Moira robó el tiempo que necesitaba. Se escabulló de sus damas de compañía, de su tío, de sus obligaciones. Ya se sentía culpable, ya estaba preocupada pensando que sería un fracaso como reina a causa de su enorme anhelo de soledad.
Habría cambiado la comida de dos días, o el sueño de dos noches, por poder pasar una hora a solas con sus libros. Egoísta, se dijo mientras se alejaba rápidamente del ruido, de la gente, de las preguntas. Egoísta por desear su propia comodidad cuando había tantas cosas en juego.
Pero aunque no se permitiría el lujo de entregarse a la lectura En algún rincón soleado, sí se tomaría su tiempo para hacer una visita.
En ese día en que sería coronada reina, ella quería y necesitaba a su madre. De modo que, alzándose las faldas, bajó velozmente la colina y luego atravesó la pequeña abertura en el muro de piedra que bordeaba el patio. Casi al instante, sintió que su corazón se apaciguaba. Primero se acercó a la lápida que había ordenado grabar y colocar cuando regresó a Geall. Había colocado ya una para King en Irlanda, junto a la tumba que guardaba los restos de los antepasados de Cian y Hoyt. Pero se había jurado que habría una también allí, en Geall, en honor de un amigo.
Después de haber dejado un ramo de flores sobre la tierra húmeda, se irguió y leyó las palabras que había ordenado que grabasen en la piedra pulida.
KING
Este bravo guerrero que no yace aquí, sino en una tierra lejana,
entregó su vida por Geall y por toda la humanidad.
—Espero que te gusten, la lápida y las palabras. Parece que haya pasado mucho tiempo desde la primera vez que te vi. Todo parece tan lejano y, sin embargo, apenas ha transcurrido más que un parpadeo. Lamento decirte que hoy Cian ha resultado herido por mi causa. Pero se está recuperando bien. Anoche él y yo hablamos casi como si fuésemos amigos. Y hoy, bueno, no del todo amistosamente. Es difícil de decir. —Apoyó una mano sobre la lápida—. Ahora soy la reina de Geall. Eso también es difícil de decir. Espero que no te moleste que haya colocado este monumento aquí, en el lugar donde yace mi familia. Porque eso es lo que fuiste para mí durante el poco tiempo que compartimos. Tú eras mi familia. Espero que ahora estés descansando.
Se alejó unos pasos y luego regresó rápidamente.
—Oh, casi lo olvido, mantengo la izquierda levantada, como tú me enseñaste. —Adoptó una pose de boxeo alzando ambos brazos junto a la tumba—. Así que, por todas las veces en que no he recibido un puñetazo en la cara, gracias.
Con el resto de las flores entre los brazos se dirigió a las tumbas de sus padres a través de las lápidas y la hierba crecida.
Dejó unas flores en la base de la lápida de su padre.
—Señor. Apenas me acuerdo de vos, y creo que los recuerdos que tengo, la mayor parte de ellos, son los que me transmitió mi madre. Ella os amaba con todo su corazón y hablaba a menudo de vos. Sé que fuisteis un hombre bueno, porque si no ella no os hubiese amado. Y todos aquellos que hablan de vos dicen que erais fuerte y bondadoso, y de risa fácil. Me gustaría poder recordar el sonido de esa risa. —Su mirada se dirigió más allá de las lápidas, hacia las colinas y las lejanas montañas—. He sabido que no moristeis, como siempre pensamos, sino que fuisteis asesinado. Vos y vuestro hermano pequeño. Asesinado por los demonios que ahora se encuentran en Geall preparándose para la guerra. Yo soy todo lo que queda de vos y espero que sea suficiente.
Luego se arrodilló entre las tumbas para dejar el resto de las flores sobre la tumba de su madre.
—Te echo de menos todos los días. Tuve que viajar muy lejos, como sabes, para poder volver más fuerte. Mathair.
Cerró los ojos con la palabra y con la imagen que ésta le traía, clara como la vida.
