Soñó. Y en su sueño, era todavía un hombre. Joven, alocado tal vez, sin duda imprudente. Pero entonces vio lo que creyó que era una mujer; enormemente bella y fascinante.
Llevaba un bonito vestido rojo intenso, más elegante de lo que merecía aquel pub en el campo, de mangas largas y amplias. Como un buen clarete, se ceñía a sus formas realzando su piel blanca y brillante. Su pelo era dorado y sus rizos destacaban en contraste con el tocado.
El vestido, su porte, las joyas que resplandecían en su cuello, en sus dedos, le confirmaban que era una dama acomodada y con estilo.
A la luz tenue del pub, él pensó que aquella mujer era como una llama que ardía en la oscuridad.
Dos criados habían dispuesto una habitación privada para que ella cenara y, cuando llegó, su sola presencia había silenciado las conversaciones y la música. Pero sus ojos, azules como el cielo de verano, se habían encontrado con los suyos. Sólo con los suyos.
Cuando uno de los criados había salido del reservado y se había dirigido a él para decirle que la dama solicitaba que la acompañase durante la cena, él no había dudado ni por un instante.
¿Por qué debería haberlo hecho?
Lo estaba pasando bien escuchando los comentarios bienhumorados de los hombres con los que estaba bebiendo, pero se marchó de la mesa sin pensárselo dos veces.
Ella estaba de pie en una habitación iluminada por la luz de las velas y los leños encendidos y servía vino en sendas copas.
—Estoy contenta de que hayas aceptado reunirte conmigo —dijo ella—. Detesto cenar sola, ¿tú no? —Se acercó a él con unos movimientos tan elegantes que casi parecía flotar en el aire—. Me llamo Lilith.
Y le alcanzó una copa llena de vino.
En su forma de hablar había algo exótico, una cadencia de sonidos que remitía a arena caliente y vides exuberantes. Sólo de oírla, él estaba ya medio seducido y completamente hechizado.
Ambos compartieron la sencilla comida, aunque el joven no tenía apetito precisamente de comida. Eran sus palabras lo que él devoraba. Lilith le habló de las tierras a las que había viajado, lugares sobre los que él sólo había leído. Había paseado entre las pirámides, le explicó, bajo la luz de la luna, había subido las colinas de Roma y contemplado los templos en ruinas de Grecia.
Él nunca había viajado más allá de Irlanda, y sus palabras, las imágenes que evocaban, resultaban casi tan excitantes como ella.
Pensó que ella era demasiado joven para haber hecho tantas cosas, pero cuando se lo dijo, la mujer se limitó a sonreír por encima del borde de la copa.
—¿Para qué sirven los mundos si no los usamos? —preguntó ella—. Yo disfruto de muchas cosas. Vino para beber, comida para saborear, tierras para explorar. Eres muy joven —añadió con una sonrisa lenta y provocativa— para conformarte con tan poco. ¿No sientes deseos, o curiosidad, de ver lo que hay más allá de lo que has visto?
—Cuando pueda, he pensado quizá en tomarme un año para ver más mundo.
—¿Un año? —Ella hizo chasquear los dedos con una sonrisa—. Esto es un año. Nada, un parpadeo. ¿Qué harías si tuvieses una eternidad de tiempo? —Sus ojos parecían dos insondables mares azules cuando se inclinó hacia él—. ¿Qué harías con él?
Sin esperar a que le contestase, ella se levantó, dejando una estela de perfume mientras se acercaba a la pequeña ventana.
—Ah, la noche, es tan suave. Como el roce de la seda sobre la piel. —Se volvió con un brillo especial en sus grandes ojos azules—. Yo soy una criatura nocturna. Y creo que tú también lo eres. Nosotros, los que son como nosotros, nos encontramos mejor en la oscuridad.
Él se había puesto de pie cuando ella lo hizo y cuando Lilith regresó a la mesa, su perfume y el vino que había bebido le inundaron los sentidos. Y algo más, había algo denso y brumoso que ofuscaba su mente como una droga.
