CAPÍTULO 9

Vivamos en poblados

A unos treinta kilómetros de Jerusalén se ven las ruinas de lo que queda de Jericó, la ciudad cuyos muros demolió Josué al toque mágico de sus trompetas.[40] Este poblado canaanita es uno de los más antiguos conocidos. Hacia el año –8000 vivían allí unos cientos de personas en casas circulares de adobe (ladrillo sin cocer, secado al sol). Alrededor del poblado, defendiéndolo, levantaron una muralla con una gran torre (véase p. 42).

Los jericoanos habían desbrozado los campos del entorno y cultivaban farro, cebada y legumbres. Esa dieta tan sana (para un vegetariano) la complementaban con la caza. Cuando los animales del entorno comenzaron a escasear (la sobreexplotación) domesticaron la oveja e iniciaron la ganadería.

Los jericoanos observaban un curioso rito religioso consistente en sepultar las calaveras de sus difuntos bajo el suelo de la propia vivienda después de reconstruirles las facciones con yeso. En el lugar de los ojos ponían dos conchas marinas.

También se enterraban en casa, por la misma época, los difuntos del poblado de Catal Huyuk, en Anatolia. Este pueblo estaba obsesionado con el espacio: en lugar de chozas circulares las construía cuadrangulares, que aprovechan mejor el terreno, y no dejaba espacio para las calles: la gente circulaba por las terrazas y entraba en las casas por arriba, con escaleras de mano (véase p. 42).

Cada pocas casas había una especie de templo presidido por altorrelieves de cabezas de toro modelados en yeso en los que se insertaban cuernos verdaderos. Adoraban a una Diosa Madre gorda, parturienta, el ancestral símbolo de la fecundidad.

Otros poblados fueron surgiendo por doquier, cada cual con su fórmula constructiva adaptada a las posibilidades del medio (tierra, piedra o madera). En los lagos europeos causados por el deshielo de los Alpes surgieron, hacia el –4000, comunidades palafíticas que hacían sus chozas de ramas y barro encima de plataformas sostenidas sobre postes clavados en el fondo del lago.

Poblados y sociedades estables por doquier. De muchos no ha quedado rastro, pero sabemos que existieron porque las reservas de alimentos que acumulaban permitieron liberar la fuerza de trabajo necesaria para emprender la construcción de grandes monumentos, los llamados megalitos (del griego mega, «grande», y litos, «piedra»): construcciones de grandes piedras.[41]

Los monumentos megalíticos más comunes son: el menhir (del bretón men, «piedra», e hir, «larga»), una piedra clavada en el suelo; el trilito, dos piedras verticales y una horizontal sobre ellas; el dolmen («mesa», en bretón), varios menhires que sostienen una losa, y el crómlech, varios menhires en círculo.

Los dólmenes suelen presentar un corredor de entrada alineado hacia el solsticio de invierno, lo que revela ciertos conocimientos astronómicos de las sociedades neolíticas. Es natural, su vida se acompasaba con los ciclos anuales de preparación del barbecho, siembra y recolección.[42]

El más famoso monumento megalítico es Stonehenge, situado en el sur de Inglaterra, un crómlech construido hacia el –2500 (sobre otro anterior de palos y tierra, fechable hacia el –3100). Está orientado de manera que el sol naciente atraviesa su eje cuando despunta por el horizonte durante el solsticio de verano.[43] Menos famoso, pero no menos impresionante, es el menhir de Locmariaquer (Bretaña francesa), hoy roto en tres pedazos y postrado en el suelo, de 22 metros de longitud y unas 350 toneladas de peso. Casi nada si lo comparamos con el obelisco inacabado de la cantera de Asuán, de unas 1.200 toneladas, que se fisuró antes de que lo sacaran de la cantera y allí ha quedado para pasmo de los turistas.

Stonehenge.