—No pude impedir lo que te hicieron y aún puedo ver aquella noche como detrás de un velo neblinoso. Los que te mataron han sido castigados, uno por mi propia mano. Es todo lo que he podido hacer por ti. Lo único que puedo hacer es luchar, conducir a mi pueblo al combate. A algunos de ellos a la muerte. Llevo la espada y la corona de Geall. No las rebajaré.
Permaneció sentada durante unos minutos, acompañada sólo por el sonido de la brisa a través de las altas hierbas y los cambiantes rayos de sol. Cuando se levantó y se volvió hacia el castillo, vio que la diosa Morrigan estaba en el muro de piedra. Ese día, la diosa vestía de azul, suave y pálido, adornado con tonos más intensos. Su cabellera de fuego estaba suelta y le caía libremente sobre los hombros. Con las manos ya vacías de flores y el corazón acongojado, Moira caminó a través de la hierba para reunirse con ella.
—Mi señora.
—Majestad.
Desconcertada por la reverencia de Morrigan, Moira entrelazó las manos para mantenerlas quietas.
—¿Los dioses reconocen a los reyes?
—Por supuesto. Nosotros creamos este lugar y decidimos que los de tu sangre reinarían en él y lo servirían. Estamos satisfechos contigo. Hija —Morrigan apoyó ambas manos ligeramente sobre los hombros de Moira y la besó en las mejillas—, cuentas con nuestras bendiciones.
—Yo preferiría que bendijeseis a mi pueblo y lo mantuvieseis a salvo.
—Eso te corresponde a ti. La espada está fuera de su vaina. Ya cuando estaba siendo forjada se sabía que un día cantaría en medio de la batalla. Eso también te corresponde a ti.
—Lilith ya ha derramado sangre de Geall.
Los ojos de Morrigan eran profundos y tranquilos como un lago.
—Mi niña, la sangre que Lilith ha derramado podría formar un océano.
—¿Y mis padres son sólo dos gotas en ese océano?
—Cada gota es preciosa y cada gota sirve a un propósito. ¿Tú alzas la espada sólo por los de tu sangre?
—No. —Moira cambió de posición e hizo un gesto—. Aquí hay otra lápida, colocada para un amigo. Yo levanto la espada por él y su mundo, y por todos los mundos. Todos somos una parte de los demás.
—Saber eso es muy importante. El conocimiento es un gran don, y la sed de buscarlo es otro aún mayor. Usa lo que sabes y Lilith jamás te derrotará. Cabeza y corazón, Moira. No debes conceder más peso a uno que al otro. Tu espada despedirá llamas, te lo prometo, y tu corona brillará. Pero el verdadero poder es el que se aloja en tu cabeza y en tu corazón.
—Parece que ambos están invadidos por el miedo.
—No hay coraje sin miedo. Ten confianza y conocimiento. Y mantén siempre la espada a tu lado. Es tu muerte lo que Lilith más desea.
—¿La mía? ¿Por qué?
—Ella no sabe. Y el conocimiento es tu poder.
—Mi señora —comenzó a decir Moira, pero la diosa había desaparecido.
El banquete suponía otro vestido y otra hora de gente revoloteando a su alrededor. Con tantas cosas entre manos, Moira había dejado a cargo de su tía la cuestión del vestuario, y le encantó descubrir que el vestido era hermoso, y que el color azul pálido le sentaba muy bien. Le gustaban los vestidos bonitos y tomarse un poco de tiempo para intentar lucir su mejor aspecto.
Pero le parecía que le ponían uno nuevo cada vez que se daba la vuelta, y que estaba sometida a la cháchara de sus damas de compañía la mitad del día. Reconocía que echaba de menos la libertad que le conferían los vaqueros y las camisas amplias que había usado en Irlanda. Al día siguiente, no importaba la conmoción que provocase en las mujeres, se pondría el atuendo más conveniente para un guerrero que se dispone a la batalla.
Pero durante ese día llevaría aún terciopelos, sedas y joyas.
—Ceara, ¿cómo están tus hijos?
—Muy bien, mi señora, gracias.