Ella alzó la cabeza, la echó hacia atrás y luego acercó su boca a la de él.
—¿Y por qué, cuando más a gusto nos encontramos en la oscuridad, deberíamos pasar esas horas solos?
Y en el sueño, todo era como en un sueño, brumoso y confuso. Él estaba en el carruaje de Lilith, con sus pechos blancos y voluptuosos en las manos, su boca caliente y ávida sobre la suya. Ella se echó a reír cuando él comenzó a jugar con su falda, y abrió las piernas en un gesto de seductora invitación.
—Manos fuertes —musitó—. Un rostro agradable. Es lo que necesito, y lo que necesito, lo tomo. ¿Obedecerás mis órdenes?
—Con otra risa ligera, ella le mordió suavemente la oreja—. ¿Lo harás? ¿Lo harás, joven y atractivo Cian de fuertes manos?
—Sí, por supuesto. Sí.
No podía pensar en otra cosa que no fuese enterrarse en ella. Cuando lo hizo, con el carruaje balanceándose furiosamente, la cabeza de Lilith cayó hacia atrás en un completo abandono.
—¡Sí, sí, sí! Tan duro, tan caliente. ¡Dame más y más! Y te llevaré más allá de todo lo que conoces.
Cuando él se hundió profundamente en ella, y estaba casi sin aliento al acercarse al clímax, Lilith levantó nuevamente la cabeza.
Sus ojos ya no eran azules y limpios, sino rojos y salvajes. La conmoción que experimentó hizo que intentara apartarse de ella, pero sus brazos le rodearon el cuerpo súbitamente como cadenas de hierro. Sus piernas se cerraron alrededor de su cintura, manteniéndole dentro de ella, atrapado. Mientras Cian luchaba contra una fuerza implacable, Lilith sonreía, y unos grandes colmillos brillaron en la oscuridad.
—¿Qué eres tú? —No había plegarias en su cabeza; el miedo no dejaba espacio para ellas—. ¿Qué eres tú?
Las caderas de Lilith continuaron subiendo y bajando, llevándolo inexorablemente cerca del punto culminante. Entonces le cogió un mechón de pelo obligándolo así a echar la cabeza hacia atrás para dejar expuesta su garganta.
—Magnífica —contestó ella—. Yo soy magnífica, y tú también lo serás.
Entonces atacó y sus colmillos perforaron la carne. Cian oyó su propio grito; en alguna parte, en medio de la locura y el dolor.
La quemadura que sintió fue indescriptible, le laceró la piel, alcanzó la sangre y hasta el hueso. Y mezclada con esa sensación, deslizándose junto con ella, experimentó un terrible, terrible placer.
Eyaculó, en medio de la sonora y envolvente oscuridad, traicionado por su cuerpo mientras se precipitaba hacia la muerte. Se debatió, sin embargo; una parte de él se aferraba a la luz y hacía un enorme esfuerzo por sobrevivir. Pero el dolor, el placer, lo arrastraban cada vez más profundamente hacia el abismo.
—Tú y yo, mi bello muchacho. Tú y yo. —Ella volvió a hundir los dientes en él, ahora acunándolo entre sus brazos. Con la uña, se hizo un pequeño corte en el pecho de modo que la sangre comenzó a brotar igual que lo hacía, horriblemente, de sus labios—. Ahora bebe. Bebe de mí y vivirás para siempre.
No. Su boca no pudo formar la palabra, pero la gritó a través de su mente. Al sentir que la vida se le escapaba, luchó débilmente para aferrarse a esa negativa. Incluso cuando Lilith le atrajo la cabeza hacia su pecho, él se resistió con las pocas fuerzas que le quedaban.
Entonces la probó, el sabor rico y embriagador que fluía de ella. La vida que latía en ella. Y, como si fuese un bebé succionando el pecho de su madre, Cian bebió su propia muerte.
