A mediados del invierno, en Rincón Frío, las mujeres del Clan de la Nieve libraban una guerra fría contra los hombres. Caminaban penosamente, enfundadas en sus pieles blancas, casi invisibles contra la nieve recién caída, siempre juntas en grupos femeninos, silenciosas o, como mucho, siseando cual sombras airadas. Evitaban la Sala de los Dioses, con sus árboles que servían de columnas, las paredes de cuero trenzado y el alto tejado de pinaza.
Se reunían en la gran Tienda oval de las Mujeres, que montaba guardia ante las tiendas domésticas más pequeñas, donde celebraban sesiones de cánticos y siniestras lamentaciones, así como diversas prácticas silenciosas destinadas a crear poderosos encantamientos que atarían los tobillos de sus esposos a Rincón Frío, les paralizarían y les producirían resfriados pertinaces con abundancia de lágrimas y mucosidades, manteniendo en reserva la amenaza de la Gran Tos y la Fiebre Invernal. Todo hombre que fuese tan imprudente de caminar solo de día, corría el riesgo de que le embistieran, le bombardearan con bolas de nieve y, si caía, le pisotearan... por más que fuera un bardo o un vigoroso cazador.
Y ser blanco de los no menos blancos proyectiles lanzados por las mujeres del Clan de la Nieve no era cosa de risa. Cierto es que tiraban por lo alto, pero sus músculos estaban dotados de gran fuerza, gracias a actividades tales como cortar leña, poda de altas ramas y aporreamiento de pellejos, incluido el dela colosal behemot, cuya dureza sólo era comparable a la del hierro. Y en ocasiones congelaban sus bolas de nieve, utilizándolas como pedruscos de hielo.
Los hombres fornidos, endurecidos por la intemperie invernal, soportaban todo esto con inmensa dignidad, deambulando como reyes ataviados con sus chillonas pieles de ceremonia, negras, bermejas y teñidas con todos los colores del arco iris. Bebían en abundancia pero con discreción y traficaban con tanta astucia como los ilthmarts sus fragmentos de ámbar corriente y gris, sus níveos diamantes sólo visibles de noche, sus brillantes pieles de animales y sus hierbas del hielo, a cambio de paños tejidos, especias picantes, hierro añilado y bronceado, miel, velas de cera, pólvora que resplandecía rugiente con múltiples colores y otros productos del sur civilizado. Sin embargo, insistían en mantenerse generalmente en grupos, y había muchos con la nariz goteante entre ellos.
Las mujeres no ponían objeciones a este trueque. Sus hombres eran hábiles en este oficio y ellas las principales beneficiarias. Lo preferían mucho más a las ocasionales incursiones piráticas de sus maridos, que se llevaban a aquellos fuertes hombres muy lejos, a las costas orientales del Mar Exterior, fuera del alcance de la supervisión matriarcal inmediata, e incluso, temían a veces las mujeres, de su potente magia femenina. Rincón Frío era el punto meridional más lejano jamás alcanzado por todo el Clan de la Nieve, cuyos miembros pasaban la mayor parte de sus vidas en el Yermo Frío y entre las laderas de las Montañas de los Gigantes, tan altas que sus cumbres no se veían, e incluso más al norte, en los Huesos de los Antiguos, y, así, aquel campamento invernal constituía su única posibilidad anual de dedicarse a un trueque apacible con los emprendedores mingoles, sarheenmarts, lankhmarts e incluso con algún hombre del desierto oriental, tocado con un pesado turbante, arropado hasta los ojos, y con enormes guantes y botas.
Tampoco se oponían las mujeres a que empinaran el codo. Sus maridos eran grandes trasegadores de aguamiel y cerveza, en todo momento, e incluso del aguardiente nativo de patata blanca de nieve, una bebida más embriagadora que la mayoría de vinos y licores que los mercaderes dispensaban con optimismo.
No, lo que las Mujeres de la Nieve detestaban tanto y que todos los años les llevaba a librar una guerra fría en la que apenas estaba proscrito ningún material o hechizo mágico, era el espectáculo teatral que inevitablemente llegaba temblando al norte junto con los mercaderes, sus atrevidos actores con sus rostros agrietados y las piernas llenas de sabañones, pero latiéndoles los corazones por el suave oro norteño y los públicos fáciles aunque alborotadores..., un espectáculo tan blasfemo y obsceno que los hombres se apropiaban en exclusiva de la Sala de los Dioses para su representación (ya que Dios no se inmutaba) y negaban la entrada a las mujeres y los jóvenes; un espectáculo cuyos actores, según las mujeres, no eran más que viejos sucios y escuálidas muchachas sureñas aún más sucias, de moral tan laxa como las ataduras de sus escasas prendas, cuando iban vestidas. No se les ocurría a las Mujeres de la Nieve, que una chiquilla flaca, sucia y desnuda, la piel azulada y de gallina en el frío de la Sala de los Dioses, con sus corrientes de aire, apenas sería objeto de atracción erótica, aparte de su riesgo permanente de congelación generalizada.
Así pues, cada invierno, las Mujeres de la Nieve siseaban, tramaban magias, se movían furtivamente y arrojaban sus duras bolas de nieve a los hombres que se retiraban con ostentación, y era frecuente que capturasen a un marido viejo, o lisiado, o estúpido, o joven y borracho, y le zurrasen a conciencia.
Este combate, externamente cómico, tenía un trasfondo siniestro. Sobre todo, cuando trabajaban juntas, las Mujeres de la Nieve tenían la reputación de ostentar potentes magias, en especial a través del elemento del frío y sus consecuencias: tendencia a resbalar, congelación súbita de la piel, la adherencia de la piel al metal, la fragilidad de los objetos, la masa amenazante de los árboles cargados de nieve y la masa mucho mayor de las avalanchas. Y no había ningún hombre que no sintiera temor del poder hipnótico de sus ojos azul gélido.
Cada Mujer de la Nieve, en general con la ayuda del resto, trabajaba para mantener un dominio absoluto de su hombre, si bien dejándole aparentemente en libertad, y se susurraba que los maridos recalcitrantes habían sufrido lesiones o incluso habían sido asesinados, en general mediante algún instrumento relacionado con el frío. Entretanto, las camarillas brujeriles y las brujas individuales se entregaban a un juego de poder unas contra otras, en el que los hombres, incluso los más pendencieros y audaces, hasta los jefes y sacerdotes, no eran más que fichas.
Durante la quincena de trueques y los dos días del espectáculo, brujas y muchachas fornidas guardaban la Tienda de las mujeres, de cuyo interior surgían fuertes aromas de perfume, hedores, destellos y brillos intermitentes por la noche, golpes y tintineos, crujidos, siseos de metal incandescente al contacto con el agua y cánticos mágicos y susurros que nunca cesaban del todo.
Aquella mañana, uno podía imaginar que la brujería de las Mujeres de la Nieve actuaba en todas partes, pues no había viento y el cielo estaba encapotado, y había jirones de niebla en el aire húmedo y gélido, por lo que se formaban con rapidez cristales de hielo en cada arbusto y rama, cada ramita y saliente de cualquier clase, incluyendo las guías de los bigotes masculinos y las orejas de los linces domesticados. Los cristales eran tan azules y brillantes como los ojos de las Mujeres de la Nieve, y una mente imaginativa podía percibir incluso en sus formas las figuras de las Mujeres de la Nieve, encapuchadas, altas, con túnicas blancas, pues muchos de los cristales crecían hacia arriba, como llamas diamantinas.
Y aquella mañana las Mujeres de la Nieve habían capturado, o más bien tuvieron una ocasión casi segura de atrapar, a una víctima selecta casi inimaginable, pues una de las muchachas del espectáculo, ya fuera por ignorancia o estúpido atrevimiento, y quizá tentada por el aire relativamente suave, engendrador de gemas, había salido a pasear por la nieve apelmazada, lejos de la seguridad que ofrecían las tiendas de los actores, más allá de la Sala de los Dioses, por el lado del precipicio, y desde allí entre dos bosquecillos de altos árboles de hoja perenne cargados de nieve, hasta salir al puente de roca natural cubierto de nieve que había sido el inicio de la Antigua Carretera del sur a Gnampf Nar hasta que una parte de su sección central, con la longitud de unos cinco hombres, se derrumbó sesenta años atrás.
Se había detenido a corta distancia del borde, curvado hacia arriba y peligroso, mirando durante largo rato hacia el sur a través de los jirones de niebla que, a lo lejos, se disgregaban como largos filamentos de lana. Debajo de ella, en la hendidura del desfiladero, los pinos cubiertos de nieve del cañón de los Duendes parecían tan pequeños como las tiendas blancas de un ejército de gnomos del hielo. La mirada de la muchacha recorrió lentamente el cañón desde sus lejanos inicios en el este hasta donde, al estrecharse, pasaba directamente por debajo de ella y luego, con un ensanchamiento gradual, se curvaba hacia el sur, hasta el contrafuerte situado al otro lado, con la sección gemela, saliente, del que fue en otro tiempo puente de piedra y que bloqueaba el panorama hacia el sur. Entonces su mirada retrocedió para recorrer la Carretera Nueva desde donde iniciaba su descenso, más allá de las tiendas de los actores, y se aferraba a la pared lejana del cañón hasta que, tras muchas subidas, bajas y curvas —al contrario que la Carretera Antigua, más suave y recta— se internaba entre los pinos e iba con ellos hacia el sur.
Quien se hubiese fijado en su mirada anhelante, podría haber pensado que la actriz era una tonta doncella que añoraba su hogar, lamentaba ya la gira por el frío norte y suspiraba por algún callejón de los actores, caluroso y lleno de moscas, más allá de las Ocho Ciudades y el Mar Interior... pero la serena confianza de sus movimientos, la orgullosa prestancia de sus hombros y el lugar peligroso que había elegido para mirar, sugerían otra cosa, pues aquel sitio no era sólo físicamente peligroso, sino también tan cercano a la Tienda de las Mujeres como lo estaba de la Sala de los Dioses, y además era un lugar tabú, porque un jefe y sus hijos se habían precipitado por allí, encontrando la muerte, cuando el centro del puente rocoso cedió sesenta años atrás, y porque el puente de madera que lo reemplazó cayó bajo el peso de la carreta de un comerciante de licores, hacía unos cuarenta años. El hombre vendía uno de los aguardientes más fuertes, y fue la suya una pérdida lo bastante terrible para justificar los más severos tabúes, incluido el que prohibía la reconstrucción del puente.
Y como si estas tragedias no bastaran para saciar a los celosos dioses y hacer el tabú absoluto, solamente dos años atrás el esquiador más hábil que había producido el Clan de la Nieve en varias décadas, un tal Skif, borracho de aguardiente de nieve y con un orgullo glacial, había intentado saltar sobre la brecha desde el lado del Rincón Frío. Remolcado hasta adquirir velocidad y empujando furiosamente con sus palos, despegó como un halcón en vuelo planeante, pero no llegó al nevado extremo opuesto por la distancia de un brazo extendido; las puntas de sus esquíes golpearon contra la roca, y él mismo se estrelló en las rocosas profundidades del cañón.
La aturdida actriz llevaba un largo abrigo de piel de zorro castaño rojizo, que sujetaba con una ligera cadena de latón revestida de oro. Cristales de hielo se habían formado en su cabello castaño oscuro, recogido en un peinado muy alto.
Por la estrechez del abrigo, su figura prometía ser flacucha, o al menos poco musculosa para satisfacer la noción que las Mujeres de la Nieve tenían de las jugadoras femeninas, pero medía casi seis pies de altura... lo cual era excesivo para una actriz y una afrenta más para las altas Mujeres de la Nieve que ahora se acercaban a ella por detrás, en una silenciosa hilera blanca.
Una bota de piel blanca, lanzada con excesivo apresuramiento, golpeó contra la nieve helada.
La actriz giró sobre sus talones y sin vacilación echó a correr por el camino que la había llevado hasta allí. Sus tres primeros pasos rompieron la costra helada, haciéndole perder tiempo, pero aprendió en seguida el truco de correr deslizándose sobre el hielo.
Se subió su abrigo rojizo; llevaba negras botas de piel y brillantes medias escarlata.
Las Mujeres de la Nieve se deslizaron con rapidez tras ella, lanzándole sus duras bolas de nieve, una de las cuales alcanzó a la actriz en el hombro. Cometió el error de mirar atrás.