De pie detrás de ella, Ceara continuó haciendo finas y sedosas trenzas con el pelo de Moira.
—Tus obligaciones y tu entrenamiento te aleja de ellos más de lo que yo quisiera —dijo Moira.
Sus ojos se encontraron en el espejo. Ella sabía que Ceara era una mujer sensata, la más centrada, en su opinión, de las tres que la servían.
—Mi madre se encarga de cuidarles y se siente muy feliz de poder hacerlo. El tiempo que me he tomado es tiempo bien empleado. Prefiero perderme esas horas de ellos a verlos sufriendo.
—Glenna me ha dicho que eres muy aguerrida en el combate cuerpo a cuerpo.
—Lo soy. —El rostro de Ceara se tensó con una sonrisa torva—. No soy muy hábil en cambio con la espada, pero aún hay tiempo. Glenna es una buena maestra.
—Estricta —intervino Dervil—. No tanto como la señora Blair pero igualmente exigente. Cada día corremos y luchamos y damos volteretas y tallamos estacas. Y cada día acabamos con las piernas cansadas, con magulladuras y con astillas clavadas.
—Es mejor estar cansada y magullada que muerta.
Dervil se sonrojó ante el comentario categórico de Moira.
—No era mi intención faltaros el respeto, majestad. He aprendido mucho.
—Y, según me han dicho, te estás convirtiendo en un demonio con la espada. Estoy orgullosa. Y tú, Isleen, parece que tienes muy buena mano con el arco.
—Así es. —Isleen, la menor de las tres, se sonrojó intensamente ante las palabras de Moira—. Me gusta más el arco que pelear con los puños y los pies. Ceara siempre me derriba.
—Cuando chillas como un ratón y haces revolotear las manos, cualquiera puede derribarte —señaló Ceara.
—Ceara es más alta, y sus brazos son más largos que los tuyos, Isleen. De modo que —continuó Moira— tienes que aprender a ser más rápida y escurridiza. Estoy orgullosa de todas vosotras, de cada magulladura. Mañana, y todos los días posteriores, entrenaré con vosotras al menos durante una hora.
—Pero majestad —comenzó a decir Dervil—, vos no podéis …
—Sí, puedo —la interrumpió Moira—. Y lo haré. Y espero que cada una de vosotras, y el resto de las mujeres, hagáis todo lo posible por derribarme. No os resultará fácil. —Se levantó cuando Ceara retrocedió—. Yo también he aprendido mucho. —Cogió la corona y se la colocó en la cabeza—. Podéis creerme cuando os digo que puedo derribaros a las tres, y a cualquier otra que venga, y haceros morder el polvo. —Moira se volvió, espléndida con su vestido de terciopelo azul—. Cualquiera que me haga morder el polvo a mí, o me derrote con las manos desnudas o con el arma que decida usar, recibirá una de las cruces de plata que Glenna y Hoyt han encantado. Éste es mi mejor regalo. Decídselo a las demás.
Era como entrar en una representación teatral, pensó Cian. El gran salón era el escenario, adornado con banderas y flores e iluminado con velas y el fuego del hogar. Damas y caballeros lucían sus mejores galas. Casacas y vestidos, joyas y oro. Vio que muchos hombres y mujeres llevaban zapatos de punteras largas y levantadas y recordó que estaban de moda cuando él estaba vivo.
«O sea —pensó—, que incluso los estilos deplorables se extendían de un mundo a otro».
La comida y la bebida eran tan abundantes que imaginó que la enorme mesa gemía debajo de las bandejas y las jarras. Había también un arpista que tañía una música alegre y festiva. Las conversaciones, con los temas más diversos, llenaban el salón: moda, política, cotilleos sexuales, romances y finanzas.
No era tan diferente, reflexionó, de lo que ocurría en su club nocturno en Nueva York. Naturalmente, allí las mujeres llevaban menos ropa y la música era más estridente, pero la esencia no había cambiado demasiado a lo largo de los siglos. A la gente todavía le gustaba reunirse en torno a la comida, la bebida y la música.