El vampiro se despertó en medio de una oscuridad absoluta, de un silencio total. Así había sido desde que lo transformaron, hacía ya tanto tiempo; se despertaba a la puesta de sol sin ni siquiera el sonido de los latidos de su propio corazón agitando el aire.
Aunque había tenido ese sueño en innumerables ocasiones a lo largo de innumerables años, lo perturbaba volver a precipitarse de nuevo a ese precipicio. El hecho de verse como había sido, ver su propio rostro —un rostro que desde aquella noche no había podido ver estando despierto—, lo ponía nervioso e irritable.
Él no meditaba acerca de su destino. Era una ocupación absolutamente inútil. Aceptaba y usaba lo que era y, a través de su eternidad personal, había acumulado riquezas, mujeres, bienestar, libertad. ¿Qué más podía desear un hombre?
Carecer de latidos era un pequeño precio que debía pagar por ello en el gran esquema de las cosas. Un corazón que latía envejecía y se debilitaba y, en cualquier caso, a la larga acababa por pararse, como un reloj roto.
¿Cuántos cuerpos había visto deteriorarse y morir en sus más de novecientos años? No podía contarlos. Y, aunque no podía ver el reflejo de su propio rostro, sabía que era exactamente el mismo que tenía la noche en que Lilith se lo había llevado. Sus huesos aún eran fuertes, y la piel que los cubría seguía siendo firme, elástica y sin arrugas. Tenía una vista excelente y sus ojos no habían perdido su color. En su pelo no había, ni habría jamás, ningún vestigio gris, ni arrugas en su cuello.
A veces, en la oscuridad, en privado, utilizaba los dedos para palparse el rostro. Allí estaban los pómulos, altos y pronunciados, la hendidura del mentón, los ojos hundidos que sabía que eran intensamente azules. Su nariz recta, la firme curva de los labios.
El mismo. Siempre el mismo. Pero aun así, se concedía la pequeña indulgencia de unos momentos para recordar cómo era.
Se levantó de la cama en la oscuridad, el cuerpo desnudo, esbelto y musculoso, y se echó hacia atrás el pelo negro que enmarcaba su rostro. Había nacido como Cian Mac Cionaoith, aunque desde entonces había tenido muchos nombres. Y ahora había vuelto a llamarse Cian… gracias a su hermano. Hoyt no lo llamaría de ningún otro modo y, puesto que esa guerra en la que había accedido a participar podía acabar con él, Cian decidió que era justo que llevase el nombre que le habían puesto al nacer.
Desde luego, preferiría no morir en la contienda. En su opinión, sólo los locos o los muy jóvenes consideraban la muerte como una aventura. Pero si ése era su destino, en ese momento y ese lugar, al menos desaparecería con estilo. Y si había alguna justicia en algún mundo, se llevaría a Lilith con él al polvo.
Su vista era tan fina como el resto de sus sentidos, de modo que podía moverse fácilmente en la oscuridad, y se acercó a una cómoda en busca de una de las bolsas de sangre que había traído consigo desde Irlanda. Por lo visto, los dioses habían decidido permitir que la sangre, así como el vampiro que la necesitaba como alimento, viajasen a través de los guindos desde su círculo de piedras.
Por otra parte, se trataba de sangre de cerdo. Hacía siglos que Cian no se alimentaba de seres humanos. Una elección personal, reflexionó mientras abría la bolsa y vertía el contenido en una taza. Una cuestión de voluntad, y también de buenos modales lo habían llevado a eso. El vivía entre los humanos, hacía negocios con ellos, dormía con ellos cuando estaba de ánimo para hacerlo. Le parecía descortés alimentarse de ellos.
En cualquier caso, había descubierto que le resultaba más sencillo vivir como le gustaba hacerlo, manteniéndose fuera de foco, si no mataba alguna alma desafortunada todas las noches. La alimentación con seres vivos añadía una excitación y un sabor que nada podía igualar, pero era por naturaleza un asunto desagradable.