Tuvo la mala suerte de que dos bolas de nieve le dieran en la mandíbula y la frente, debajo del labio pintado y sobre una ceja negra arqueada. Entonces se tambaleó, dio una vuelta completa y una bola de nieve lanzada casi con la fuerza de una piedra de honda le alcanzó en el diafragma, haciéndole doblarse y cortándole la respiración.
Cayó al suelo. Las mujeres de blanco se lanzaron hacia adelante, sus ojos azules brillantes de furia.
Un hombre alto, delgado, con negro mostacho, una chaqueta pardusca acolchada y turbante bajo y negro, dejó de observar desde el lugar que ocupaba al lado de una de las columnas vivientes de la Sala de los Dioses, de áspera corteza y llena de cristales de hielo, y corrió hacia la mujer caída. Sus pisadas rompían la costra helada, pero sus fuertes piernas le conducían sin vacilación.
Entonces aminoró la marcha, asombrado, porque pasó por su lado como una exhalación una figura alta, blanca, esbelta, deslizándose con tal rapidez que por un momento pareció que lo hiciera sobre esquíes. El hombre del turbante pensó que era otra Mujer de la Nieve, pero entonces observó que llevaba un jubón corto de piel en vez de una larga túnica, por lo que presumiblemente era un Hombre o un joven de la Nieve, aunque el hombre del turbante negro nunca había visto a un varón del Clan de la Nieve vestido de blanco.
La rápida y extraña figura deslizante siguió avanzando con la cabeza gacha y desviando la mirada de las Mujeres de la Nieve, como si temiera encontrarse con su airada mirada azul. Entonces, al arrodillarse. con presteza junto a la actriz caída, una larga cabellera rubia rojiza se desprendió de su capucha. Por ello y por la esbeltez de su figura, el hombre del turbante negro supo en un instante de temor que la persona recién llegada era una Muchacha de la Nieve muy alta, ansiosa de asestar el primer golpe directo.
Pero entonces vio que sobresalía del cabello rubio rojizo una mandíbula masculina, y también un par de macizos brazaletes de plata de la clase que sólo se consigue mediante la piratería. Luego el joven recogió a la actriz y se deslizó alejándose de las Mujeres de la Nieve, que ahora sólo podían ver las piernas de su víctima enfundadas en las medias escarlata. Una andanada de pelotas de nieve golpearon la espalda del rescatador, el cual osciló un poco, pero siguió corriendo con decisión, todavía agachando la cabeza.
La Mujer de la Nieve más robusta, con el porte de una reina y el rostro ojeroso todavía bello, aunque el cabello, que le caía a cada lado, era blanco, dejó de correr y gritó con una voz profunda:
—¡Vuelve, hijo! ¿No me oyes, Fafhrd? ¡Vuelve ahora mismo!
El joven meneó ligeramente su gacha cabeza, aunque no se detuvo en su huida. Sin volver la cabeza, replicó en un tono bastante agudo:
—Volveré, venerada Mor, madre mía... Más tarde.
Las demás mujeres se pusieron a gritar: «¡Vuelve en seguida!» Algunas de ellas añadieron epítetos como «¡Joven disoluto!», «¡Maldición de tu buena madre Mor!» y «¡Buscador de rameras!».
Mor las hizo callar con un seco ademán de sus manos, las palmas hacia abajo.
—Esperaremos aquí —anunció con autoridad.
El hombre del turbante negro se detuvo un poco y luego fue en pos de la pareja desaparecida, sin perder de vista, cauteloso, a las Mujeres de la Nieve. Se suponía que no atacaban a los mercaderes. Pero con las mujeres bárbaras, lo mismo que con los hombres, uno nunca podía estar seguro de nada.
Fafhrd llegó a las tiendas de los actores, que estaban colocadas en círculo alrededor de una extensión de nieve pisoteada, en el extremo de la Sala de los Dioses donde estaba el altar. En el lugar más alejado del precipicio estaba la alta tienda cónica del Maestro del Espectáculo. En medio se alzaba la tienda común de los actores, de forma algo ahusada, un tercio para las muchachas y dos tercios para los hombres. En la parte más cercana al cañón de los Duendes había una tienda de tamaño mediano, semicilíndrica, sujeta con argollas. De un lado a otro de su parte central, un sicomoro de hoja perenne tendía una grande y pesada rama, equilibrada por dos ramas menores en el extremo opuesto, sembrado de cristales. En la parte delantera semicircular de esta tienda había una abertura cerrada con una tela, que a Fafhrd le resultó difícil abrir, dado que el largo cuerpo que sostenía entre sus brazos seguía inconsciente.
Un viejecito panzudo llegó corriendo hasta él con un brío propio de un muchacho. Las ropas que vestía eran de calidad, con adornos dorados, pero estaban remendadas. Hasta su largo mostacho gris y su barba de chivo brillaban con motas de oro por encima y debajo de su boca provista de sucios dientes. Los ojos, rodeados de grandes bolsas, eran llorosos y estaban enrojecidos en la periferia, pero oscuros y vivos en el centro. Se tocaba con un turbante púrpura sobre el que había una corona dorada con gemas melladas de cristal de roca, burda imitación de diamantes.
Detrás de él llegó un magro mingol manco, un gordo occidental con una abundante barba negra que olía a cuerno quemado y dos flacas muchachas que, a pesar de sus bostezos y las pesadas mantas en las que se arrebujaban, parecían vigilantes y evasivas como gatos callejeros.
—¿Pero qué es esto? —preguntó el que mandaba, absorbiendo de una sola mirada todos los detalles de Fafhrd y su carga—. ¿Has matado a Vlana? Violada y muerta, ¿eh? Sepas, joven asesino, que pagarás caro por tu diversión. Puede que no sepas quién soy, pero ya lo sabrás. Pediré indemnizaciones a tus jefes, ¡vaya que sí! ¡Grandes indemnizaciones! Tengo influencia, no lo dudes. Perderás esos brazaletes de pirata y esa cadena de plata que te asoma por debajo del cuello. Tu familia quedará arruinada, y todos tus parientes también. En cuanto a lo que te harán...
—Tú eres Essedinex, Maestro del Espectáculo —le interrumpió Fafhrd en tono dogmático, su aguda voz de tenor ahogando como el sonido de una trompeta la áspera y campanuda voz de barítono del otro—. Soy Fafhrd, hijo de Mor y de Nalgron el Quebrantaleyendas. Vlana, la bailarina culta, no ha sido violada ni está muerta, sino sólo aturdida por las bolas de nieve. Esta es su tienda. Ábrela.
—Nosotros cuidaremos de ella, bárbaro —replicó Essedinex, aunque con más sosiego y pareciendo a la vez sorprendido y algo intimidado por la precisión casi pedantesca del joven al señalar quién era quién y qué era qué—. Entréganosla y vete.
—La acostaré —insistió Fafhrd—. ¡Abre la tienda!
Essedinex se encogió de hombros e hizo un gesto al mingol, el cual con una sonrisa sardónica utilizó su única mano y codo para desatar y echar a un lado la tela de la entrada. Del interior salió un olor a madera de sándalo y alcanfor. Fafhrd se agachó y entró en la tienda, hacia cuyo centro reparó en un lecho de pieles y una mesa baja con un espejo de plata apoyado en unos frascos y anchas botellas. Al fondo había un perchero con trajes.
Rodeando un brasero del que ascendía un hilillo de humo pálido, Fafhrd se arrodilló con cuidado y depositó suavemente su carga sobre el jergón. Luego le tomó el pulso a Vlana, en el cuello y la muñeca, le abrió los párpados y examinó los ojos, y con delicadeza exploró las hinchazones que se formaban en la mandíbula y la frente, aquilatándolas con las puntas de los dedos. Luego le pellizcó el lóbulo de la oreja izquierda y, al ver que no reaccionaba, meneó la cabeza y, abriéndole el manto bermejo, empezó a desabrocharle el vestido.
Essedinex, que con los otros había contemplado las acciones del joven con expresión perpleja, exclamó:
—¡Basta ya, joven lascivo!
—Silencio —ordenó Fafhrd, y siguió desabrochando la prenda.
Las dos muchachas envueltas en mantas soltaron una risita y luego se llevaron una mano a la boca, dirigiendo divertidas miradas a Essedinex y los demás.
Apartándose el largo cabello de la oreja derecha, Fafhrd aplicó el rostro al pecho de Vlana, entre los senos, pequeños como medias granadas, los pezones de una tonalidad broncínea rosada. El joven mantuvo una expresión seria. Las muchachas rieron de nuevo. Essedinex se aclaró la garganta, preparándose para un largo discurso.
—Su espíritu no tardará en retornar —dijo Fafhrd, incorporándose—. Hay que cubrir sus magulladuras con vendajes de nieve, renovándolos cuando empiece a fundirse. Ahora solicito una copa de vuestro mejor aguardiente.
—¡Mi mejor aguardiente! —exclamó Essedinex airado—. Esto pasa de castaño oscuro. ¡Primero te regalas con un lúbrico espectáculo y luego quieres una bebida fuerte! ¡Márchate en seguida, joven presuntuoso!
—Sólo estoy buscando... —empezó a decir Fafhrd en un tono claro y con leve dejo amenazante.
Su paciente interrumpió la discusión abriendo los ojos, meneando la cabeza, haciendo una mueca de dolor y, finalmente, enderezándose, tras lo cual se puso pálida y su mirada osciló. Fafhrd le ayudó a tenderse de nuevo y colocó unas almohadas bajo sus pies. Entonces la miró al rostro. La muchacha seguía con los ojos abiertos y le miraba con curiosidad.
Él vio un rostro pequeño, de mejillas hundidas, ya no Juvenil, pero con una indudable belleza felina, a pesar de los moretones. Sus ojos, grandes, de iris marrones y largas pestañas, no estaban anegados en lágrimas. Su expresión era la de un ser solitario, pero reflejaba también decisión y reflexiva consideración de lo que veía.
Y veía a un guapo joven, de cutis agradable y unos dieciocho inviernos, amplia cabeza y larga mandíbula, como si no hubiera terminado de crecer. Una suave cabellera dorada y rojiza le caía sobre las mejillas. Tenía los ojos verdes, crípticos, y una mirada como la de un gato. Los labios eran anchos, pero algo comprimidos, como si fueran una puerta que encerrara las palabras y se abriera sólo a la orden de los crípticos ojos.
Una de las muchachas había vertido media copa de aguardiente de una botella que estaba sobre la mesa baja. Fafhrd la tomó y alzó la cabeza de Vlana para que la bebiera a sorbos. La otra muchacha llegó con nieve en polvo envuelta en paños de lana. Arrodillándose en el extremo del jergón, la aplicó contra los moratones.
Tras preguntar el nombre de Fafhrd y confirmar que la había rescatado de las Mujeres de la Nieve, Vlana inquirió:
—¿Por qué hablas con una voz tan aguda?
—Estudio con un bardo cantor —respondió él—. Ésta es la voz que usan, y son los verdaderos bardos, no los rugientes que usan tonos profundos.
—¿Qué recompensa esperas por rescatarme? —le preguntó ella sin ambages.
—Ninguna —replicó Fafhrd.
Las dos muchachas volvieron a reír, pero las silenció una rápida mirada de Vlana.
—Tenía la obligación personal de rescatarte —añadió Fafhrd—, ya que la guía de las Mujeres de la Nieve era mi madre. Debo respetar los deseos de mi madre, pero también he de evitar que cometa acciones equivocadas.
—Comprendo. ¿Por qué actúas como un sacerdote o un curandero? ¿Es ése uno de los deseos de tu madre?
No se había molestado en cubrirse los senos, pero ahora Fafhrd no los miraba. Sus ojos estaban fijos en los ojos y los labios de la actriz.
—Curar forma parte del arte de los bardos cantores —respondió—. En cuanto a mi madre, cumplo con mi deber hacia ella, ni más ni menos.
—Vlana, no es apropiado que hables así con este joven —terció Essedinex, ahora en tono nervioso—. Debe...
—¡Calla! —exclamó Vlana. Entonces su atención tornó a Fafhrd—. ¿Por qué vistes de blanco?
—Es un atuendo adecuado para toda la Gente de la Nieve. No sigo la nueva costumbre de los varones que usan pieles oscuras y teñidas. Mi padre siempre vestía de blanco.
