CAPÍTULO 17

Carne de momia

Los egipcios gozaban de la vida, pero se preocuparon más que ningún otro pueblo de la ultraterrena (pretendían prolongar los placeres más allá de la muerte). Pobres y ricos creían firmemente en que la vida terrenal es un mero trámite para la eterna (en realidad, ésta es la base del negocio religioso, lo que mantenía la secular estabilidad egipcia). Aquí se lució la eficiente clase sacerdotal. El egipcio estaba persuadido de que el cuerpo (khet) es morada de un alma (ka) y de un principio vital (ba). Si el cadáver se conserva y no se corrompe, el ka sigue habitándolo. ¿Cómo evitar la corrupción del cuerpo y cómo asegurarle la vida eterna? Momificándolo. Los pobres lo desecaban simplemente, como hacemos nosotros con los jamones, pero los ricos se hacían disecar con un laborioso proceso que garantizaba la conservación del cuerpo.[71]

Creían los egipcios que en el subsuelo de la tierra existe un mundo subterráneo (Duat) donde la existencia de los muertos puede prolongarse eternamente. Al morir, el difunto comparecía ante el tribunal de Osiris, en cuya presencia Anubis, el dios con cabeza de chacal, pesaba sus buenos actos en una balanza. Si le faltaba peso, una diosa con cabeza de cocodrilo le devoraba el corazón; si sus buenas obras lo merecían podía integrarse en el mundo de los muertos.

El difunto no se despedía de la vida, sino que ingresaba en otra subterránea. Por lo tanto, se hacía sepultar con un ajuar proporcionado a su rango y riquezas, que lo acompañaba y servía en el ultramundo. Lo malo es que ese ajuar tentaba a los ladrones. Los faraones redoblaron sus esfuerzos por preservar sus cuerpos y sus tesoros, encerrándolos en pirámides aparentemente inviolables que, sin embargo, fueron sistemáticamente saqueadas. Probemos, entonces, a disimularlas, pensaron, y hacia el –2150 abandonaron la construcción de ostentosas pirámides y comenzaron a excavar sus panteones en discretos hipogeos, o tumbas subterráneas, emplazadas en lugares secretos, especialmente el Valle de los Reyes, una barranca seca en pleno desierto, a salvo de las crecidas del Nilo… pero donde también fueron saqueadas sistemáticamente.

Desde la antigüedad ha existido un intenso tráfico de objetos procedentes de tumbas egipcias. Vasos de alabastro egipcios han aparecido en ruinas romanas de Salobreña. Incluso las momias fueron —son— objeto de trapicheo.[72]

Regresemos a las riberas del Nilo. Aquella boyante agricultura liberaba mucha mano de obra en determinadas épocas del año. El Estado la empleó en obras monumentales, principalmente en la construcción de templos y tumbas, las pirámides e hipogeos.[73] Los templos egipcios no son menos impresionantes que las pirámides. En los de Karnak y Luxor encontramos salas hipóstilas sostenidas por columnas que diez personas agarradas por las manos no abarcan.

Los relieves y los dibujos sobre estuco que decoran los muros de los templos e hipogeos retratan minuciosamente la vida de los egipcios: agricultores en el Nilo, constructores que arrastran los gigantescos bloques de una pirámide, deportistas en competición, músicos que amenizan una fiesta, soldados que regresan de una campaña, esclavos nubios que siegan los trigos, niños jugando, las ceremonias de una sociedad refinada y hedonista, amante del lujo hasta más allá de la muerte. Por eso se hacían sepultar en tumbas profusamente decoradas y llevaban consigo estupendos ajuares, para disfrutarlos en la otra vida: muebles, carros, vasijas, vestidos elegantes, tejidos vaporosos, joyas.

A veces, los alegres relieves de las tumbas nos transmiten guiños enternecedores. En la tumba del joven faraón Tut y su mujer, un friso representa la cacería de aves con palos, una pícara alusión a la pasión de los enamorados que llevarían su amor más allá de la muerte (como dice Quevedo), porque en egipcio la expresión «tirar el bastón» significaba copular.