Poco a poco se había ido acostumbrando al sabor más anodino de la sangre de cerdo y a la comodidad de tenerla al alcance de la mano, en lugar de verse obligado a salir y cazar algo cada vez que tenía hambre.
Se tomó la sangre del mismo modo en que un humano lo haría con su café de la mañana… por hábito y por la necesidad de un estímulo al despertar. La sangre le aclaraba la mente y ponía en funcionamiento su sistema.
Mientras se lavaba, no se preocupó por el fuego ni las velas. No podía decir que estuviese encantado con las comodidades que le brindaba Geall. Con castillo o sin él, se sentía totalmente fuera de lugar en aquella atmósfera medieval, lo mismo que Glenna y Blair.
Él ya había vivido en esa época una vez, y una vez era más que suficiente para cualquiera. Sin ningún género de dudas, prefería la comodidad cotidiana de las conducciones y desagües, de la electricidad y de la jodida comida china que te llevaban a domicilio.
Echaba de menos su coche, su cama, el maldito microondas. Añoraba la vida y los sonidos de la ciudad y todo lo que ésta ofrecía. El destino le daría una buena patada en el culo si moría allí, en la misma época en que su vida había comenzado.
Una vez vestido abandonó su habitación para dirigirse a las caballerizas en busca de su caballo.
Había gente fuera —criados, guardias, cortesanos—, todos los que vivían y trabajaban dentro del castillo. La mayoría lo evitó, esquivando su mirada o bien acelerando el paso. Algunos hacían el signo contra el diablo a su espalda. Pero eso a Cian no le preocupaba en absoluto.
Todos sabían lo que era… y habían sido testigos de lo que eran capaces las criaturas como él desde que Moira, la gladiadora erudita, había luchado contra uno de ellos en el campo de juegos.
Había sido una buena estrategia, pensó ahora, que Moira le pidiese que, junto a Blair y Larkin, cazara a los dos vampiros que habían matado a su madre, la reina. Moira había entendido la importancia, el valor de traer a los vampiros con vida para que la gente pudiese ver lo que realmente eran. Y para que viesen a la propia Moira luchar contra uno de ellos y matarle, demostrando así que era una combatiente.
Al cabo de unas semanas, ella conduciría a su pueblo a la guerra. Y cuando una tierra como Geall ha vivido en paz tanto tiempo, se necesita un líder fuerte y decidido para convertir en soldados a campesinos y comerciantes, a damas de la corte y a decrépitos asesores.
El no estaba seguro de que Moira estuviese a la altura de la tarea a la que debía enfrentarse. Pero era una muchacha valiente, pensó mientras se deslizaba fuera del castillo y atravesaba un patio empedrado en dirección a las caballerizas. Además de muy inteligente. Y no cabía duda de que había perfeccionado una considerable habilidad para el combate a lo largo de los dos últimos meses. Por otra parte, era evidente que había sido instruida desde su nacimiento en cuestiones de Estado y protocolo, y su mente era ingeniosa y abierta.
Imaginó que, en tiempos de paz, Moira sería capaz de gobernar muy bien su pequeño y bonito mundo. Pero en tiempos de guerra, un gobernante tenía que ser un general además de un líder decorativo.
Si de él hubiese dependido, habría dejado a Riddock, su tío, a cargo del gobierno. Pero había muy pocas cosas en todo aquel asunto que dependieran de él.
La oyó antes de verla y percibió su olor incluso antes de oírla. Cian estuvo a punto de darse la vuelta y regresar por donde había venido. Era un fastidio toparse con una mujer en la que uno había estado pensando.
El problema era que, con demasiada frecuencia, pensaba sólo en ella.
Evitar a Moira no era algo factible, desde el momento en que estaban inexorablemente unidos en aquella guerra. Sin embargo, alejarse en aquellos momentos sin ser visto sería muy sencillo. Y un gesto de cobarde. El orgullo, como siempre, le impidió elegir el camino más fácil.