—¿Está muerto?
—Sí. Murió cuando trepaba por una montaña tabú llamada Colmillo Blanco.
—¿Y tu madre desea que vistas de blanco, como si fueras tu padre que ha regresado?
Fafhrd ni respondió ni frunció el ceño ante aquella astuta pregunta. Cambiando de tema, le preguntó:
—¿Cuántos lenguajes sabes hablar... aparte de este lankhmarés macarrónico?
Ella sonrió por fin.
—¡Vaya pregunta! Pues verás, hablo... aunque no muy bien... mingol, kvarchish, alto y bajo lankhmarés, quarmalliano, ghoulés antiguo, habla del Desierto y tres lenguas orientales.
Fafhrd asintió.
—Eso está muy bien.
—¿Quieres decirme por qué?
—Porque significa que eres muy civilizada —respondió él.
—¿Y qué importancia tiene eso? —inquirió ella con una risa amarga.
—Deberías saberlo, pues eres una bailarina culta. En cualquier caso, me interesa la civilización.
—Se acerca uno —susurró Essedinex desde la entrada—. Vlana, este joven debe...
—¡No debe!
—Da la casualidad de que ya debo marcharme —dijo Fafhrd, levantándose—. Mantén colocados los vendajes de nieve y descansa hasta la puesta de sol. Luego toma más aguardiente con sopa caliente.
—¿Por qué has de irte? —preguntó Vlana, alzándose sobre un codo.
—Hice una promesa a mi madre —dijo Fafhrd sin mirar atrás.
—¡Tu madre!
Agachándose ante la entrada, Fafhrd se detuvo al fin para mirar atrás.
—He de cumplir muchos deberes para con mi madre —le dijo—. Por ahora, no tengo ninguno hacia ti.
—Vlana, debe marcharse —susurró con aspereza Essedinex—. Es él.
Entretanto empujaba a Fafhrd, pero a pesar de la esbeltez del joven, era como si tratase de arrancar a un árbol de sus raíces.
—¿Tienes miedo del que llega? —le preguntó Vlana, que ahora se abrochaba el vestido.
Fafhrd la miró pensativo. Luego, sin responder a su pregunta, se agachó, cruzó la abertura de la entrada y se irguió, esperando la llegada, a través de la niebla persistente, de un hombre en cuyo rostro iba acumulándose la ira.
Aquel hombre era tan alto como Fafhrd, bastante más robusto y debía doblarle en edad. Su vestimenta era de piel de foca marrón y plata tachonada de amatistas, excepto los dos macizos brazaletes de oro que llevaba en las muñecas y la cadena también de oro alrededor del cuello, marcas de un jefe pirata.
Fafhrd sintió cierto temor, no por el hombre que se aproximaba, sino por los cristales de hielo en la tiendas que ahora eran más densos de lo que recordaba que habían sido cuando entró a Vlana. El elemento sobre el que Mor y sus hermanas brujas tenían más poder era el frío... ya fuera en la sopa o en los riñones de un hombre, o en su espada o su cuerda para trepar, haciendo que se rompieran. El muchacho se preguntaba a menudo si era la magia de Mor lo que había hecho tan frío su propio corazón. Ahora el frío se acercaría a la bailarina. Tenía que prevenirla, pero era civilizada y se reiría de él.
El hombretón llegó ante él.
—Honorable Hringorl —le saludó en voz baja Fafhrd.
A modo de respuesta, el hombre dirigió a Fafhrd un gancho de abajo arriba con el revés de la mano. El muchacho lo esquivó con presteza, deslizándose por debajo del brazo, y se limitó a alejarse por el camino que antes había seguido.
Respirando pesadamente, Hringorl le dirigió una mirada furiosa durante el tiempo que el corazón da un par de latidos, y luego entró en la tienda semicilíndrica.
Hringorl era sin duda el hombre más fuerte del Clan de la Nieve, iba pensando Fafhrd, aunque no era uno de sus jefes debido a su carácter matón y sus desafíos a las costumbres. Las Mujeres de la Nieve le odiaban, pero les resultaba difícil hacerse con él, puesto que su madre había muerto y nunca había tomado esposa, contentándose con concubinas que traía de sus expediciones piráticas.
De algún lugar donde había pasado desapercibido, el hombre del turbante y el mostacho negro se acercó pausadamente a Fafhrd.
—Eso ha estado bien hecho, amigo mío. Y cuando entraste a la bailarina...
—Eres Vellix el Aventurero —dijo Fafhrd impasible.
El otro asintió.
—Traigo aguardiente de Klelg Nar a este mercado. ¿Quieres probar el mejor conmigo?
—Lo siento —dijo Fafhrd—, pero tengo un compromiso con mi madre.
—Entonces será en otra ocasión —dijo Vellix sin inmutarse.
—¡Fafhrd!
Era Hringorl quien llamaba. Ya no había cólera en su voz. Fafhrd se volvió. El hombretón, que estaba junto a la tienda, echó a andar al ver que Fafhrd no se movía. Entretanto, Vellix se escabulló.
—Lo siento, Fafhrd —dijo Hringorl con voz ronca—. No sabía que le habías salvado la vida a la bailarina. Me has hecho un gran servicio. Toma.
Se quitó de la muñeca uno de los pesados brazaletes de oro y se lo ofreció.
Fafhrd mantuvo las manos en los costados.
—No se trata de ningún servicio —le dijo—. Tan sólo evitaba que mi madre cometiera una mala acción.
—Has navegado bajo mis órdenes —rugió de súbito Hringorl, al tiempo que le enrojecía el rostro, pero conservaba la sonrisa, o al menos lo intentaba—. Así que aceptarás mis regalos al igual que mis órdenes.
Cogió la mano de Fafhrd, depositó en ella el pesado objeto, sobre el que cerró los flojos dedos del muchacho, y retrocedió.
Fafhrd se arrodilló al instante, apresurándose a decir:
—Lo siento, pero no puedo aceptar lo que no me he ganado como es debido. Y ahora he de cumplir un compromiso contraído con mi madre.
Dicho esto se irguió rápidamente, dio media vuelta y se alejó. Tras él, sobre una firme costra de nieve helada, brillaba el brazalete de oro.
Oyó el gruñido de Hringorl y su maldición reprimida, pero no miró a su alrededor para ver si Hringorl recogía su regalo rechazado, aunque le resultó un poco difícil no avanzar en zigzag o agachar un poco la cabeza, por si a Hringorl le daba por arrojarle el macizo brazalete a la cabeza.
Pronto llegó al lugar donde su madre estaba sentada entre siete Mujeres de la Nieve, totalizando ocho de ellas. Se detuvo a un vara de distancia.
—Aquí estoy, Mor —dijo agachando la cabeza y mirando a un lado.
—Has tardado mucho —comentó la mujer—. Demasiado.
Seis cabezas a su alrededor asintieron lentamente. Sólo Fafhrd notó, en la borrosa periferia de su visión, que la séptima y más esbelta Mujer de la Nieve se movía en silencio hacia atrás.
—Pero aquí estoy —dijo Fafhrd.
—Has desobedecido mi orden —dijo Mor con frialdad. Su rostro ojeroso y otrora bello habría parecido muy desdichado si no fuese tan orgulloso y autoritario.
—Pero ahora la obedezco —replicó Fafhrd.
Observó que la séptima Mujer de la Nieve corría ahora en silencio, su gran manto blanco ondeante, entre las tiendas domésticas y hacia el alto y blanco bosque que era el límite de Rincón Frío en la única parte en que no lo era el cañón de los Duendes.
—Muy bien —dijo Mor—. Y ahora me obedecerás siguiéndome a la tienda del sueño para la purificación ritual.
—No estoy manchado —objetó Fafhrd—. Además, yo mismo me purifico a mi modo, que también es agradable a los dioses.
Hubo murmullos de desaprobación entre el grupo brujeril de Mor. Las palabras de Fafhrd habían sido audaces, pero su cabeza seguía inclinada, de modo que no veía los rostros ni sus ojos engañosos, sino sólo sus cuerpos envueltos en los mantos blancos, como un grupo de grandes abedules.
—Mírame a los ojos —le ordenó Mor.
—Cumplo con los deberes acostumbrados de un hijo adulto —dijo Fafhrd—, desde ganarme el sustento hasta la conservación de mi espada. Pero por lo que puedo determinar, mirar a mi madre a los ojos no es uno de esos deberes.
—Tu padre siempre me obedecía —dijo Mor en tono amenazante.
—Cada vez que veía una montaña alta, la escalaba, sin obedecer a nadie salvo a sí mismo —replicó Fafhrd.
—¡Sí, y murió haciendo eso! —gritó Mor, dominando con su autoritarismo la aflicción y la ira que sentía, pero sin ocultarlas.
Fafhrd hizo un esfuerzo para decir sus siguientes palabras:
—¿De dónde vino el gran frío que rompió su cuerda y su pico en el Colmillo Blanco?
En medio de los gritos sofocados de su séquito, Mor exclamó con su voz más profunda:
—¡Recibe una maldición de madre, Fafhrd, por tu desobediencia y tus malos pensamientos!
Fafhrd respondió con extraña impaciencia:
—Acepto obedientemente tu maldición, madre.
—Pero no maldigo a tu persona, sino tus malignas imaginaciones.
—De todas formas, la atesoraré para siempre —replicó Fafhrd—. Y ahora, obedeciéndome a mí mismo, debo alejarme de ti, hasta que el demonio de la cólera te haya dejado.
Y con esto, la cabeza todavía gacha y desviada, se dirigió con rapidez hacia un punto del bosque al este de las tiendas domésticas, pero al oeste de la gran lengua de bosque que se extendía al sur, casi hasta la Sala de los Dioses. Los airados susurros del grupo de Mor le siguieron, pero su madre no gritó su nombre, ni pronunció palabra alguna. Fafhrd casi habría preferido que lo hiciera.
Los jóvenes se reponen con rapidez de sus heridas superficiales. Cuando Fafhrd se internó en su amado bosque, sin rozar una sola rama cubierta de cristales, sus sentidos estaban despiertos, su cuello flexible y la superficie externa de su ser interior tan limpia y dispuesta a nuevas experiencias como la nieve intacta delante de él. Tomó el camino más fácil, evitando los espinos cubiertos de gélidos diamantes a la izquierda y los enormes salientes de pálido granito que ocultaban los pinos a la derecha.
Vio huellas de pájaros, ardillas y osos recién nacidos. Los pájaros de la nieve horadaban con sus negros picos las bayas de la nieve. Una peluda serpiente de la nieve le silbó, y al joven no le habría sorprendido la presencia de un dragón con espinas cubiertas de hielo.
Por ello no se asombró cuando se abrió la corteza revocada con nieve de un pino de altas ramas y le mostró a su dríada, el rostro de una muchacha, alegre, de ojos azules y cabello rubio, que no tendría más de diecisiete años. De hecho, el joven había esperado semejante aparición desde que observó la huida de la séptima Mujer de la Nieve.
Sin embargo, fingió estar asombrado casi durante el tiempo que tarda el corazón en latir dos veces. Luego dio un salto hacia ella, exclamando:
—¡Mara, bruja mía!
Y con los brazos separó el cuerpo envuelto en el manto blanco del fondo que le servía de camuflaje y la abrazó. Ambos formaron una sola columna blanca, capucha contra capucha y labios contra labios, por lo menos durante veinte latidos de corazón de la clase más violenta y deliciosa. Luego ella le cogió la mano derecha, la llevó a su manto y, a través de una abertura bajo su larga chaqueta, la apretó contra los crespos rizos de su bajo vientre.
—Adivina qué es —le susurró, lamiéndole la oreja.
—Es parte de una muchacha. Creo que es un...
Su tono era alegre, aunque sus pensamientos se lanzaban ya con frenesí en una dirección distinta y horrenda.
—No, idiota, es algo que te pertenece —le instruyó el húmedo susurro.
La horrenda dirección se transformó en un salto de agua helada que avanzaba hacia la certidumbre. Sin embargo, el joven dijo con valentía:
—Bien, quisiera creer que no lo has intentado con otros, aunque estarías en tu derecho. Debo decir que me siento muy honrado...
—¡Estúpida bestia! Quiero decir que es algo que nos pertenece.