Volvió a pensar en su club nocturno neoyorquino, y se preguntó si lo echaba de menos. El ambiente de la noche, los sonidos, la gente. Y se dio cuenta de que no lo echaba de menos en absoluto. Lo más probable era que, tarde o temprano, hubiese acabado aburrido del club y comenzado a sentirse intranquilo, y que se hubiera mudado al poco tiempo. Sólo había sido necesario que su hermano se trasladara a través del tiempo y el espacio, tener la tierra de Hoyt —más o menos— ante su puerta, para acelerar la decisión.
Pero sin Hoyt y su misión encargada por los dioses, trasladarse hubiese supuesto un cambio de nombre y lugar, un traspaso de fondos. Algo sin duda complicado, que exigía tiempo… y que era interesante. Cian había tenido más de un centenar de nombres y un centenar de casas y aún le excitaba todo el proceso.
¿Adónde podría haber ido?, se preguntó. A Sydney, tal vez, o a Río de Janeiro. O tal vez Roma o Helsinki. Era esencialmente una cuestión de clavar una aguja en un mapa. Había muy pocos lugares en los que no hubiese estado y ninguno donde no hubiese podido establecer su base de operaciones de haber querido hacerlo. En su mundo, en cualquier caso. Geall era una historia completamente distinta. El ya había vivido una vez en esa moda y esa cultura, y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia. Su familia había sido gente acomodada y él ya había tenido su ración de fiestas pomposas.
En realidad, lo que le apetecía era una copa de brandy y un buen libro. No tenía intenciones de quedarse mucho tiempo y sólo había acudido a la celebración porque, de lo contrario, sabía que alguien habría ido a buscarlo. Aunque estaba seguro de que podría haber evitado a cualquiera encargado de esa misión, lo que no podría ahorrarse sería el sermón de Hoyt al día siguiente. De modo que era más fácil aparecer por el salón, brindar por la nueva reina y luego escabullirse.
En cuanto al atuendo y los accesorios formales que le habían subido a su habitación, lo tenía claro. Podían haberlo metido en una época medieval, pero no pensaba ponerse esa ropa. Así pues, se vistió de negro. Pantalones y jersey. No había incluido en su equipaje un traje y una corbata para ese peculiar viaje.
Pese a todo, sonrió con cierta calidez a Glenna cuando se acercó a él con un vestido verde esmeralda, con lo que en una época Cian creía que se había denominado une robe deguisée. Muy formal, muy elegante y con un escote bajo y redondeado que exhibía sus muy encantadores pechos.
—Vaya, vaya, he aquí una visión que prefiero a la de cualquier diosa.
—Casi me siento como una de ellas. —Glenna extendió los brazos de modo que las amplias mangas acampanadas se balancearon en el aire—. Pesado, sin embargo. Debe de pesar unos cuatro kilos. Veo que tú te has decidido por un conjunto más ligero.
—Creo que yo mismo me clavaría una estaca antes que enfundarme otra vez en uno de esos atuendos.
Glenna se echó a reír.
—No te culpo, pero yo estoy encantada de ver a Hoyt vestido de esa guisa. Para mí, y tal vez también para ti, después de todo este tiempo, es como un baile de disfraces. Moira ha elegido un atuendo en oro y negro para el hechicero de la casa. Le sienta de maravilla, como a ti tu elección más contemporánea. No obstante, todo el día ha sido como un sueño muy extraño.
—Yo estaba pensando más bien en una obra de teatro.
—Sí, eso también. De todos modos, la fiesta de esta noche es un breve y colorido respiro. Hoy Hoyt y yo nos las hemos arreglado para llevar a cabo una pequeña exploración a través de la magia, y Blair y Larkin lo han hecho desde el aire. Te pondremos al tanto de los detalles cuando…
Glenna se interrumpió cuando empezaron a sonar las trompetas.
Moira hizo su entrada, arrastrando la cola del vestido tras ella y su corona brillando a la luz de un centenar de velas. Resplandecía como deben hacerlo las reinas, como pueden hacerlo las mujeres.