Los mozos habían alojado su caballo en el extremo del establo, separado del resto de los caballos por dos caballerizas. Cian entendía y toleraba que los mozos de cuadra y los herradores se mostrasen reacios a atender el caballo de un demonio. Del mismo modo que sabía que Larkin o Hoyt eran quienes se encargaban de asear y alimentar a su temperamental Vlad todas las mañanas.
Por otra parte, todo parecía indicar que Moira había asumido la tarea de mimar al animal. Sostenía un manojo de zanahorias en una mano, comprobó Cian, y balanceaba una ante el morro del caballo, tentándolo para que la cogiera.
—Tú sabes que la quieres —musitó Moira—. Es tan apetitosa. Lo único que tienes que hacer es cogerla.
El pensaba lo mismo acerca de Moira, reflexionó Cian.
Iba vestida con una túnica sobre una sencilla falda de lino, por lo que dedujo que cualquier entrenamiento que hubiese estado realizando ese día ya había terminado. Su atuendo era extremadamente sencillo para tratarse de una princesa; de un azul discreto, con apenas un atisbo de encaje en el pecho. En su cuello brillaba la cruz de plata, una de las nueve cruces que Glenna y Hoyt habían encantado. Llevaba el pelo suelto, una sedosa cascada color castaño que le caía sobre la espalda y le llegaba a la cintura, y estaba coronada con el delgado símbolo de su cargo.
No era hermosa. Cian se lo recordaba a sí mismo a menudo, casi tan a menudo como pensaba en ella. Moira era, en el mejor de los casos, una chica bonita. Pequeña, delgada, de rasgos también pequeños. Sólo sus ojos eran grandes. Color gris claro cuando estaba tranquila y pensativa, escuchando. Como humo del infierno cuando estaba excitada.
Él podía elegir entre grandes bellezas… como lo haría cualquier hombre con cierto sentido y habilidad que ya llevase unos cuantos siglos a cuestas. Moira no era hermosa, pero a pesar de todos los esfuerzos que hacía, no podía apartarla de su mente.
Sabía que podía tenerla si dedicaba algo de esfuerzo a seducirla. Moira era joven y curiosa, e inocente y, por lo tanto, muy vulnerable. Que era la razón por la que, por encima de todo lo demás, él sabía que, si buscaba entretenimiento, compañía y alivio a sus necesidades, sería mucho mejor que sedujera a cualquiera de sus damas.
Cian se había hartado de inocencia hacía ya mucho tiempo, del mismo modo que se había hartado de beber sangre humana.
Su caballo, sin embargo, parecía tener mucha menos fuerza de voluntad. Sólo tardó un momento en inclinar la cabeza y morder la zanahoria que Moira le ofrecía.
Ella se echó a reír y acarició las orejas de Vlad mientras éste masticaba.
—¿Lo ves? No era tan difícil, ¿verdad? Tú y yo somos amigos. Sé que te sientes solo de vez en cuando. ¿No nos pasa eso a todos?
Estaba levantando otra zanahoria cuando Cian salió de entre las sombras.
—Conseguirás convertirlo en un cachorro mimado, ¿y entonces qué clase de caballo de guerra será Vlad cuando llegue Samhain?
Moira dio un respingo y luego se puso rígida. Pero cuando se volvió hacia Cian su rostro se había serenado.
—No te molesta, ¿verdad? A Vlad le gusta disfrutar de un pequeño regalo de vez en cuando.
—¿No nos pasa eso a todos? —musitó él.
Apenas un leve rubor en sus mejillas delató su turbación al haber sido oída sin darse cuenta.
—El entrenamiento ha estado muy bien hoy. Está llegando gente de todo Geall. Son tantos los que desean luchar que hemos decidido que instalaremos una segunda zona de entrenamiento en las tierras de mi tío. Tynan y Niall trabajarán allí.
