Transcurren unos cientos de miles de años hasta que, hace unos cien mil años, la fértil África lo intenta de nuevo, esta vez con más éxito, y produce al Homo sapiens u «hombre sabio»,[14] el hombre actual, una especie que, lejos de extinguirse, se ha reproducido y se reproduce hasta constituir la plaga más peligrosa del planeta.
La principal característica del sapiens, la que lo hace verdaderamente sabio, es el lenguaje.
El lenguaje le permite comunicar la experiencia a las nuevas generaciones y asegura su progreso, mientras que sus compañeros de viaje, los restantes animales, sólo evolucionan lentísimamente, por mutaciones genéticas. No hay color.
El desarrollo del lenguaje está relacionado con el de la laringe, que se produjo cuando el mono humano alteró su mecanismo respiratorio para que le permitiera acometer mayores esfuerzos sin asfixiarse. La laringe descendió en la garganta, paulatinamente (a lo largo de muchas generaciones, claro está).[15]
Así hemos llegado. Lo preocupante del caso es que los hombres de hoy padecemos un grave desfase: nuestra evolución tecnológica no se corresponde a la psicológica. Debajo del superficial barniz de la educación sigue latiendo el animal primitivo que frecuentemente perpetra animaladas. Pensemos en los alemanes del tiempo de Hitler: la sociedad aparentemente más culta y evolucionada de la Tierra, la que ha producido luminarias como Hegel, Beethoven y Einstein, se pone de pronto, con su avanzada tecnología, al servicio de una crueldad tribal impensable en las sociedades más salvajes e incivilizadas de la Tierra. ¿Recuerdan la fábula de El señor de las moscas, la estupenda novela de William Golding? Pues eso.
Perdonen la digresión. Vuelvo al meollo del asunto: hace cien mil años, algunos Homo sapiens africanos salieron de su continente y colonizaron el resto del mundo. Al llegar a Oriente Medio[16] se encontraron con una especie europea autóctona: el hombre de Neandertal.[17] Desde nuestro canon estético, el neandertal no era ningún guaperas. Cuasimodo, el campanero de Notre-Dame de París, la inmortal novela de Victor Hugo, podría pasar por neandertal: cabezón, paticorto, achaparrado, fornido y con una jeta francamente fea en la que llamaban la atención una nariz excesiva, la visera ósea sobre los ojos, la frente huidiza y la potente quijada desprovista de mentón.
A pesar de su aspecto brutal, el neandertal era inteligente y sociable, había desarrollado el habla, fabricaba herramientas de piedra y madera adecuadas a diversos usos, se protegía del frío con pieles, amparaba a los miembros débiles de la horda y enterraba a sus muertos con cierta ceremonia, lo que indica que creía en la prolongación de la vida después de la muerte.
Las dos especies, sapiens y neandertal, coexistieron durante un tiempo, sin tratarse mucho (entonces el mundo estaba poco poblado y podían evitarse), pero al final el neandertal, menos apto para la vida moderna, se extinguió.[18] Algunos autores implican al sapiens en tan turbio asunto.[19]
El sapiens, al que en Europa llamamos hombre de Cromagnon, señoreó el mundo y, gracias a su inteligencia, se adaptó a las cambiantes condiciones ambientales de cada lugar.