Favorecidas por el clima más suave y por el progreso técnico, las hordas de hombres primitivos se multiplicaron, y con ellas, ¡ay!, inevitablemente, los conflictos. Las armas de caza, cada vez más certeras y letales, con puntas de piedra delicadamente talladas y aguzadas, se emplearon también en la guerra.
En una cueva de Barranco de Gasulla, en Castellón, asistimos a una escaramuza: dos grupos de arqueros se acribillan a flechazos. Hasta entonces las hordas se reunían en determinados lugares (santuarios) para intercambiar bienes y mujeres (inteligente evitación de la consanguineidad). A partir de entonces añadieron un tercer motivo: la guerra, «la continuación de la política por otros medios», como la define Karl von Clausewitz. ¿Por qué negociar lo que se puede conseguir por la fuerza? El descubrimiento de los metales sería decisivo: el cobre vence a la piedra; el bronce vence al cobre; el hierro vence al bronce y, finalmente, el arma de fuego vence al arma blanca.
El temprano dominio de estas técnicas por parte de los europeos determinará que las naciones de este pequeño apéndice de Eurasia (España, Italia, Francia, Inglaterra, Portugal, Holanda…) hayan colonizado el resto del mundo durante buena parte de la historia. Todo esto lo iremos viendo a lo largo del libro, pero ahora un pequeño aperitivo para que se vea cómo somos cuando nos sentimos técnicamente superiores y hay algo que robar al vecino.
En las antípodas de España (o sea, en el punto del planeta más alejado de nuestro país) está la isla polinesia de Nueva Zelanda. Sus primeros pobladores fueron maoríes que se establecieron en ella hacia el año 1000. Unos siglos después, un grupo de ellos se mudó a las vecinas islitas Chatham (situadas a unos ochocientos kilómetros).
Durante siglos, los maoríes de Nueva Zelanda y los morioris de las Chatham (así los llamamos para distinguirlos) evolucionaron separadamente, olvidados de la existencia del otro. Los maoríes, debido a la mayor riqueza de su hábitat, se hicieron agricultores, y los excedentes de los cultivos les permitieron desarrollar nuevas tecnologías, ejércitos, burocracias y jefes, lo que prestó a sus poblados y tribus la fuerza y organización necesarias para disputarse los campos en feroces guerras. Los de las islas Chatham, por el contrario, como la tierra no les daba para más, no desarrollaron tecnología alguna y siguieron siendo pacíficos cazadores recolectores sin problemas de propiedad ni liderazgos suficientes para hacerse la guerra.
En 1835, un barco australiano de cazadores de focas informó a los maoríes de la existencia de las islas Chatham, donde «abundan los peces y los crustáceos; los lagos están llenos a rebosar de anguilas y los indígenas carecen de armas y ni siquiera saben combatir».
Fue suficiente: al olor de la ganancia, una partida de novecientos maoríes armados desembarcó en las Chatham. Los morioris «acostumbraban resolver las disputas pacíficamente. Decidieron en una asamblea que no responderían a los ataques, y que ofrecerían a los invasores paz, amistad y división de recursos. Antes de que los morioris les pudiesen comunicar su oferta, los maoríes atacaron, los mataron a cientos, devoraron a muchos y esclavizaron a otros» (Diamond, 1998, p. 61).