La horrenda dirección era ahora un negro túnel helado que se convertía en un pozo. De un modo automático y con el fuerte latido del corazón apropiado al momento, Fafhrd le dijo:
—¿No... ?
—¡Sí! Estoy segura, monstruo. He fallado dos veces.
Mejor que en ninguna otra ocasión de su vida, los labios de Fafhrd realizaron su tarea de encerrar las palabras. Cuando al fin se abrieron, tanto ellos como la lengua que estaba detrás permanecían bajo el dominio absoluto de los grandes ojos verdes. Las palabras salieron entonces en alegre cascada:
—¡Oh, dioses! ¡Qué maravilla! ¡Soy padre! ¡Qué lista has sido, Mara!
—Muy lista, desde luego —admitió la muchacha—, para haber formado algo tan delicado tras tus rudos manejos. Pero ahora debo hacerte pagar por esa desgraciada observación de si «lo he intentado con otros».
Alzándose la falda por detrás, guió las dos manos del joven bajo su manto hasta un nudo de correas en la base de su espina dorsal. (Las Mujeres de la Nieve llevaban capuchas de piel, botas de piel, una media de piel en cada pierna sujeta a una correa en la cintura, y una o más chaquetas de piel y mantos... Era un atuendo práctico, parecido al de los hombres excepto por las largas chaquetas.)
Mientras el muchacho trataba de deshacer el nudo, del que salían tres tensas correas, dijo a su compañera:
—En verdad, Mara, querida mía, no estoy a favor de estos cinturones de castidad. No son un instrumento civilizado. Además, deben de impedirte la circulación de la sangre.
—¡Tú y tu manía de la civilización! Te querré y me esforzaré para librarte de eso. Anda, desata el nudo y asegúrate de que tú y ningún otro lo ató.
Fafhrd obedeció y hubo de convenir en que era su nudo y no el de ningún otro hombre. La tarea le llevó cierto tiempo y Mara gozó de ella, a juzgar por sus leves quejidos y gemidos, sus suaves pellizcos y mordiscos. Fafhrd también empezó a interesarse. Cuando terminó la tarea, obtuvo la recompensa de todos los embusteros corteses: Mara le amó tiernamente porque él le había dicho las mentiras adecuadas, y ella lo mostraba en su conducta seductora. Y vasto llegó a ser el interés y la excitación del joven por la muchacha.
Tras ciertos toqueteos y otras pruebas de afecto, cayeron sobre la nieve uno al lado del otro, ambos acolchados y totalmente cubiertos por sus blancos mantos de piel y sus capuchas.
Un transeúnte habría pensado que un montón de nieve había cobrado vida de un modo convulso y tal vez estaba dando nacimiento a un hombre de nieve, duende o demonio.
Al cabo de un rato el montículo de nieve se quedó inmóvil por completo, y el hipotético paseante habría tenido que acercarse mucho para percibir las voces que surgían de su interior.
MARA: Adivina lo que estoy pensando.
FAFHRD: Que eres la Reina de la Felicidad. ¡Aaah!
MARA: Te devuelvo tu ¡aaah!, junto con un ¡oooh! Y añado que eres el Rey de las Bestias. No, estúpido, te lo diré. Pensaba en lo contenta que estoy de que hayas tenido tus aventuras sureñas antes del matrimonio. Estoy segura de que has violado o incluso hecho el amor indecente a docenas de mujeres sureñas, lo cual quizá explique tu terquedad con respecto a la civilización. Pero no me importa lo más mínimo. Te amaré para que no hayas de recurrir más a eso.
FAFHRD: Tienes una mente brillante, Mara, pero de todos modos exageras mucho aquella única incursión pirata que hice al mando de Hringorl, y sobre todo las oportunidades que ofreció de aventuras amorosas. En primer lugar, todos los habitantes, y especialmente todas las mujeres jóvenes de cualquier ciudad costera que saqueábamos, huían a las colinas antes de que hubiésemos bajado a tierra. Y si hubiera habido alguna violación, como yo era el más joven habría estado al final de la lista de violadores y, por lo tanto, muy poco tentado. La verdad es que las únicas personas interesantes que conocí en aquella aburrida travesía fueron dos viejos apresados para pedir rescate por ellos, de los que aprendí los rudimentos del quarmalliano y el alto lankhmarés, y un joven flacucho que era el aprendiz de un brujo pobre. Era diestro con la daga y tenía una mente quebrantadora de leyendas, como la mía y la de mi padre.
MARA: No te aflijas. La vida será más excitante para ti después de que nos casemos.
FAFHRD: En eso estás equivocada, queridísima Mara. ¡Espera, déjame explicarte! Conozco a mi madre. Cuando nos casemos, Mor esperará de ti que te ocupes de cocinar y del trabajo de la tienda. Te tratará como una esclava en las siete octavas partes y, quizá, en una octava como mi concubina.
MARA: ¡Ja! La verdad es que has de aprender a tratar con tu madre, Fafhrd. Pero ni siquiera has de temer eso, querido. Está claro que no sabes nada de las armas que una esposa fuerte e incansable tiene contra su suegra. La pondré en su lugar, aun cuando tenga que envenenarla... oh, no quiero decir matarla, sino sólo debilitarla lo suficiente. Antes de que hayan transcurrido tres lunas, temblará bajo mi mirada y tú te sentirás mucho más hombre. Ya sé que siendo hijo único, y como tu padre murió joven, ella ha adquirido una influencia sobre ti poco natural, pero...
FAFHRD: En este instante me siento muy hombre, inmoral y envenenadora brujita, tigresa del hielo; y tengo intención de demostrártelo sin más demora. ¡Defiéndete! ¡A ver... !
Una vez más el montículo de nieve se convulsionó, como un oso de nieve gigante agonizante. El oso murió cuando sonaba una música de sistros y triángulos, mientras chocaban y se quebraban los brillantes cristales que habían crecido en cantidad y tamaño fuera de lo común sobre los mantos de Mara y Fafhrd durante su diálogo.
El breve día avanzó hacia la noche, como si incluso los dioses que gobiernan el sol y las estrellas estuvieran impacientes de ver el espectáculo.
Hringorl conferenció con sus tres principales secuaces, Hor, Harrax y Hrey. Estos fruncieron el ceño y asintieron, y mencionaron el nombre de Fafhrd.
El marido más joven del Clan de la Nieve, un gallito vano e irreflexivo, cayó en una emboscada de una patrulla de jóvenes Esposas de la Nieve, que le bombardearon con bolas de nieve hasta dejarlo inconsciente. Las mujeres le habían visto conversar con una mingola, una muchacha de la escena. Con toda seguridad estaría fuera de combate durante los dos días que duraba el espectáculo, y su esposa, que había sido la más entusiasta de las lanzadoras de bolas de nieve, le cuidó con ternura pero con lentitud, hasta hacerle volver en sí.
Mara, feliz como una paloma de la nieve, se presentó en aquel hogar para ayudar. Pero mientras contemplaba al marido tan impotente y a la esposa tan tierna, sus sonrisas y su gracia soñadora se desvanecieron. Se puso tensa y nerviosa, aunque era una muchacha sana y atlética. Por tres veces abrió los labios para hablar, luego los frunció y, finalmente, se fue sin decir palabra.
En la Tienda de las Mujeres, Mor y su grupo de brujas conjuraron a Fafhrd. Fueron dos los encantamientos: uno para que volviera a casa y otro para enfriarle los riñones, y luego se pusieron a discutir medidas más severas contra todos los hijos, maridos y actrices.
El segundo encantamiento no causó efecto en Fafhrd, probablemente porque en aquel momento se estaba dando un baño de nieve, y era un hecho bien conocido que aquella magia surtía poco efecto en quienes ya se estaban infligiendo los mismos resultados que el hechizo trataba de causar. Tras separarse de Mara, se desnudó, se zambulló en un banco de nieve y restregó toda superficie, recoveco y hendidura de su cuerpo con el gélido material en polvo. A continuación se sirvió de unas ramas de pino con muchas agujas para limpiarse y golpearse a fin de que la sangre volviera a circular. Una vez vestido, sintió el tirón del primer encantamiento, pero se opuso a él y, en secreto, se encaminó a la tienda de los dos traficantes mingoles, Zax y Effendrit, que habían sido amigos de su padre, y allí dormitó en medio de un montón de pellejos hasta la noche. Ninguno de los hechizos de su madre pudieron alcanzarle donde estaba, ya que, por costumbre comercial, era una pequeña zona del territorio mingol, aunque la tienda de los mingoles empezaba a combarse a causa de un número excesivo de cristales de hielo, que los mingoles más viejos, arrugados y ágiles como monos, eliminaban ruidosamente con palos. El sonido penetraba placentero en el sueño de Fafhrd sin despertarle, lo cual habría enojado a su madre de haberlo sabido, pues creía que tanto el placer como el descanso eran malos para los hombres. Su sueño se centró en Vlana, danzando sinuosamente en un vestido confeccionado con una fina red de alambres de plata, de cuyas intersecciones colgaban miríadas de campanillas de plata, una visión que habría enojado a su madre más allá de lo soportable. Por suerte, en aquel momento la mujer no utilizaba su poder de leer la mente a distancia.
La misma Vlana dormitaba, mientras una de las muchachas mingolas, a quien la actriz había pagado por anticipado medio smerduk, renovaba los vendajes de nieve cuando era necesario, y cuando parecían secos, humedecía los labios de Vlana con vino dulce, algunas de cuyas gotas se deslizaban por las comisuras de su boca. En la mente de Vlana se había desatado una tormenta de esperanzas y estratagemas, pero cada vez que despertaba, las acallaba con un conjuro oriental que decía más o menos: «Despacio, duerme, levántate, dormita, pace, susurra; adormécete en la sombra, en el monte, en la fuente, sueña en las garras y el fuego de la muerte; sube, desciende, salta sobre los abismos; despacio, duerme». Este hechizo, que en su idioma tenía un ritmo y una rima rápidos y martilleantes, lo repetía una y otra vez. Sabía que una mujer puede tener arrugas en la mente tanto como en la piel. Sabía también que sólo una solterona cuida de otra solterona. Y finalmente, sabía que una actriz ambulante, lo mismo que un soldado, ha de procurar dormir siempre que sea posible.
Vellix el Aventurero, que pasaba por allí deslizándose ociosamente, oyó parte de las maquinaciones de Hringorl, vio a Fafhrd entrar en su tienda de retiro, observó a Essedinex, que estaba bebiendo más de la cuenta, y fisgoneó un rato al Maestro del Espectáculo.
En el tercio de la tienda de los actores ocupada por las muchachas, Essedinex discutía con las dos mingolas, que eran gemelas, y una ilthmarix apenas núbil, acerca de la cantidad de grasa que proponían extender sobre sus cuerpos afeitados para la función de aquella noche.
—Por los huesos negros, me vais a arruinar —se lamentaba el viejo—. Y no pareceréis más lascivas que unas masas de manteca.
—Por lo que sé de los nórdicos, les gustan las mujeres bien engrasadas —dijo una de las mingolas—. ¿Y por qué no fuera tanto como dentro?
—Y otra cosa—añadió incisivamente su hermana gemela—. Si esperas que se nos hielen los dedos de los pies y los pechos para complacer a un público de viejos hediondos vestidos con pieles de oso, estás mal de la chaveta.
—Note preocupes, Seddy —dijo la ilthmarix, dándole unas palmadas en las mejillas ruborizadas y en el escaso cabello cano—. Siempre doy mi mejor representación cuando estoy bien untada. Haremos que se suban por las paredes para cazarnos, y nos escaparemos de sus garras como otras tantas pepitas de melón.
—¿Cazar...? —Essedinex cogió a la ilthmanx por su delgado hombro—. No provoques ninguna orgía esta noche, ¿me oyes? Excitar da buenos resultados, pero las orgías son otra cosa. La cuestión es...
—Sabemos hasta dónde tenemos que excitar, papaíto —dijo una de las muchachas mingolas.
—Sabemos cómo controlarlos —continuó su hermana.
—Y si nosotras no los controlamos, Vlana lo consigue —concluyó su hermana.
