Dice la Biblia (pero la verdad sólo Dios la sabe) que Moisés ascendió a la cumbre del monte Sinaí y se entrevistó con Yahvé, el verdadero Dios, que se le apareció en forma de una zarza que ardía sin quemarse (¿alucinación visual y auditiva?, ¿había ingerido Moisés alcohol o alguna sustancia psicotrópica?). El caso es que Yahvé alcanzó un acuerdo solemne con el israelita, o al menos eso fue lo que él contó a su regreso. Yahvé estaba dispuesto a adoptar a los israelitas como pueblo elegido y les prometía regalarles Canaán, el hogar de sus ancestros, «la tierra que mana leche y miel» (no existían entonces leyes contra la publicidad engañosa), a cambio de que lo adoraran sólo a Él, en exclusiva, desterrando a los demás dioses.[121]
Cerraron el trato y Yahvé le entregó a Moisés dos tablas de piedra en las que Él mismo había cincelado las diez exigencias o mandamientos básicos, dejando al albedrío de Moisés la redacción de otras prohibiciones menudas que dificultaran aún más la vida de los fieles y una minuciosa serie de preceptos contenidos en la Ley Mosaica (la Torá) que regulaba hasta el más mínimo detalle de la vida de los judíos, como la obligación de circuncidar a los hijos varones, la prohibición de trabajar en sábado, y múltiples prescripciones alimenticias a cual más porculera como evitar la carne de animales de pezuña hendida (¡el consumo de jamón declarado pecado, imagínense!), de criaturas marinas desprovistas de escamas (¡lo que excluye gambas y langostinos!), de mezclar en la misma comida leche y carne, de purificarse después de la eyaculación o de la menstruación y un largo etcétera.
También dejó a su albedrío la elección de una clase sacerdotal. Moisés designó para este menester a una de las doce tribus, la de Leví.
Así fue como los judíos pudieron regresar por fin a Canaán, la tierra prometida al pueblo elegido.[122]
El pacto entre Yahvé y el pueblo judío estaba claro, pero hay que reconocer que ninguna de las partes lo cumplió satisfactoriamente. Los israelitas se descantillaban al menor descuido y daban en adorar a los dioses y diosas de los pueblos vecinos, más permisivos que el suyo (que ni siquiera se dejaba representar, mientras que, por ejemplo, la Astarté de los fenicios era una estupenda morenaza con las tetas al aire, ¡no hay color!). Yahvé por su parte los acomodó en una tierra francamente pobre, cuatro piedras peladas hirviendo al sol en medio de un desierto poblado de lagartos, donde los arroyos de «leche y miel» se revelaron como una broma pesada: de agua medio salobre y gracias, pero al menos pasaban por allí importantes rutas comerciales que unían Mesopotamia y Oriente con el Mediterráneo, y Asia Menor con Egipto.[123]
Los judíos se conformaron. ¿No era la tierra de Canaán lo que habían añorado desde el cautiverio de Egipto? Pues toma Canaán.
Si hubieran andado más listos, con la fama de sagaces que tienen, le habrían pedido a Yahvé que guiara a los egipcios a Canaán y los dejara a ellos en el Nilo.[124]
¿Se imaginan? En este caso Jesús habría nacido, vivido, muerto, resucitado y ascendido a los cielos en Egipto y los turistas cristianos podríamos visitar de una tacada pirámides y Santos Lugares.
Por otra parte, Yahvé cumplió deficientemente su parte del trato: les prometió a los judíos la posesión perpetua de Canaán y sin embargo los ha dejado reiteradamente con el culo al aire ante las sucesivas potencias ocupantes de aquellas comarcas (Asiria, Babilonia, Persia, Macedonia, Egipto, Roma, el islam…), lo que los profetas y la clase sacerdotal, todos ellos vendidos a Yahvé (del cual comen), disculpan atribuyéndolo no a que Yahvé flaquee ante el poder de los dioses rivales, los de los pueblos vencedores,[125] sino a que ése es su modo de castigar las veleidades del pueblo elegido.
Algunos hipercríticos estudiosos de la Biblia han sospechado que en realidad todo lo referente a Yahvé no era más que una patraña urdida por Moisés y los sacerdotes para cohesionar las doce tribus de Israel y vivir a costa del contribuyente. Esta ausencia de Yahvé, un Dios tan imaginario como todos los demás, explicaría que el «pueblo elegido» se haya visto tan a menudo dejado de la mano de Dios.
Esto es lo referente al mito y a sus consecuencias históricas. Ahora bien, si acudimos a la historia pura y dura, comprobable por documentación escrita y arqueológica, no estamos seguros de que los israelitas sufrieran cautiverio en Egipto. Lo que está probado es que hacia –1550 los egipcios conquistaron Canaán e impusieron tributos a los diferentes pueblos que lo habitaban, entre ellos a los hapiru (hebreos). Cuando, cuatro siglos más tarde, los egipcios se retiraron de Canaán, dos pueblos de la zona ocuparon el vacío que dejaban: los israelitas en el interior y los filisteos en la costa. En el siglo –XI los filisteos intentaron ocupar las tierras de los israelitas, pero éstos se unieron bajo el mando del caudillo Saúl y ofrecieron enconada resistencia. El rey David, sucesor de Saúl, ocupó Jerusalén en el año –1000 y fundó un reino que derrotó finalmente a los filisteos.[126]
Debido a su estratégica posición, en el centro de todas las rutas de caravanas que comerciaban en la llamada «Media Luna Fértil», el reino de Israel progresó en manos de su hijo Salomón.
Salomón construyó en Jerusalén el primer Templo, centro de la religión judía, y allí estableció la morada de Dios, en el Arca de la Alianza, un baúl chapado de oro que encerró en una cámara secreta, sin ventanas, el Sancta Sanctorum, en la que, una vez al año, entraba el Sumo Sacerdote acompañado de su sucesor para pronunciar en voz baja el Shem Shemaforash o Grandísimo Nombre, el nombre secreto de Yahvé que sólo estas dos personas conocían. El Shem es el Nombre que Él le había revelado en el Sinaí a Moisés. De esta manera, Israel renovaba anualmente su pacto con Dios.[127]
Después de Salomón, los israelitas se dividieron en dos reinos: al norte, Israel, con capital en Samaria; al sur, Judá, capital Jerusalén. Israel perduró hasta su anexión por los asirios hacia el –700; Judá, un poco más, hasta que el rey babilonio Nabucodonosor (–612) destruyó Jerusalén —incluido el Templo de Salomón, la morada de Yahvé— y deportó a la población (Cautividad de Babilonia).
La destrucción del Templo fue un golpe difícil de encajar. Venía a demostrar que Yahvé era inferior a otros dioses o, por lo menos, consentía que la profanación del Sancta Sanctorum de su Templo quedara impune.[128]
¡Mal pintaban los negocios del pueblo elegido! Afortunadamente, Dios aprieta, pero no ahoga. En el año –539, los persas (nuevo poder emergente) se apoderaron de Babilonia y permitieron que los judíos regresaran a su antiguo hogar (excepto diez de las doce tribus, que hoy siguen perdidas). De nuevo en casa, lo primero que hicieron los judíos fue reconstruir su Templo.
Desde entonces la historia de los judíos ha sido una sucesión de desgracias. Después de los persas estuvieron sometidos a las potencias que se iban sucediendo en la zona: tolomeos de Egipto, seleúcidas de Siria[129] y romanos; después, dispersos por esos mundos, sólo recuperaron el solar de sus abuelos en 1948, con la fundación del Estado de Israel.