—¿Y el alojamiento?
—Sí, ese aspecto se está convirtiendo en un problema. Alojaremos en el castillo a todos los que podamos, y también en la casa de mi tío. Además contamos con la posada, y muchos de los campesinos y agricultores ya están albergando a familiares y amigos. Nadie será rechazado. Encontraremos una manera de hacerlo.
Moira jugaba con su cruz mientras hablaba. No porque le temiese, pensó Cian, sino como una especie de tic.
—También hay que pensar en la comida. Son muchos los que tienen que abandonar sus cultivos y su ganado para venir aquí. Pero nos arreglaremos. ¿Has comido?
Moira se sonrojó intensamente tan pronto como las palabras hubieron salido de su boca.
—Lo que quería decir es que habrá cena en el salón si…
—Sé lo que has querido decir. No. Pensaba echarle un vistazo al caballo primero, pero parece estar bien cuidado y alimentado. —En cuanto él acabó de decir esas palabras, Vlad golpeó con su cabeza el hombro de Moira—. Y echado a perder —añadió Cian.
Moira frunció el cejo, un gesto que Cian sabía que hacía cuando estaba enfadada o pensativa.
—Sólo son zanahorias y le hacen bien.
—Hablando de comida, dentro de una semana necesitaré sangre. ¿Podrías encargarte de que no se desperdicie la de los próximos cerdos que vayan a ser sacrificados?
—Por supuesto.
—Eres muy amable.
Ahora un ligero gesto de irritación cruzó el rostro de Moira.
—Puedes coger del cerdo todo lo que necesites. Quiero decir que nadie despreciaría una buena tajada de beicon, ¿no?
Dejó la última zanahoria en manos de Cian y empezó a alejarse, pero se detuvo a los pocos pasos.
—No sé por qué me irritas con tanta facilidad. Ni si lo haces o no a propósito. —Levantó una mano—. Y no, no creo que quiera saber la respuesta por ahora. En cambio me gustaría hablar contigo cuando tengas un momento acerca de otro asunto.
Evitarla no era posible, se recordó a sí mismo.
—Tengo un momento.
Ella echó un vistazo alrededor. Allí no sólo los caballos tenían orejas.
—Me pregunto si podrías dedicar ese momento a dar un paseo conmigo. Me gustaría que esto quedase en privado.
Cian se encogió de hombros y, dándole a Vlad la última zanahoria, se reunió con Moira y salieron juntos de las caballerizas.
—¿Secretos de Estado, su alteza?
—¿Por qué tienes que burlarte Ce mí?
—En realidad no me estaba burlando. Estás un poco susceptible esta noche, ¿no crees?
—Es posible que lo esté. —Se echó hacia atrás el pelo que caía sobre sus hombros—. Con todo esto de la guerra y el fin de los días, además de las cuestiones prácticas relacionadas con el lavado de la ropa y la provisión de alimentos para un ejército, es posible que esté un tanto irritable.
—Puedes delegar.
—Lo hago. Pero aun así requiere tiempo y atención poner las tareas en otras manos, encontrar las más adecuadas, explicar cómo deben llevarse a cabo. Pero no era de esto de lo que quería hablar contigo.
—Siéntate.
—¿Qué?
—Siéntate. —La cogió del brazo, ignorando la manera en que sus músculos se tensaron contra su mano, y la obligó a sentarse en un banco—. Siéntate, deja al menos descansar un poco los pies ya que al parecer no quieres apagar durante cinco minutos ese cerebro inquieto que tienes.
—No puedo recordar cuándo fue la última vez que tuve una hora sólo para mí y un libro. Bueno, en realidad sí puedo recordarlo. Fue cuando estábamos en Irlanda, en tu casa. Lo echo de menos… los libros, la quietud que hay en ellos.
—Tienes que tomarte esa hora para ti de vez en cuando. De otro modo te agotarás, y eso no será bueno para ti y tampoco para los demás.