Mientras las sombras casi imperceptibles se alargaban y el aire cargado de niebla iba oscureciéndose, los cristales de hielo omnipresentes parecían crecer con más rapidez. La palabrería de las tiendas de los comerciantes, que la gruesa lengua de nieve separaba de las tiendas domésticas, fue reduciéndose hasta que cesó. El interminable cántico bajo de la Tienda de las Mujeres se hizo más patente y también más agudo. Soplaba una brisa vespertina del norte, que hacía tintinear todos los cristales. El cántico se hizo más áspero, y la brisa y el tintineo cesaron como si obedecieran una orden. Llegaron festones de niebla por el este y el oeste, y los cristales crecieron de nuevo. El cántico de las mujeres fue desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo. Con la proximidad de la noche, todo Rincón Frío se volvía tenso, expectante y silencioso.
El día emprendió la huida por el horizonte erizado de colmillos de hielo, como si temiera la oscuridad.
En el estrecho espacio entre las tiendas de los actores y la Sala de los Dioses hubo movimiento, un centelleo, un brillante chisporroteo que duró nueve, diez, once latidos de corazón, luego una fulgurante llamarada, y entonces, primero lentamente y luego con creciente rapidez, se levantó un cometa con una larga cola de fuego anaranjado que desprendía chispas. Muy por encima de los pinos, casi en el borde del cielo —veintiuno, veintidós, veintitrés—, la cola del cometa se desvaneció y estalló con estruendo, transformándose en nueve estrellas blancas.
Era el cohete que señalaba la primera representación del espectáculo.
En el interior de la alta y extraña Sala de los Dioses, en forma de largo navío, reinaba una helada negrura, porque estaba muy mal iluminada y caldeada por un arco de velas en la proa, que todo el resto del año era un altar, pero que ahora servía de escenario. Sus mástiles eran once pinos vivos que surgían del puente, la popa y los lados de la nave. Sus velas —en realidad sus paredes— eran pellejos cosidos y atados tensamente a la nave. Por encima, en lugar de cielo, había una maraña de ramas de pino, cubiertas de nieve, que empezaba por lo menos a la altura de cinco hombres superpuestos sobre la cubierta.
La proa y el combés de aquella curiosa nave, que se movía sólo con los vientos de la imaginación, estaban abarrotados de Hombres de la Nieve con sus pieles de oscuros colores y sentados en tocones y gruesas mantas enrolladas. Bebían, reían, charlaban, rezongaban y se gastaban bromas, pero sin levantar demasiado la voz. La reverencia religiosa y el temor se apoderaban de ellos en cuanto entraban en la Sala de los Dioses o, por denominarla de un modo más apropiado, la Nave de Dios, a pesar, o más probablemente a causa del uso profano que le daban aquella noche.
Se oyó un tamborileo rítmico, siniestro como las pisadas de un leopardo de la nieve, y al principio tan suave que nadie podría decir exactamente cuándo había empezado, pero en un momento había charla y movimiento entre el público y al instante siguiente el silencio era absoluto; las manos se aferraban a las rodillas o reposaban laxas sobre ellas, y los ojos exploraban el escenario iluminado por velas entre dos pantallas pintadas con espirales negras y grises.
El tamborileo se hizo más intenso, rápido y complicado, formando arabescos de percusión, y luego volvió a imitar las pisadas de leopardo.
Al ritmo del tamborileo apareció en el escenario un delgado felino de piel plateada, cuerpo breve, largas patas y orejas erguidas, largos bigotes y larguísimos colmillos. El cuarto delantero y la grupa se alzaban a cosa de una vara del suelo. Su único rasgo era una brillante melena de pelo largo y lacio que le caía sobre la testuz y el cuarto delantero.
El extraño animal recorrió en círculo el escenario por tres veces, agachando la cabeza, husmeando como si percibiera algún aroma especial y emitiendo profundos gruñidos guturales.
Entonces se fijó en el público y con un grito retrocedió, poniéndose en actitud rampante y amenazando a los presentes con las largas y brillantes garras en que terminaban sus patas delanteras.
Dos miembros del público quedaron tan prendidos en la ilusión que sus vecinos tuvieron que impedirles que lanzaran un cuchillo o un hacha de mango corto a lo que estaban seguros de que era una bestia verdadera y peligrosa.
El felino les miró fijamente, abriendo la negra boca para mostrar los colmillos y los dientes más pequeños. Mientras movía con rapidez el morro de un lado a otro, inspeccionándoles con sus grandes ojos marrones, agitó rítmicamente la breve cola peluda.
Entonces inició una danza leopardesca de vida, amor y muerte, unas veces sobre las patas traseras pero sobre todo con las cuatro pata:. Se escabullía e investigaba, amenazaba y se encogía, atacaba y huía, maullaba y se retorcía lascivamente.
A pesar del largo pelo negro, al público no le resultaba más fácil pensar en aquella figura como en una hembra humana vestida con un ceñido traje de piel. En primer lugar, sus patas delanteras eran tan largas como las traseras y parecía tener en ellas una articulación más.
Algo blanco chirrió y apareció aleteando desde detrás de una de las pantallas. El felino plateado dio un rápido salto y atacó con un zarpazo de una pata delantera.
Todos los presentes en la Sala de los Dioses oyeron el grito de la paloma de nieve y el crujido de su cuello al romperse.
Sujetando el pájaro muerto entre sus colmillos, el felino, ahora de pie, lo que mostraba sus líneas femeninas, dirigió al público una larga mirada, y luego avanzó despaciosamente hasta ocultarse tras la pantalla más próxima. Surgió del público un suspiro compuesto de odio y anhelo, de la ansiedad por saber lo que ocurriría después y el deseo de ver lo que ocurría ahora.
Pero Fafhrd no suspiró. En primer lugar, el más ligero movimiento habría revelado su escondite. Por otro lado, podía ver claramente todo lo que sucedía tras dos pantallas decoradas con espirales.
Tenía prohibido asistir al espectáculo por su juventud, y no digamos por los deseos y brujerías de Mor, y media hora antes de que empezara la función, cuando nadie podía verle, había subido a uno de los troncos—columnas de la Sala de los Dioses, por el lado del precipicio. Las fuertes ataduras de las paredes formadas por pellejos cosidos entre sí facilitaban la ascensión. Luego, con cautela, se había deslizado sobre dos fuertes ramas de pino que crecían hacia adentro, muy juntas, por encima de la sala, poniendo mucho cuidado para no desprender ni agujas marrones ni nieve acumulada, hasta que encontró un buen punto de observación, una abertura hacia el escenario, pero fuera de la vista del público. Después, sólo tuvo que mantenerse lo bastante quieto para que no cayeran agujas o nieve que pudieran denunciarle. Confiaba en que cualquiera que alzase la vista a través de la oscuridad y viese partes de su blanca indumentaria la confundiría con la nieve.
Ahora observó cómo las dos muchachas mingolas quitaban rápidamente las ceñidas mangas de piel de los brazos de Vlana, junto con las rígidas patas adicionales también recubiertas de piel y terminadas en garra, que la bailarina había sujetado por dentro. Luego extrajeron las cubiertas de piel de las piernas de Vlana, la cual estaba sentada en un taburete y, tras desprenderse de los colmillos superpuestos a sus dientes, se desenganchó rápidamente la máscara de leopardo y la pieza de los hombros que representaba el cuarto delantero del felino.
Un momento después, regresó al escenario, vestida como una mujer de las cavernas, con un corto sarong de piel plateada y mordisqueando perezosamente el extremo de un hueso largo y grueso. Imitó las faenas que llenaban la jornada de una cavernícola: atender el fuego y los bebés, azotar a los rapaces, mascar el cuero y coser trabajosamente. Las cosas resultaban algo más excitantes cuando regresaba su marido, una presencia invisible evidenciada por su mímica.
El público seguía el relato con facilidad, sonriendo cuando ella le preguntó a su marido qué clase de carne había traído, se mostró insatisfecha por la magra caza y se negó a dejarse abrazar. Estallaron en carcajadas cuando trató de golpear al marido con el hueso de masticar y el resultado era que caía al suelo espatarrada, los niños retrocediendo a su alrededor.
Desde aquella posición se escabulló del escenario detrás de la otra pantalla, que ocultaba la puerta de los actores (normalmente del Sacerdote de la Nieve) y que también ocultaba al mingol manco, cuyos ágiles cinco dedos se encargaban del tamborileo en el instrumento que sujetaba entre sus pies. Vlana se quitó el resto de sus pieles, cambió la inclinación de sus ojos y cejas con cuatro diestros toques de maquillaje, aparentemente en un solo movimiento se puso una larga bata gris con capucha y regresó al escenario caracterizada como una mujer mingola de las estepas.
Tras otra breve sesión de mímica, se agachó grácilmente ante una mesa baja, cubierta de frascos, y empezó a maquillarse con minuciosidad el rostro y peinarse, utilizando al público como espejo. Retiró la bata y la capucha, revelando la prenda más breve de seda roja que la piel anterior había ocultado. Era de lo más fascinante verla aplicarse los ungüentos de colores, cosméticos y polvos brillantes a los labios, mejillas y ojos, y verla peinarse el oscuro cabello en una alta estructura mantenida en su sitio mediante largas agujas cuyas cabezas eran gemas.
Fue entonces cuando más a prueba estuvo la compostura de Fafhrd: un gran puñado de nieve le golpeó en los ojos y se quedó allí adherido.
Permaneció perfectamente inmóvil durante tres latidos de corazón. Luego cogió una muñeca bastante delgada y la arrastró una corta distancia, mientras meneaba con suavidad la cabeza y parpadeaba.
La muñeca atrapada se retorció para liberarse y el puñado de nieve cayó por el cuello de piel de lobo del abrigo de Hor, el hombre de Hringorl, que estaba sentado debajo. Hor emitió un extraño grito bajo y empezó a mirar hacia arriba; pero por suerte en aquel momento Vlana se desprendió del sarong de seda roja y empezó a untarse los pezones con un ungüento coralino.
Fafhrd miró a su alrededor y vio que Mara le sonreía ferozmente desde donde estaba tendida sobre las dos ramas al lado de la suya, la cabeza al nivel del hombro del muchacho.
—¡Si hubiera sido un gnomo del hielo estarías muerto! —le susurró—. O si hubiera encargado a mis cuatro hermanos que te cazaran, como debería haber hecho. Tus oídos estaban sordos, toda tu mente concentrada en los ojos que miraban embobados a esa flaca ramera. ¡Me he enterado de cómo has desafiado a Hringorl por ella! ¡Y has rechazado su regalo de un brazalete de oro!
—Admito, querida, que te has deslizado por detrás de mí con la mayor habilidad y sigilo —le dijo Fafhrd en voz baja—, al tiempo que pareces tener ojos y oídos para todo lo que se rumorea en Rincón Frío, y hasta algunas cosas que no se comentan, pero debo decir, Mara...
—¡Ah! Ahora me dirás que no debería estar aquí porque soy una mujer. Prerrogativas masculinas, sacrilegio intersexual y todo eso. Pues bien, tampoco tú deberías estar aquí.
Fafhrd reflexionó gravemente en aquellas palabras.
—No, creo que todas las mujeres deberían estar aquí. Lo que podrían aprender les resultaría muy interesante y beneficioso.
—¿Hacer cabriolas como una gata en celo? ¿Moverse con indolencia como una esclava idiota? Sí, también he visto esas actuaciones... ¡mientras tú babeabas mudo y sordo! ¡Los hombres os reiréis de cualquier cosa, sobre todo cuando una zorra desvergonzada que hace un espectáculo de su flaca desnudez os despierte la lujuria y os deje boquiabiertos y sonrojados!
Los acalorados susurros de Mara se estaban haciendo peligrosamente fuertes y muy bien podrían haber atraído la atención de Hor y otros, pero una vez más intervino la buena suerte, puesto que sonó de nuevo el tamborileo mientras Vlana abandonaba el escenario, y entonces empezó una música briosa, algo ligera pero galopante, pues al mingol manco se le había unido el pequeño ilthmarix que tocaba una flauta nasal.
—No me he reído, querida —susurró Fafhrd con cierta altivez—, ni tampoco he babeado, no me he sonrojado ni se ha acelerado mi respiración, como estoy seguro que habrás notado. No, Mara, mi único propósito al estar aquí es aprender más de la civilización.
Ella le dirigió una mirada furibunda, rió irónicamente y luego, de repente, le sonrió con ternura.
—¿Sabes? Sinceramente me parece que te crees eso. Eres un niño increíble. —Suspiró, en actitud reflexiva—. Concedo que la decadencia llamada civilización podría interesar a cualquiera y que una puta brincadora podría ser capaz de transmitir su mensaje, o más bien la ausencia de mensaje.
