El hombre es el único animal que, en cuanto alcanza el uso de razón, comprende que tiene que morir. Es una ingrata consecuencia del desarrollo de nuestra inteligencia, una lacra que no padece el resto de los animales. Para consolarse de su propia muerte (y de la de los seres queridos), el hombre desarrolló la creencia en una prolongación de la vida más allá de la muerte. Tal pensamiento es absurdo y enteramente inverificable, lo admito, pero ha adquirido entidad de verdad incuestionable al transmitirse de padres a hijos.
En uno de los primeros documentos escritos que produjo la humanidad, el poema de Gilgamesh, se expresa ya, tan tempranamente, la angustiosa necesidad que sentimos de prolongarnos más allá de la muerte.[46] Ese desconsuelo nos impulsa a aceptar toda clase de fantasías ultraterrenas inventadas por la casta sacerdotal que vive de la credulidad ajena.[47] Que el hombre, como la semilla enterrada, germine y renazca en alguna parte es la imperiosa necesidad que ha dado origen al gran negocio de las religiones.
¿Cómo ocurrió? La progresiva complejidad de los ritos propiciatorios demandó cierta especialización en las personas encargadas de realizarlos. No tardó en surgir el chamán o brujo, el gran embaucador designado por el jefe del poblado como intermediario entre los fieles y la divinidad. El gran embaucador le devuelve el favor al gerifalte declarándolo elegido por Dios para gobernar el poblado y persuade a su feligresía de que los dioses desean que unos pocos ciudadanos (la aristocracia y el clero) vivan regaladamente a costa del resto. En eso consiste la alianza del Altar y el Trono: el mandamás justifica los privilegios del embaucador y el embaucador unge, en nombre de Dios, al mandamás y justifica, en nombre de Dios, las guerras de conquista que el poderoso emprende. La comunidad acata ovinamente los mandatos divinos, no faltaba más, puesto que el sacerdote se arroga el derecho de señalar lo que es grato a la divinidad, una decisión que el creyente acepta porque de ello depende que alcance la felicidad eterna más allá del valle de lágrimas.
El sacerdocio, siempre aliado con el poder. En última instancia, y visto desde una perspectiva puramente materialista y moderna, se trata de conformar a los no privilegiados para que acepten la desigualdad social como lógica y conveniente dentro del orden cósmico sancionado por los dioses. Ése es el objetivo final, cínico y realista, de las religiones, por evolucionadas que sean: conformar a los explotados y mantenerlos sometidos al poder. Es la función social, utilísima y necesaria, del sacerdocio y de la Iglesia. Si esta gente de sotana viviera simplemente del cuento, como algunos creen, hace tiempo que habría desaparecido. Perduran porque se sostienen en la casta dominante y porque las personas necesitamos creer en algo que mitigue la muerte.
Torre de Jericó y su reconstrucción (Universidad Hebrea de Jerusalén).
Catal Huyuk.