—Siento las manos tan llenas que me duelen los brazos. —Se miró las manos, que descansaban en su regazo, y suspiró—. Ya estoy de nuevo con lo mismo. ¿Qué es lo que dice Blair? Mierda, mierda, mierda.
Se sorprendió al oír la risa de Cian y volvió la cabeza para son reírle.
—Seguro que Geall nunca ha tenido una reina como tú.
La sonrisa de Moira se desvaneció.
—No, tienes derecho a pensarlo. Aunque pronto veremos si soy la reina o no. Mañana, cuando amanezca, iremos a la piedra.
—Entiendo.
—Si consigo sacar la espada de ella, como lo hizo mi madre en su época, y su padre en la suya, Geall tendrá una reina como yo.
—Miró hacia las puertas del castillo por encima de los arbustos—. En ese caso, Geall no tendrá otra alternativa. Y yo tampoco.
—¿Desearías que fuera de otra manera?
—No sé qué es lo que desearía, de modo que no deseo nada en absoluto… excepto que termine cuanto antes. Entonces podré hacer, bueno, lo que sea necesario hacer a continuación. Quería decírtelo. —Ella apartó la vista de lo que fuese que viera en su mente y volvió a mirarle a los ojos—. Me hubiese gustado que encontrásemos alguna manera de celebrar la ceremonia de noche.
Ojos dulces, pensó él, y tan serios…
—Es demasiado peligroso celebrar cualquier clase de ceremonia después de la puesta de sol más allá de las murallas del castillo.
—Lo sé. Todos los que deseen presenciar el ritual pueden asistir. Tú no puedes, lo sé. Y lamento que sea así. Me parece mal.
Creo que nosotros seis, nuestro círculo, deberíamos estar juntos en un momento como ése.
Su mano volvió a buscar la cruz que colgaba de su cuello.
—Geall no es asunto tuyo, eso también lo sé, pero ese momento será importante por lo que pase después. Hay más de lo que imaginaba. Más de lo que nunca podría haber imaginado.
Moira inspiró profundamente con un ligero estremecimiento.
—Ellos mataron a mi padre.
—¿Qué estás diciendo?
—Tengo que seguir caminando. No puedo quedarme sentada.
Se levantó rápidamente, frotándolos, los brazos para calentarse ante el frío súbito en el aire y en su sangre. Atravesó el patio en dirección a uno de los jardines.
—Es algo que no le he contado a nadie, y tampoco tenía intenciones de contártelo a ti. ¿Qué sentido tiene? Además no tengo ninguna prueba, sólo se trata de algo que sé.
—¿Qué es lo que sabes?
Moira se dio cuenta de que hablar con Cian, explicárselo a él, era más fácil de lo que había pensado, porque también a él le incumbía.
—Uno de los dos vampiros que mataron a mi madre, los que trajisteis aquí. El vampiro contra el que luché. —Levantó una mano y él observó cómo recuperaba la compostura—. Antes de que lo matase, dijo algo acerca de mi padre y de la forma en que murió.
—Probablemente estaba tratando de conseguir que perdieras la calma, romper tu concentración.
—Hizo un buen trabajo en ese sentido, pero había algo más. Lo sé, en mi interior. —Lo miró fijamente y se llevó la mano al corazón—. Lo supe cuando miré a ese vampiro. No sólo mi madre sino también mi padre. Creo que Lilith los envió a matar a mi madre porque ya había tenido éxito antes. Cuando yo era una niña.
Moira continuó caminando, la cabeza inclinada por el peso de sus pensamientos, su delgada corona brillando a la luz de las antorchas.
—Todos creyeron que había sido un oso. Mi padre estaba cazando en las montañas. Lo mataron a él y al hermano pequeño de mi madre. Mi tío Riddock no los había acompañado en esa ocasión porque mi tía estaba a punto de dar a luz. Yo…
Moira volvió a interrumpirse al oírse pasos cerca de ellos, y se mantuvo en silencio hasta que el sonido de las pisadas se perdió en la distancia.