—Ni pienso ni creo, sino que lo sé —replicó Fafhrd, ignorando las demás observaciones de Mara—. ¿Hay todo un mundo que nos llama y sólo tenemos ojos para Rincón Frío? Mira conmigo, Mara, y obtén sabiduría. La actriz interpreta con sus danzas las culturas de todas las tierras y épocas. Ahora es una mujer de las Ocho Ciudades.
Tal vez Mara estaba persuadida hasta cierto punto. O tal vez fuera que el nuevo vestido de Vlana la cubría totalmente —mangas, corpiño verde, larga falda azul, medias rojas y zapatos amarillos— y que la bailarina cultural jadeaba un poco y mostraba los tendones del cuello a causa de la danza briosa y vertiginosa que estaba interpretando. En cualquier caso, la Muchacha de la Nieve se encogió de hombros, sonrió con benevolencia y susurró:
—Bien, debo admitir que todo esto tiene un cierto interés repugnante.
—Sabía que lo comprenderías, querida. Tu mentalidad es dos veces superior a la de cualquier mujer de nuestra tribu y, ¡ay!, a la de cualquier hombre.
Mientras decía esto, Fafhrd la acarició tierna pero más bien distraídamente, mirando al escenario.
Sucesivamente, siempre haciendo veloces cambios de vestuario, Vlana se convirtió en una hurí de las Tierras Orientales, una reina quarmalliana entorpecida por la costumbre, una lánguida concubina del Rey de Reyes y una altiva señora de Lankhmar que llevaba una toga negra. Esto último era una licencia teatral: sólo los hombres de Lankhmar llevaban la toga, pero la prenda era el principal símbolo de Lankhmar de un lado a otro del mundo de Nehwon.
Entretanto Mara hizo cuanto pudo por compartir el excéntrico capricho de su futuro marido. Al principio estaba intrigada de verdad y tomó mentalmente nota de los estilos de vestir de Vlana y los comportamientos que ella también podría adoptar en beneficio propio. Pero entonces se sintió gradualmente abrumada al darse cuenta de la superioridad de la otra mujer en adiestramiento, conocimiento y experiencia. La danza y la mímica de Vlana eran cosas que, con toda claridad, sólo podían aprenderse con mucho aprendizaje y ejercicio. ¿Y cómo, y sobre todo dónde, podía llevar tales ropas una Muchacha de la Nieve? Los sentimientos de inferioridad cedieron el paso a los celos y éstos al odio.
La civilización era repugnante, a Vlana habría que echarla de Rincón Frío y Fafhrd necesitaba una mujer que dirigiera su vida y refrenara su alocada imaginación. No su madre, claro —aquella terrible e incestuosa devoradora de su propio hijo—, sino una hermosa y astuta esposa joven. Ella misma.
Empezó a mirar con fijeza a Fafhrd. No parecía un macho encaprichado, sino frío como el hielo, pero era evidente que estaba totalmente concentrado en el escenario. La muchacha recordó que pocos hombres eran diestros en la ocultación de sus verdaderos sentimientos.
Vlana se despojó de su toga y se puso una túnica con finos hilos de plata. En cada cruce de los hilos había una diminuta campanilla de plata. Relucía y las campanillas tintineaban, como un árbol lleno de pajarillos que piaran juntos un himno a su cuerpo. Ahora su esbeltez parecía adolescente, mientras que entre las hebras de su cabellera brillante sus grandes ojos relucían con misteriosas sugerencias e invitaciones.
La controlada respiración de Fafhrd se apresuró. ¡Así pues, su sueño en la tienda de los mingoles había sido cierto! Su atención, que a medias había estado volcada en las tierras y épocas que Vlana evocaba con sus danzas, se centró por entero en ella y se convirtió en deseo.
Esta vez su compostura se encontró ante una prueba aún más amarga, pues la mano de Mara, sin previo aviso, se cerró en su entrepierna.
Pero el muchacho tuvo poco tiempo para demostrar su compostura. Ella le soltó gritando:
—¡Sucia bestia! ¡Lujurioso!
Y al mismo tiempo le golpeó en el costado, por debajo de las costillas. El trató de cogerle las muñecas, mientras seguía en sus ramas. Ella no abandonó su intento de golpearle. Las ramas de pino crujieron y desprendieron nieve y agujas.
Al arrojar un puñado de nieve contra la oreja de Fafhrd, Mara se balanceó peligrosamente, pero mantuvo los pies adheridos a las ramas.
—¡Que Dios te congele, zorra! —gruñó Fafhrd. Se aferró a su rama más recia con una mano y con la otra intentó coger a Mara por debajo del hombro.
Aquellos que miraban desde abajo —y por entonces ya eran varios, a pesar de la fuerte atracción del escenario— veían dos torsos vestidos de blanco que se agitaban, y unas cabezas rubias que asomaban por el tejado de ramas, como si estuvieran a punto de efectuar el salto del ángel. Luego, todavía luchando, sus figuras se retiraron hacia arriba.
Un viejo Hombre de la Nieve se puso a gritar: «¡Sacrilegio!» Y un joven: «¡Mirones! ¡Machaquémosles!» Podrían haberle obedecido, pues ahora una cuarta parte de los Hombres de la Nieve estaban en pie, si no hubiese sido porque Essedinex lo observaba todo a través de un agujero en una de las pantallas y conocía muy bien las maneras de manejar a los públicos difíciles. Señaló con un dedo al mingol que estaba tras él y luego alzó aquella mano con la palma hacia arriba.
Brotó la música. Los címbalos atronaron. Las dos muchachas mingolas y la ilthmarix salieron al escenario desnudas y empezaron a hacer cabriolas alrededor de Vlana. El gordo oriental pasó pesadamente junto a ellas y prendió fuego a su barba negra. Unas llamas azules ascendieron y vacilaron ante su rostro y alrededor de sus orejas. No extinguió el fuego —con una toalla húmeda que llevaba— hasta que Essedinex le susurró roncamente desde su puesto de observación.
—Ya es suficiente. Los tenemos controlados de nuevo.
La longitud de la negra barba se había reducido a la mitad. Los actores hacían grandes sacrificios, que los patanes e incluso sus camaradas no solían apreciar.
Fafhrd descendió la última docena de pies y se posó en el amontonamiento de nieve en el exterior de la Sala de los Dioses, en el mismo instante en que Mara terminaba su descenso. Ambos se miraron, hundidos hasta las pantorrillas en la nieve encostrada, al otro lado de la cual la luna creciente y algo gibosa lanzaba rayos de brillante luz blanca y dejaba en la sombra el espacio entre ellos.
—¿Dónde has oído esa mentira de que desafié a Hringorl por la actriz, Mara? —le preguntó Fafhrd.
—¡Lascivo infiel! —gritó ella, golpeándole en un ojo, y echó a correr hacia la Tienda de las mujeres, sollozando y gritando—: ¡Se lo diré a mis hermanos! ¡Ya verás!
Fafhrd dio un salto, ahogó un grito de dolor, dio tres pasos tras ella, se detuvo, se aplicó un puñado de nieve al ojo dolorido y, en cuanto éste empezó sólo a latir, se puso a pensar.
Miró a su alrededor con el otro ojo, no vio a nadie, se dirigió a unos árboles cargados de nieve en el borde del precipicio, se ocultó entre ellos y siguió pensando.
Sus oídos le decían que el espectáculo se estaba caldeando en la Sala de los Dioses. Se oían risas y gritos alegres, que a veces ahogaban la música del tamboril y la flauta. Sus ojos —el que había recibido el golpe volvía a funcionar— le decían que no había nadie cerca de él. Miró las tiendas de los actores en aquel extremo de la Sala de los Dioses más cercana a la Nueva Carretera del sur, los establos situados más allá de ellas y las tiendas de los mercaderes, más lejos de los establos. Luego su mirada regresó a la tienda más cercana: la semicircular de Vlana, revestida de cristales que centelleaban a la luz de la luna y con una gigantesco lombriz de cristal que parecía reptar por su centro, por debajo de la rama de sicomoro.
Se acercó a ella con sigilo sobre la nieve encrostada y diamantina. El nudo que unía las ataduras de la entrada estaba oculto en sombras y parecía complicado y extraño. Fue a la parte posterior de la tienda, soltó un par de ganchos y, arrastrándose sobre el vientre, penetró por la abertura como una serpiente, encontrándose entre los dobladillos de los vestidos colgados de Vlana. Colocó de nuevo los ganchos, de manera que le resultara fácil desengancharlos de nuevo, se levantó, se sacudió, dio cuatro pasos y se tendió en el jergón. Había un brasero que irradiaba un débil calor. Al cabo de un rato, el joven alargó la mano hacia la mesa y se sirvió una copa de aguardiente.
Por fin oyó voces que fueron intensificándose. Mientras alguien desataba las ataduras de la puerta, palpó su cuchillo y también se preparó para ocultarse bajo una gran alfombra de piel.
Riendo, pero diciendo «no, no, no» con decisión, Vlana entró rápidamente de espaldas y sostuvo la puerta cerrada con una mano mientras con la otra apretaba las cuerdas, y miró por encima del hombro.
Su mirada de sorpresa desapareció casi antes de que Fafhrd se diera cuenta, sustituida por una rápida sonrisa de bienvenida que le arrugó cómicamente la nariz. Volvió la cabeza, prosiguió con minuciosidad la tarea de atar las cuerdas de la puerta y dedicó algún tiempo a hacer un nudo. Luego se acercó a él y se arrodilló a su lado, el cuerpo erecto desde las rodillas. Ahora, mientras le miraba, no sonreía, sino que tenía una enigmática expresión reflexiva que él trató de imitar. La muchacha llevaba la túnica con capucha de su traje mingol.
—Así que has cambiado de idea respecto a una recompensa —le dijo en voz baja pero en tono prosaico—. ¿Cómo sabes que yo no he cambiado la mía en todo este tiempo?
Fafhrd meneó la cabeza, en respuesta a la primera afirmación de la actriz. Luego, tras una pausa, dijo:
—Sin embargo, he descubierto que te deseo.
—Te vi contemplando el espectáculo desde... desde el gallinero. Casi te convertiste en la principal atracción del espectáculo. ¿Quién era la muchacha que estaba contigo? ¿O era un joven? No he podido estar del todo segura.
Fafhrd no respondió a las preguntas, sino que inquirió a su vez:
—También quisiera preguntarte por tu danza de tan suprema habilidad y... y tu actuación en solitario.
—Mímica —le informó ella.
—Mímica, sí. Y quiero hablar contigo de la civilización.
—Es verdad, esta mañana me has preguntado cuántos lenguajes sabía.
La actriz miró la pared de la tienda, más allá de él. Estaba claro que ella también era una pensadora. Le quitó la copa de aguardiente de la mano, bebió la mitad de lo que quedaba y se la devolvió.
—Muy bien —le dijo, mirándole al fin, pero sin cambiar de expresión—. Satisfaré tu deseo, mi querido muchacho. Pero ahora no es el momento. Primero debo descansar y reunir fuerzas. Vete y regresa cuando se haya puesto la estrella Shadah. Despiértame si me he dormido.
—Eso es una hora antes del alba —dijo él, mirándola—. Será una fría espera en la nieve.
—No hagas eso —se apresuró a decir ella—. No quiero que te quedes congelado en las tres cuartas partes. Ve donde hay calor. Para permanecer despierto, piensa en mí. No bebas demasiado vino. Ahora vete.
El se levantó e hizo ademán de abrazarla. La actriz retrocedió un paso, diciendo:
—Luego, luego... todo lo que quieras. —El muchacho se encaminó a la puerta. Ella meneó la cabeza—. Podrían verte. Sal por donde has entrado.
Al pasar de nuevo por su lado, rozó con la cabeza algo duro. Entre los aros que apoyaban el centro de la tienda, el pellejo flexible de la tienda se combaba, mientras que los mismos aros estaban doblados y algo aplastados por el peso que soportaban. Por un instante el muchacho se contrajo, disponiéndose a coger a Vlana y saltar hacia cualquier lado, y entonces empezó a golpear y despejar metódicamente todos los abultamientos, siempre golpeando hacia afuera. Se oyó un estruendo y un intenso tintineo cuando los macizos cristales, que en el exterior le habían parecido un gigantesco gusano —ahora debía de ser una gigantesca serpiente de nieve— se quebró lanzando una lluvia de esquirlas.
