorados con gran lujo para prestigiar a la ciudad) eran mentidero, lugar de tertulias, barbería, sala de masajes, centro cultural y polideportivo. El usuario de las termas pasaba por cuatro salas sucesivas: la primera era una especie de sauna donde se sudaba (sudarium), en la segunda se daba un baño caliente (caldarium), y a continuación rebajaba su temperatura en la sala templada (tepidarium) antes de darse un baño en agua a temperatura ambiente en el frigidarium. Las termas, y algunas casas especialmente lujosas, disponían de ingeniosos sistemas de calefacción (hipocausto) que hacían pasar el aire caliente procedente de las calderas por canalizaciones dispuestas bajo el suelo y a lo largo de los muros.
La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular sin ventanas a la calle, cuyas estancias se abrían a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado.[166]
La decoración de la casa romana era, quizá, un poco abigarrada para el gusto moderno. Las paredes solían decorarse con tapices o con pinturas murales de vivos colores y los suelos se cubrían de mosaicos formados por diminutas piedrecitas coloreadas. En contraste, no había más muebles de los necesarios: camas, mesas, sillas. Los ciudadanos romanizados aprendieron a comer a la griega, recostados en una tarima de tres plazas (triclinium), con el codo apoyado en un cojín.
Las ciudades estaban comunicadas por una estimable red de carreteras tan excelentemente construidas que algunos tramos todavía se usan como caminos vecinales. Todo el imperio, hasta sus últimos confines, estuvo recorrido por estos caminos que favorecían el tráfico de viajeros y mercancías y permitían el rápido desplazamiento de tropas allí donde fueran necesarias.[167] El viajero que recorría una calzada romana encontraba una piedra miliar numerada cada 1.470 metros. Si no iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta (mansio).
Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban por las dificultades técnicas. Abordaban con éxito puentes, acueductos, pantanos, sistemas de irrigación, puertos e incluso complejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. La propia administración financiaba las obras donde era menester. Todavía causan pasmo obras como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La Coruña o Torre de Hércules.
Los baños de Diocleciano reconstruidos.