Mientras su corazón inmóvil se encogía dentro de su pecho, Cian pensó: «Maldito, jodido infierno».
No le quedaba más remedio que unirse a los demás en la mesa principal para el banquete. Abandonar el lugar antes de tiempo hubiese sido considerado como un grave insulto. No era que eso le preocupase demasiado, pero habría llamado la atención. De modo que otra vez estaba atrapado.
Moira ocupaba el centro de la mesa, flanqueada por Larkin y su tío. Cian, al menos, tenía a Blair a su lado, que era una compañera entretenida y, a la vez, informativa.
—Lilith aún no ha quemado nada, lo que no deja de ser una sorpresa —le comunicó ella—. Probablemente se encuentra demasiado ocupada cuidando a Fifi. Oh, una pregunta. Esa zorra francesa ha estado dando vueltas por ahí durante unos cuatrocientos años, ¿verdad? Y tú casi el doble de ese tiempo. ¿Cómo es que los dos conserváis el acento?
—¿Y por qué los norteamericanos creen que todo el mundo debe hablar como ellos?
—Buena observación. ¿Esto es venado? Sí, creo que es carne de venado. —Se llevó un trozo a la boca—. No está mal.
Blair llevaba un vestido rojo vivo que dejaba al descubierto una generosa porción de sus fuertes y bien torneados hombros. En el pelo corto no llevaba adorno alguno, pero de sus orejas pendían unos medallones de oro casi tan grandes como el puño de un bebé.
—¿Cómo haces para mantener la cabeza erguida con esos pendientes?
—Sufriendo —contestó ella con tono ligero—. Además tienen caballos —continuó—. Un par de docenas repartidos en varios corrales. Es probable que haya más en las caballerizas. Se me ha ocurrido descender con Larkin y espantar a los animales. Ya sabes, ponernos un poco pesados, y, quizá, encender algunos fuegos si podía convencerlo. Si los vampiros se quedaban dentro de la cabaña se quemarían. Si salían, se quemarían.
—Bien pensado. A menos, por supuesto, que Lilith tuviese guardias con arcos apostados dentro.
—Bueno, sí, también he pensado en eso, por lo que he lanzado unas cuantas flechas encendidas para llamar su atención. El blanco elegido ha sido una cabaña próxima al corral más grande. Estaba segura de que allí debían de estar alojados unos cuantos soldados, era lo más lógico. Imagina mi sorpresa y disgusto cuando las flechas han rebotado en el aire como si hubiese una pared.
Cian se volvió hacia ella con los ojos entornados.
—¿Estás hablando de un campo de fuerza? ¿Qué es esto, la jodida Star Trek?
—Eso es lo que me he dicho. —En armonía con él, le dio un ligero puñetazo en el hombro—. Lilith tiene con ella a ese mago, ese tal Midir, trabajando horas extras. Y su campamento base está dentro de una burbuja protectora. Larkin ha descendido para que pudiésemos echar un vistazo desde más cerca, y ambos hemos recibido una sacudida. Como una descarga eléctrica. Muy desagradable.
—Sí, me lo imagino.
—Entonces, el tal Midir en persona ha salido de la casa grande, ¿la mansión? Un tío con un aspecto inquietante, deja que te lo diga. Una amplia túnica negra y una mata de pelo gris. Y se ha quedado allí, de modo que nosotros lo mirábamos y él nos miraba. Finalmente lo he entendido. Un punto muerto. Nosotros no podemos atravesar esa barrera y ellos tampoco. Cuando el escudo está colocado, se quedan encerrados dentro y nosotros nos quedamos fuera. Es como una jodida fortaleza. Mejor.
—Lilith sabe cómo sacar el mejor provecho de la gente que tiene a sus órdenes —dijo Cian.
—Eso parece. De modo que hemos descendido y les hemos hecho algunos gestos obscenos, para que no fuese una total pérdida de tiempo. Lilith tendrá que quitar el escudo por la noche, ¿no crees?