—Las Mujeres de la Nieve no te quieren —le dijo Fafhrd mientras realizaba aquella tarea—. Ni tampoco Mor, mi madre, es amiga tuya.
—¿Creen que me asustan con cristales de hielo?—preguntó Vlana en tono despectivo—. Conozco ardientes sortilegios orientales comparados con los cuales sus débiles magias...
—Pero ahora estás en su territorio, a merced de su elemento, que es más cruel y sutil que el fuego —replicó Fafhrd, alisando el último abultamiento, de modo que los aros subieron de nuevo y la piel se extendió casi lisa entre ellos—. No subestimes sus poderes.
—Gracias por evitar que mi tienda se derrumbara. Pero ahora márchate... en seguida.
Hablaba como si lo hiciera de cosas triviales, pero su expresión era reflexiva.
Poco antes de deslizarse por debajo de la pared posterior, Fafhrd miró por encima del hombro. Vlana miraba de nuevo la otra pared, sosteniendo la copa vacía que él le había dado, pero ella percibió su movimiento y, ahora sonriendo tiernamente, le lanzó un beso soplando sobre la palma de la mano.
En el exterior el frío era más intenso. No obstante, Fafhrd se dirigió al grupo de árboles, se arrebujó en su manto, se echó la capucha sobre la frente, atándola de manera que quedase bien ceñida a la cabeza, y se sentó de cara a la tienda de Vlana.
Cuando el frío empezó a penetrar entre sus pieles, se puso a pensar en la actriz.
De súbito se agazapó y sacó el cuchillo de su funda. Una figura se aproximaba a la tienda de Vlana, manteniéndose en las sombras siempre que podía. Parecía ataviada de negro.
Fafhrd avanzó en silencio. A través del aire le llegaba el débil sonido de unas uñas que rascaban el cuero.
Hubo un leve destello de luz mortecina cuando se abrió la puerta de la tienda, lo bastante brillante para mostrar el rostro de Vellix el Aventurero, el cual entró en la tienda. Siguió el sonido de las cuerdas atadas con fuerza.
Fafhrd se detuvo a diez pasos de la tienda y permaneció inmóvil durante unas dos docenas de exhalaciones. Entonces avanzó con sigilo junto a la tienda, manteniendo la misma distancia.
Había luz en el umbral de la alta tienda cónica de Essedinex. Más allá, en los establos, un caballo relinchó dos veces.
Fafhrd se agachó y miró a través de la baja abertura iluminada, a tiro de cuchillo de distancia. Se movió de un lado a otro. Vio una mesa llena de jarros y copas apoyada en la pared inclinada de la tienda opuesta a la entrada.
A un lado de la mesa estaba Essedinex y al otro Hringorl.
Ojo avizor por si andaban cerca Hor, Harrax o Hrey, Fafhrd rodeó la tienda, aproximándose a ella por el lugar donde la mesa y los dos hombres quedaban débilmente siluetados. Haciendo a un lado la capucha y el cabello, aplicó la oreja al cuero. —Tres barras de oro... es lo máximo que ofrezco —decía hoscamente Hringorl. El cuero ahuecaba su voz.
—Cinco —respondió Essedinex, y se oyó el ruido de una boca al tragar vino.
—Escucha, viejo —dijo entonces Hringorl en tono amenazante—. No te necesito. Puedo apoderarme de la muchacha y no pagarte nada.
—Oh, no, eso no podrá ser, maestro Hringorl. —La voz de Essedinex parecía alegre—. Si lo hicieras, el espectáculo no volvería jamás a Rincón Frío, ¿y qué dirían los hombres de tu tribu? Ni tampoco yo te traería más muchachas.
—¿Qué importa? —Aunque las palabras quedaron ahogadas por el trago de vino que las acompañó, Fafhrd pudo notar la jactancia en ellas—. Tengo mi nave. Puedo degollarte en este instante y llevarme a la chica esta noche.
—Hazlo entonces —dijo alegremente Essedinex—. Dame sólo un momento para echar otro trago.
—Muy bien, viejo miserable. Cuatro barras de oro.
—Cinco.
Hringorl soltó una maldición.
—Alguna noche, anciano alcahuete, vas a provocarme demasiado. Además, la mujer ya no es una chiquilla.
—Pero experimentada en el placer. ¿Te he dicho que una vez fue acólita de los Magos de Azorkah? Ellos la entrenaron para que llegara a ser concubina del Rey de Reyes y su espía en la corte de Horborixen. Sí, y se zafó de aquellos temibles nigrománticos del modo más inteligente cuando obtuvo el conocimiento erótico que deseaba.
Hringorl rió con una ligereza forzada.
—¿Por qué habría de pagar siquiera una barra de plata por una muchacha que ha sido poseída por docenas? El juguete de cualquier hombre.
—Por centenares —le corrigió Essedinex—. La habilidad sólo se consigue con la experiencia, como bien sabes. Y cuanto mayor es la experiencia, tanto mayor la habilidad. No obstante, esta muchacha no es nunca un juguete. Es la instructora, la reveladora; juega con un hombre por el placer de éste, puede hacer que se sienta el rey del universo y quizá, ¿quién sabe?, que lo sea incluso. ¿Qué es imposible para una muchacha que conoce cómo se complacen los mismos dioses... sí, y hasta los archidemonios? Y sin embargo... no te lo vas a creer, pero es cierto... a su manera sigue siendo virgen, pues ningún hombre la ha dominado jamás.
—¡Eso habrá que verlo! —Las palabras de Hringorl fueron casi un grito risueño. Se oyó el ruido del trasiego de vino. Luego bajó el tono de su voz—. Muy bien, que sean cinco barras de oro, usurero. La entrega será después del espectáculo de mañana por la noche. Te pagaré el oro a cambio de la chica.
—Tres horas después del espectáculo, cuando la muchacha esté drogada y todo tranquilo. No hay necesidad de despertar los celos de tus compañeros de tribu tan pronto.
—Que sean dos horas, ¿de acuerdo? Y ahora hablemos del año próximo. Quiero una muchacha negra, una kleshita de pura sangre. Y no me vengas con más tratos de cinco barras de oro. No quiero maravillas brujeriles, sino sólo juventud y mucha belleza.
—Créeme —respondió Essedinex—, nunca desearás a otra mujer, una vez hayas conocido y.., te deseo suerte... dominando a Vlana. Supongo, claro está...
Fafhrd retrocedió tambaleándose, se apartó doce pasos de la tienda y se detuvo, sintiendo un extraño vértigo, ¿o sería embriaguez? Desde el principio había supuesto que casi con toda seguridad hablaban de Vlana, pero oír pronunciar su nombre le afectó mucho más de lo que había esperado.
Las dos revelaciones, tan próximas, le llenaron de una sensación ambigua que no había conocido hasta entonces; una rabia irrefrenable y también un deseo de echarse a reír a carcajadas. Quería tener una espada lo bastante larga para desgarrar el cielo y arrojar de sus lechos a todos los habitantes del paraíso. Quería buscar todos los cohetes del espectáculo y dispararlos en la tienda de Essedinex. Quería derribar la Sala de los Dioses con sus pinos y arrastrarla entre las tiendas de los actores. Quería....
Giró sobre sus talones y se dirigió con rapidez a la tienda del establo. El único cuidador roncaba sobre la paja al lado de un jarro vacío y cerca del trineo ligero de Essedinex. Fafhrd observó con una sonrisa maligna que el caballo que, como bien sabía, era el mejor, pertenecía a Hringorl. Buscó una collera de caballo y un largo rollo de cuerda ligera y fuerte. Entonces, emitiendo murmullos entre los labios semicerrados para tranquilizar al animal, una yegua blanca, lo separó de los demás caballos. El cuidador se limitó a roncar más fuerte.
Fafhrd se fijó de nuevo en el trineo ligero. Como poseído por un demonio arriesgado, desató la rígida tela que cubría el espacio para almacenar objetos entre los dos asientos. Debajo, entre otras cosas, estaba la provisión de cohetes para el espectáculo. Eligió tres de los mayores —con sus gruesas colas de fresno eran tan largos como palos de esquí— y luego ató de nuevo con cuidado la cubierta. Todavía sentía un furioso deseo de destrucción, pero ahora podía controlarlo.
Una vez fuera del establo, colocó la collera a la yegua, atándole con firmeza un extremo de la cuerda. Con el otro extremo formó un amplio lazo corredizo. Luego recogió el resto de la cuerda, sujetó los cohetes bajo el brazo izquierdo, montó ágilmente la yegua y se encaminó a las proximidades de la tienda de Essedinex. Las dos tenues siluetas seguían sentadas a la mesa, cara a cara.
Hizo girar el lazo por encima de su cabeza y lo lanzó. La cuerda se enganchó en el vértice de la tienda sin hacer ruido apenas, pues Fafhrd se apresuró a correr el nudo antes de que la cuerda rozara con la pared de piel.
El lazo se tensó alrededor del extremo del mástil central. Refrenando su excitación, dirigió la yegua hacia el bosque a través de la nieve que brillaba bajo la luna, soltando la cuerda. Cuando sólo quedaban cuatro vueltas de ésta, azuzó a la yegua para que corriera al paso largo. Se agachó por encima de la collera, sujetándola con firmeza, los talones adheridos a los flancos de la yegua. La cuerda se tensó. El animal se esforzó para avanzar y el muchacho oyó un satisfactorio crac apagado a sus espaldas. Miró atrás y vio la tienda que se arrastraba tras ellos. Observó el fuego y oyó gritos de sorpresa y cólera. Rió de nuevo.
Al llegar al borde del bosque sacó su cuchillo y cortó la cuerda. Desmontó de un salto, susurró su aprobación al oído de la yegua y le dio una palmada en el flanco que la hizo ir a medio galope hacia el establo. Entonces pensó en disparar los cohetes contra la tienda caída, pero decidió que no sería apropiado. Con los proyectiles todavía bajo el brazo, se dirigió al borde del bosque, a cuyo amparo emprendió el regreso a su hogar. Caminaba con ligereza para minimizar sus huellas, a lo que contribuía también arrastrando una rama de pino tras él y, cuando podía, caminando sobre las rocas.
Tanto su buen humor como su rabia habían desaparecido, sustituidos por una negra depresión. Ya no odiaba a Vellix, ni siquiera a Vlana, pero la civilización le parecía algo vergonzoso, indigno de su interés. Se alegraba de lo que había hecho a Hringorl y Essedinex, pero aquél par eran como cochinillas. Él mismo era un espectro solitario, condenado a vagar por el Yermo Frío.
Pensó dirigirse al norte a través del bosque hasta que encontrara una nueva vida o se congelara, en ir a buscar sus esquíes y tratar de saltar el abismo tabú en el que Skif encontró la muerte, en coger una espada y desafiar a todos los sicarios de Hringorl a la vez, en un centenar de otras acciones igualmente peligrosas.
Las tiendas del Clan de la Nieve parecían pálidos hongos bajo el absurdo resplandor de la luna. Algunas eran conos sobre un cilindro bajo; otras hinchados hemisferios, formas de nabo. Como las setas, no tocaban el suelo en los bordes. Sus suelos de ramas unidas, alfombrados con pellejos y apuntalados con ramas más fuertes se alzaban sobre gruesos postes, de los cuales extraplomaban, a fin de que el calor de la tienda no convirtiera el terreno helado de abajo en una masa blanda y espesa.
El enorme tronco plateado de un roble de la nieve muerto, terminado en lo que parecían las uñas partidas de un gigante, donde una vez le alcanzó un rayo, señalaba el lugar donde se alzaba la tienda de Mor y Fafhrd, y donde estaba también la tumba de su padre, bajo la tienda.
Algunas de las tiendas estaban iluminadas, entre ellas la gran Tienda de las Mujeres que se encontraba más allá, en dirección a la Sala de los Dioses, pero Fafhrd no pudo ver a nadie por aquellos parajes. Con un gruñido de desaliento se dirigió a su tienda, pero, recordando los cohetes, cambió de rumbo y fue al roble muerto. El árbol tenía la superficie suave, pues la corteza hacía mucho que había desaparecido. Las pocas ramas que quedaban estaban también desnudas y rotas, y las más bajas de ellas estaban fuera de alcance.