La imagen más divulgada de Egipto, la que aparece en postales y camisetas, es la de la Esfinge y las famosas pirámides de la llanura de Giza (Keops, Kefren y Micerinos), construidas hacia el año –2500.

Cuando contemplamos una pirámide, y no digamos cuando penetramos en ella (sobreponiéndonos al intenso hedor amoniacal del guano de murciélago que perfuma sus adentros, pésimo para los asmáticos), nos sentimos anonadados ante la perfección técnica, la organización, el poder y la riqueza del Estado que la erigió. Desde una perspectiva moderna, asombra que una sociedad o un Estado haya acumulado tanto ingenio y tanto trabajo en la construcción de un edificio enteramente superfluo. Examinado el asunto más detenidamente, es posible que le encontremos utilidades: refuerza el prestigio del faraón y de la casta dominante, refuerza las creencias en la vida ultraterrena y emplea a una gran cantidad de desocupados temporales, lo que es otra forma de redistribución de la riqueza.

En su prolongada existencia, el Egipto faraónico conoció épocas de esplendor y expansión y épocas de decadencia. Hacia –1800, se debilitó y disgregó en decenas de poderes autonómicos que desembocaron en franca anarquía. Los beduinos de la periferia, los hicsos, aprovecharon esta debilidad para adueñarse del país. Como ocurrirá milenios más tarde con el Imperio romano y ocurre ahora en Europa, el proceso se inicia con la llegada aparentemente pacífica de oleadas de emigrantes procedentes de países menos desarrollados (en el caso de Egipto, libios y cananeos), y termina en ocupación de las instituciones por esos extranjeros que imponen su propia forma de vida menos evolucionada a los débiles o incautos naturales. Un viejo castellano diría: «Al villano dale pie y se tomará la mano.» Ocurre siempre en la historia y ningún pueblo escarmienta. En el caso de los egipcios, lo pudieron remediar, después de unos doscientos años de sometimiento, cuando un movimiento que reivindicaba la «salvación de Egipto» consiguió expulsar a los hicsos tras una cruenta «guerra de liberación».

El primer faraón que mencionaremos es, en realidad, una faraona, la resuelta Hatshepsut (hacia –1458), regente durante la minoría de edad de su hijastro, una mujer decidida que gobernó sabiamente con ayuda de su amante Hapuseneb, en el que concentró (con gran escándalo de la corte) los títulos de visir y sumo sacerdote.

Para hacerse respetar en su papel de faraón, la grácil Hatshepsut asumió los títulos tradicionales[74] y hasta se atavió con una barba ceremonial postiza. Es de creer que incluso disfrazada de mujer barbuda no conseguiría disimular su condición femenina: poseía unas tetas estupendas que le abultarían el corpiño[75] y en la intimidad, antes de recibir a Hapuseneb, al que imaginamos impetuoso como venado en celo, hemos de creer que se rizaba el pelo con tenacillas, se depilaba las cejas con pinzas, se maquillaba los párpados con verde malaquita y se pintaba los labios con manteca teñida de almagre (son los vestigios de tocador que encontramos en las tumbas de las damas).

Anciana y viuda de su amante, sin gusto ya por la vida, Hatshepsut se dejó arrebatar el poder por su hijastro y sucesor, el vengativo Tutmosis III, que hizo raspar el odiado nombre de su madrastra de todos los registros y monumentos del reino.[76]

Un siglo después de la resuelta Hatshepsut ocupa el trono Akenaton (–1353), que se hizo famoso porque intentó subvertir el milenario orden enfrentándose a los poderosos sacerdotes. Se le había metido en la cabeza que sólo existe un Dios (Aton, representado por el sol) y que toda la elaborada religión desarrollada hasta entonces, con su complejo panteón de dioses en torno a Amón, era una pura filfa. No contento con ello, mudó la capital a Amarna y hasta reformó las inmutables normas artísticas que idealizaban la representación de las figuras. Afortunadamente para todos, y en especial para los sacerdotes, murió pronto (diecisiete años reinó), las aguas volvieron a su cauce y el herético episodio quedó archivado como una leve perturbación en el perfil inmutable de la historia egipcia.