—Posiblemente. Aunque tengan comida suficiente, la naturaleza de la bestia es cazar. Ella no querrá que sus tropas estén demasiado inactivas o se pongan demasiado nerviosas.
—O sea que tal vez podamos realizar una incursión nocturna. No lo sé. Es algo en lo que debemos pensar. Eso es haggis[1] ¿verdad? —Frunció la nariz—. Creo que paso. —Se inclinó un poco más hacia él y susurró—: Larkin dice que se ha corrido la voz sobre cómo trataste al tío que intentó matar a Moira. Ahora tienes a los guardias del castillo y a los caballeros de tu parte.
—No me importa demasiado.
—Tú sabes muy bien que no es así. Sabes lo importante que es que la primera línea de este ejército no sólo te acepte sino que también te respete. Sir Cian.
Él se removió en su asiento.
—No empieces con eso.
—A mí tu flamante título me suena bien. Esta especie de gelatina es un poco arenosa. ¿Sabes qué es?
Deliberadamente, Cian esperó a que ella hubiese comido un segundo trozo.
—Órganos internos gelatinados… probablemente de cerdo.
Cuando Blair se atragantó, él se echó a reír.
Era un sonido tan extraño, pensó Moira. Oírle reír. Raro, un tanto perverso, y muy atractivo. Ella había dado un paso en falso con la ropa que le había enviado a su habitación. Cian era una criatura demasiado de su época —o lo que había llegado a ser su época— como para llevar la ropa que ella había elegido.
Pero había acudido a la celebración; no estaba segura de que lo hiciera. Cian no le había dicho una sola palabra. Ni una. Había matado por ella, pensó, pero no le hablaba. De modo que lo borraría de sus pensamientos, del mismo modo en que él, obviamente, la había borrado a ella de los suyos.
Moira sólo deseaba que la noche acabase de una vez. Quería irse a su cama, quería dormir. Quería quitarse aquel pesado vestido de terciopelo y deslizarse felizmente —por una noche— hacia la oscuridad.
Pero tenía que mostrar que comía a pesar de su falta de apetito. Tenía que fingir, al menos, que prestaba atención a las conversaciones, aunque sus ojos pugnaban por cerrarse.
Había bebido demasiado vino, se sentía demasiado acalorada. Y aún faltaban horas para que pudiese apoyar la cabeza en la almohada.
Ella, por supuesto, tenía que levantarse, sonreír y beber cada vez que uno de los caballeros decidía proponer un brindis en su honor. Y al ritmo que se sucedían los brindis, lo más probable era que de un momento a otro, la cabeza se le cayese rodando.
Con un enorme alivio, anunció finalmente que el baile podía comenzar.
Ella tuvo que levantarse para el primer baile, tal como se esperaba de la flamante reina. Y descubrió que se sentía mejor ante la perspectiva de moverse, de la música.
El, por supuesto, no bailaba, sino que seguía en su asiento. Como un rey dispéptico, pensó ella, tontamente irritada porque quería bailar con él. Sus manos sobre las de ella, los ojos de él en los suyos. Pero Cian seguía allí sentado, observando a la multitud y bebiendo su vino. Ella giró con Larkin, saludó a su tío y chocó las palmas con Hoyt.
Y cuando volvió a mirar, Cian se había ido.
Él deseaba aire, y más aún, deseaba la noche. La noche seguía siendo su momento. Lo que vivía detrás de su máscara humana siempre la anhelaría, y siempre la buscaría.
Subió a su habitación y luego se fue a una de las almenas, donde la oscuridad era densa y la música que llegaba desde el salón era apenas un eco suave. Las nubes habían cubierto la luna, y apagado las estrellas. Llovería antes del amanecer; podía olerlo.
Abajo había antorchas que iluminaban los patios y guardias apostados en las puertas y en los muros.
Oyó que uno de ellos tosía y escupía, y también el aleteo de las banderas encima de su cabeza ante una súbita ráfaga de viento. Si afinaba el oído, podía oír el crujido de los ratones en su madriguera, escondida en una grieta entre las piedras, o el susurro de las alas de un murciélago volando en la oscuridad.