—Los que los encontraron y trajeron los cuerpos al castillo creyeron que había sido obra de animales. Y así fue —afirmó con voz acerada—. Pero esos animales caminan como un hombre. Lilith les envió para que matasen a mi padre, para que yo fuese la única hija.
En ese momento, se volvió hacia él, la luz de la antorcha teñía de rojo su rostro intensamente pálido.
—Tal vez, en aquella época, ella sólo supiera que el soberano de Geall sería uno de los integrantes del círculo. O, quizá fuese más fácil matarlo a él y no a mí en aquel momento, ya que yo era poco más que un bebé y estaba muy protegida. Tenía mucho tiempo por delante para enviar a los asesinos en mi busca. Pero en cambio mataron a mi madre.
—Los que lo hicieron están muertos.
—¿Acaso es eso un consuelo? —se preguntó en voz alta, y pensó que, por parte de él, probablemente fuese una manera de ofrecérselo—. No sé qué pensar. Pero sé que Lilith se llevó a mis padres de mi lado. Se los llevó para detener algo que no puede detenerse. Cuando llegue Samhain nos encontraremos cara a cara en el campo de batalla, porque así está escrito. Y luche yo como reina o no, lucharé. Es decir, los mató para nada.
—Y no hay nada que hubieses podido hacer para impedirlo.
Sí, consuelo, pensó ella otra vez. Extrañamente, su concisa afirmación le daba precisamente eso.
—Rezo para que eso sea verdad. Pero sé que, debido a lo que se hizo, a lo que no se hizo, a lo que debía hacerse, lo que suceda mañana es mucho más importante que un mero ritual. Quienquiera que sostenga mañana esa espada, dirigirá esta guerra, y la empuñará con la sangre de mis padres asesinados. Ella no pudo impedirlo y no podrá impedirlo. —Moira retrocedió unos pasos y señaló hacia arriba—. ¿Ves esas banderas? El dragón y el claddaugh. Los símbolos de Geall desde el principio de su existencia. Antes de que esto comience, pediré que sea izada una bandera con un nuevo símbolo.
Cian pensó en todos los símbolos entre los que ella podía elegir: una espada, una estaca, una flecha. Pero entonces lo supo. No sería una arma, un instrumento de guerra y muerte, sino un símbolo de esperanza y resistencia.
—Un sol. Para que extienda su luz sobre el mundo —dijo él.
La sorpresa mezclada con el placer que la recorrió iluminó el rostro de Moira.
—Sí. Tú eres capaz de entender mi pensamiento, y la necesidad. Un sol dorado en una bandera blanca para que represente la luz, los mañanas por los que lucharemos. Ese sol, dorado como la gloria, será el tercer símbolo de Geall, uno que yo traigo a mi mundo. Y maldita sea Lilith. Malditos sean ella y lo que ella trajo aquí.
Moira, ahora con el rostro sonrojado, inspiró profundamente.
—Sabes escuchar… y yo hablo demasiado. Entremos. Los demás deben de estar ya reuniéndose para la cena.
Cian le tocó un brazo para detenerla.
—Antes creía que no serías una reina adecuada para tiempos de guerra. Creo que es una de las pocas veces en que me he equivocado.
—Si la espada es mía —dijo ella—. De momento no soy la reina, aún no sabes si te has equivocado.
Cuando echaron a andar hacia las puertas del castillo, a Cian se le ocurrió pensar que Moira y él acababan de mantener la conversación más larga de las sostenidas en los dos meses que habían transcurrido desde que se conocieron.
—Tienes que decírselo a los demás. Tienes que decirles lo que crees que le sucedió a tu padre. Si esto es un círculo, no deberían existir secretos que pudiesen debilitarlo.
—Tienes razón. Sí, tienes razón.
Al entrar en el castillo, tenía la cabeza erguida, y sus ojos eran color gris claro.