El podía oír lo que otros no podían.
Podía olfatear a los humanos, la sal en la piel y el rico discurrir de la sangre debajo de ella. Había una parte de él que siempre vibraba de necesidad. De cazar, de matar, de comer.
El estallido de sangre en la boca, en la garganta. La vida que ese fluido contenía y que jamás podría saborearse en las frías bolsas de plástico. Caliente, lo recordaba, el primer sorbo siempre caliente. Calentaba todas las partes frías y muertas, y durante un momento, la vida —o su sombra— se agitaba en el interior de ese frío y de esa muerte.
De vez en cuando era bueno recordar el indescriptible placer que había en ello. Era bueno recordar contra lo que enfrentaba su voluntad. Era vital recordar lo que ansiaban aquellos contra quienes luchaban.
Los humanos no lo entendían, no podían hacerlo. Ni siquiera Blair, que entendía más que la mayoría. Aun así, ellos lucharían y morirían. Detrás de ellos vendrían otros a luchar y a morir. Algunos huirían, por supuesto… algunos siempre lo hacían. Otros serían presa del terror y simplemente se quedarían inmóviles y los matarían, como si fuesen liebres atrapadas en la luz de un reflector.
Pero la mayoría no huirían, no se esconderían, no se quedarían paralizados por el terror. En todos los años que llevaba viendo vivir y morir a los humanos, Cian sabía que, cuando estaban contra la espada y la pared, luchaban como demonios.
Si triunfaban, alguien acabaría escribiendo canciones e historias que explicarían sobre todo el asunto. Los ancianos se sentarían junto al fuego y hablarían de aquellos gloriosos días al tiempo que exhibían sus cicatrices. Y otros se despertarían con un sudor frío en todo el cuerpo al revivir en sus sueños el horror de la guerra. Si conseguía seguir con vida, ¿cómo sería para él?, se preguntó. ¿Días de gloria o de pesadillas? Ninguna de las dos cosas, pensó, porque él no era lo bastante humano como para dedicar tiempo a lo que ya había terminado.
Si Lilith lograba acabar con él, bueno, la verdadera muerte era una experiencia que aún no había tenido. Podía ser interesante. Y como podía oír lo que otros no oían, percibió los pasos en los escalones de piedra. Eran los pasos de Moira; conocía su andar tanto como su olor.
Estuvo a punto de confundirse con las sombras y luego se maldijo por ser tan cobarde. No era más que una mujer, sólo una mujer. Ella no podía ser, y no sería, nada más para él.
Cuando Moira salió al aire libre, él la oyó suspirar una vez. Un suspiro largo y profundo, como si acabara de quitarse un enorme peso de encima. La vio acercarse al borde, apoyar las manos en la piedra y echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos. Inspiró.
Tenía el rostro enrojecido debido al calor del fuego del hogar y el ejercicio del baile, pero había sombras de fatiga debajo de sus ojos.
Alguien había elaborado finas trenzas en su larga cabellera, confeccionando un tramado con delgados hilos de oro que brillaban entre su pelo castaño sedoso.
Cian percibió el momento en que ella se dio cuenta de que no estaba sola. La súbita tensión en los hombros y el movimiento de la mano entre los pliegues del vestido.
—Si tuvieras una estaca ahí oculta —dijo él— preferiría que no la apuntaras en mi dirección.
Aunque sus hombros no se relajaron, Moira dejó caer la mano a un costado al tiempo que se volvía hacia él.
—No te había visto. Quería tomar un poco el aire. Dentro hace mucho calor y he bebido demasiado.
—Más de lo que has comido. Te dejaré que tomes el aire.
—Oh, quédate. Me quedaré sólo un momento, luego puedes recuperar el maldito aire otra vez para ti solo.
Moira se echó el pelo hacia atrás e irguió la cabeza.
Ahora él podía ver su rostro, sus ojos, y pensó: «Sí, no cabe duda, la pequeña reina está preparada para perder su flor».
—¿Has venido aquí para tener pensamientos profundos? —preguntó ella—. No sé si los pensamientos profundos requieren un espacio como éste, o es mejor pensarlos en lugares cerrados. Imagino que tú debes de tener muchos pensamientos con todo lo que has visto.
Moira se tambaleó ligeramente y se echó a reír cuando Cian la cogió del brazo. La soltó inmediatamente.
—Eres tan cuidadoso de no tocarme —comentó ella—. A menos que me estés salvando de la muerte o de ser lastimada. O golpeándome durante el entrenamiento. Encuentro que eso es muy interesante. Eres un hombre interesante, ¿qué opinas tú?
—No lo hago.
—Excepto en una ocasión —continuó ella como si él no hubiera hablado, y se le acercó un poco más—. Aquella ocasión en la que me tocaste muy bien. Aquella vez en que me pusiste las manos encima, y la boca. Me he preguntado acerca de eso.
Cian estuvo a punto de retroceder un paso, y eso lo mortificó.
—Sólo quería darte una lección.
—Soy una estudiosa y me encantan las lecciones. Dame otra entonces.
—El vino te hace decir tonterías. —Lo irritó el sonido pomposo y afectado de su propia voz—. Deberías entrar y hacer que tus damas de compañía te lleven a la cama.
—Sí, me hace decir tonterías. Mañana lo lamentaré, pero bueno, eso será mañana, ¿verdad? Oh, menudo día. —Dio un pequeño giro que hizo que su falda ondease sobre las piedras—. ¿Ha sido esta mañana cuando he ido hasta la piedra? Me siento como si hubiese cargado con la espada y la piedra durante todo el día.
Ahora las estoy dejando descansar; hasta mañana, las estoy dejando descansar. Soy un desastre para la bebida, ¿y qué? —Moira se acercó un poco más, y el orgullo impidió que él retrocediese—. Esperaba que esta noche bailaras conmigo. Esperaba y me preguntaba cómo sería que me tocases fuera del entrenamiento o por buena educación o por error.
—No estaba de ánimo para bailar.
—Oh, y sin duda tú tienes muchos estados de ánimo. —Ella le observó el rostro detenidamente, estudiándolo, pensó Cian, como lo haría con las páginas de un libro—. Y yo también. Cuando me besaste en aquella ocasión, yo estaba irritada. Y también un poco asustada. Ahora no estoy irritada ni asustada. Pero creo que tú sí lo estás.
—Estás añadiendo el ridículo a las tonterías.
—Demuéstralo pues. —Ella cubrió la mínima distancia que los separaba y alzó el rostro hacia él—. Enséñame una lección.
Difícilmente podrían condenarlo por eso. El ya había sido condenado hacía mucho tiempo. Él no fue suave; no fue tierno, sino que la atrajo contra sí y casi la alzó del suelo antes de que su boca descendiera para cubrir la de ella.
Degustó el vino y el calor… y algo que no había anticipado. Ése, lo supo en ese momento, fue su error.
Esa vez, ella estaba preparada para recibirle. Las manos de Moira se enredaron en el pelo de él, su boca estaba abierta y ávida. Ella no se rindió en actitud de entrega, y tampoco se estremeció ante su furiosa embestida. Quería más.
La necesidad lo desgarraba, otro demonio enviado para torturarlo.
Ella se preguntó por qué el aire entre ellos no echaba humo, cómo era posible que ambos simplemente no estallasen en llamas. Aquello era fuego, en la sangre, en los huesos.
¿Cómo había podido vivir toda su vida sin ello?
Incluso cuando Cian la soltó, cuando la empujó alejándola de su cuerpo, permaneció dentro de ella como una fiebre.
—¿Lo has sentido? —Su susurro estaba lleno de admiración—. ¿Has sentido eso?
El sabor de Moira ahora estaba en su interior y todo en él ansiaba más de ella. De modo que no le contestó, no dijo absolutamente nada. Se deslizó en la oscuridad y desapareció antes de que ella pudiese recuperar el aliento.