Tras recorrer unos pasos más, se detuvo para echar otro vistazo a su alrededor. Tras asegurarse de que nadie le veía, corrió hacia el roble y, dando un salto vertical más propio de un leopardo que de un hombre, logró asirse a la rama más baja con la mano libre y se subió a ella antes de que cesara su impulso ascensional.
De pie sobre la rama muerta, tocando el tronco con un dedo, efectuó una exploración final en busca de mirones o caminantes tardíos, y entonces, presionando con los dedos, abrió en la madera gris aparentemente continua una puerta alta como él mismo pero apenas la mitad de ancha. Palpando entre esquíes y palos de esquí, encontró un bulto largo y delgado, un objeto envuelto con tres dobleces en una piel de foca ligeramente aceitada. Fafhrd lo abrió y expuso un arco de aspecto potente y una aliaba de largas flechas. Añadió los cohetes, lo envolvió todo de nuevo con la piel, cerró la extraña puerta de su caja fuerte arbórea y descendió a la nieve con un suave salto.
Al entrar en su tienda, volvió a sentirse como un fantasma e hizo tan poco ruido como si lo fuera. Los olores del hogar le confortaron de un modo incómodo y contra su voluntad; olores de carne, cocido, humo viejo, pieles, sudor, el orinal, el débil y agridulce hedor de Mor. Cruzó el muelle suelo y se tendió sin desvestirse en las pieles que le servían de yacija. Estaba muerto de cansancio. El silencio era profundo. No podía oír la respiración de Mor. Pensó en la última vez que vio a su padre, azulado y con los ojos cerrados, sus miembros rotos enderezados, su mejor espada desnuda a su lado, con los dedos color pizarra debajo de la tienda, roído por los gusanos hasta quedar convertido en un esqueleto, la espada negra de orín, los ojos abiertos —unas órbitas mirando hacia arriba a través del polvo compacto—. Recordó la última visión de su padre vivo: un largo manto de piel de lobo que se alejaba a paso vivo, seguido por las advertencias y amenazas de Mor. Entonces el esqueleto volvió a su mente. Era una noche apropiada para los espectros.
—¿Fafhrd? —llamó su madre desde el otro lado de la tienda.
El muchacho se puso rígido y contuvo el aliento. Cuando no pudo más, empezó a soltarlo y a aspirar con la boca abierta, sin hacer ruido.
—¿Fafhrd? —La voz era algo más alta, aunque aún parecía un grito fantasmal—. Te he oído entrar. No estás dormido.
Era inútil permanecer en silencio.
—¿Tampoco tú has dormido, madre?
—Los viejos dormimos poco.
El pensó que eso no era cierto. Mor no era vieja, ni siquiera por la ingrata medida del Yermo Frío. Y, al mismo tiempo, era verdad. Mor era tan vieja como la tribu, el mismo Yermo, tan vieja como la muerte.
Mor habló entonces serenamente; debía de estar tendida boca arriba, mirando al techo.
—Desearía que tomases a Mara por esposa. No es que me complazca, pero lo deseo. Aquí hace falta un lomo fuerte, mientras tú te dediques a soñar despierto, disparando tus pensamientos como flechas, muy altos y al azar, haciendo travesuras por ahí y persiguiendo actrices y esa clase de basura dorada. Además, le has hecho un hijo a Mara y a su familia no le falta buena posición.
—¿Mara te ha hablado esta noche? —preguntó Fafhrd. Procuró hablar en un tono desapasionado, pero las palabras le salieron ahogadas.
—Como lo haría cualquier Muchacha de la Nieve, aunque debería haberlo hecho antes, y tú aún más pronto. Pero has heredado por triplicado la reserva de tu padre junto con su impulso a descuidar a su familia y embarcarse en inútiles aventuras. Pero en ti esa enfermedad adopta una forma más repulsiva. Las frías cumbres de las montañas eran las queridas de tu padre, mientras que a ti te atrae la civilización, ese pudridero del cálido sur, donde no existe un severo frío natural para castigar a los estúpidos y lujuriosos y hacer que se mantenga la decencia. Sin embargo, descubrirás que hay un frío embrujado que puede seguirte adondequiera que vayas en Nehwon. Una vez el hielo cubrió todas las tierras cálidas, como castigo de un ciclo anterior de mal lascivo. Y allá donde el hielo fue una vez, la brujería puede hacer que vuelva. Llegarás a creer eso y abandonarás tu enfermedad, o de lo contrario aprenderás lo que tu padre aprendió.
Fafhrd trató de hacer la acusación de asesora de su marido que había insinuado aquella mañana con tanta facilidad, pero las palabras se atascaron, no en su garganta, sino en su misma mente, que se sintió invadida. Hacía mucho que Mor había vuelto su corazón frío. Ahora, entre los más íntimos pensamientos de su cerebro, creaba cristales que lo distorsionaban todo y le impedían utilizar contra ella las armas del deber fríamente cumplido y unido a una fría razón que le dejaba mantener su integridad. Sintió como si se cerrara sobre él para siempre todo el mundo de frío, en el que la rigidez del hielo, de la moral y del pensamiento eran una sola y única rigidez.
Como si percibiera su victoria y se permitiera gozar de ella un poco, Mor añadió en el mismo tono profundo y reflexivo:
—Sí, tu padre se lamenta ahora amargamente de Gran Hanack, Colmillo Blanco, la Reina del Hielo y todas sus demás montañas queridas, que ahora no pueden ayudarle. Le han olvidado. Las mira sin cesar desde sus órbitas sin párpados en el hogar que despreció y que ahora anhela, tan cercano y, sin embargo, en tan imposible lejanía. Los huesos de sus dedos escarban débilmente contra la tierra helada, intenta en vano retorcerse bajo su peso...
Fafhrd oyó un débil ruido de rozadura, quizá de ramitas heladas contra el cuero de la tienda, pero el cabello se le erizó. Sin embargo, no podía mover ninguna otra parte de su cuerpo, como descubrió cuando intentó levantarse. La negrura que le rodeaba era un peso inmenso. Se preguntó si Mor, mediante uno de sus hechizos, le habría enterrado bajo el suelo, al lado de su padre. Pero era un peso mucho mayor que el de ocho pies de tierra helada, era el peso de todo el Yermo Frío y su letalidad, de los tabúes, desprecios y cerrazón mental del Clan de la Nieve, de la codicia pirática y la tosca lujuria de Hringorl, hasta del alegre ensimismamiento de Mara y su mente brillante y semiciega, y, por encima de todo ello, Mor con los cristales de hielo que se formaban en las puntas de sus dedos cuando trazaba con ellos un hechizo paralizante.
Y entonces pensó en Vlana.
Quizá la causa no fuera el pensamiento de Vlana. Tal vez una estrella había pasado casualmente sobre el pequeño agujero por donde salía el humo de la tienda, lanzando su diminuta flecha de plata a la pupila de uno de sus ojos. Tal vez fue que su aliento retenido salió de súbito y sus pulmones aspiraron de modo automático más aire, demostrándole que sus músculos podían moverse.
En cualquier caso, se levantó de un salto y se precipitó a la salida. No se atrevió a detenerse para desanudar las ataduras, porque los dedos erizados de hielo de Mor se aferraban a él, y desgarró el quebradizo y viejo cuero con un movimiento hacia abajo de su mano derecha provista del cuchillo. Entonces saltó desde la puerta, porque los brazos esqueléticos de Nalgron se tendían hacia él desde el estrecho espacio negro entre el terreno helado y el suelo elevado de la tienda.
Corrió como jamás lo había hecho hasta entonces. Corrió como si todos los espectros del Yermo Frío le pisaran los talones... y en cierto modo así era. Rebasó las últimas tiendas del Clan de la Nieve, todas oscuras, y la Tienda de las Mujeres, en la que titilaba una débil luz, siguiendo a todo correr por la suave cuesta que la luna plateaba y que llevaba al borde curvo y empinado del cañón de los Duendes. Sintió un impulso de precipitarse al vacío, desafiando al aire para que le sostuviera y le llevara al sur o para que le hundiera al instante en la nada, y por un instante le pareció que no le quedaba ninguna otra alternativa.
Entonces corrió no muy lejos del frío y sus horrores paralizantes y sobrenaturales, como si se dirigiera hacia la civilización, que una vez más era un brillante emblema en su cerebro, una respuesta a toda la cerrazón mental.
Redujo un poco su velocidad, al tiempo que su cabeza se aclaraba algo, de modo que escudriñó en busca de transeúntes tardíos tanto como demonios y apariciones.
Vio el parpadeo azul de Shadah sobre las copas de los árboles, al oeste.
Cuando llegó a la Sala de los Dioses lo hizo caminando. Pasó entre la Sala y el borde del cañón, que ya no tiraba de él.
Observó que habían levantado de nuevo la tienda de Essedinex y que volvía a estar iluminada. No había ningún otro gusano de nieve sobre la tienda de Vlana. La rama de sicomoro de nieve por encima de ésta estaba llena de cristales que brillaban a la luz de la luna.
Entró sin avisar por la puerta trasera, quitando en silencio los ganchos flojos, usando por debajo de la pared y los dobladillos de los vestidos colgados, el cuchillo en la mano derecha.
Vlana yacía sola en el jergón, boca arriba, con una manta ligera de lana roja cubriéndola hasta las axilas desnudas. La pequeña lámpara de luz amarillenta bastaba para mostrar el interior de la tienda, en la que no había más que la bailarina. El brasero abierto y recién removido irradiaba calor.
Fafhrd penetró del todo, se enfundó el cuchillo y se quedó mirando a la actriz. Los brazos de ésta parecían muy delgados, sus manos de largos dedos y de tamaño algo excesivo. Tenía los grandes ojos cerrados y su rostro parecía más bien pequeño en el centro de la magnífica cabellera extendida, de color castaño oscuro. Pero tenía un aspecto de nobleza y sabiduría, y sus labios húmedos, largos, generosos, pintados de rojo reciente y minuciosamente, excitaron y tentaron al intruso. Su piel tenía una leve pátina aceitosa. Fafhrd podía oler su perfume.
Por un momento la postura supina de Vlana le recordó a Mor Nalgron, pero este pensamiento fue barrido al instante por el intenso calor del brasero, como el de un pequeño sol de hierro intenso por las ricas texturas y los elegantes instrumentos de la civilización que le rodeaban, y por la belleza y la gracia de Vlana, que parecía consciente de sí misma incluso cuando dormía. Era como el signo cabalístico de la civilización.
Fafhrd retrocedió hacia el perchero y empezó a desnudarse, doblando y apilando pulcramente sus ropas. Vlana no se despertó, o a menos no abrió los ojos.
Algún tiempo después, al meterse de nuevo bajo la manta roja, tras haber salido para hacer sus necesidades, Fafhrd dijo a la actriz:
—Ahora háblame de la civilización y tu papel en ella.
Vlana tomó la mitad del vino que él había cogido al regresar y estiró los brazos sensualmente, descansando la cabeza en las manos entrelazadas.
—Bien, para empezar, no soy una princesa, aunque me gusta que me llamen así. Debo informarte que ni siquiera te has topado con una señora, mi querido muchacho. En cuanto a la civilización, apesta.
—No, ya lo sé —convino Fafhrd—. Me he topado con la actriz más hábil y exquisita de todo Nehwon. Pero, ¿por qué la civilización tiene para ti ese mal olor?
—Creo que debo desilusionarte todavía más, querido—dijo Vlana, algo distraída, apretándose contra él—. De lo contrario podrías tener absurdas ideas acerca de mí e incluso imaginar planes insensatos.
—Si te refieres a fingir ser una puta a fin de obtener conocimiento erótico y otras sabidurías... —empezó a decir Fafhrd.
Ella le miró muy sorprendida y le interrumpió bruscamente:
—Soy peor que una puta, bajo ciertos puntos de vista. Soy una ladrona. Sí, Ricitos Rojos, una ratera y descuidera, una timadora de borrachos, una escaladora y salteadora. Nací en una granja, lo cual supongo que me hace inferior incluso a un cazador, que vive de la muerte de animales, mantiene sus manos fuera de la suciedad y no recoge ninguna cosecha excepto con la espada. Cuando por medio de fraudes legales confiscaron a mis padres el terreno que tenían para hacer un pequeño rincón de una de las nuevas y vastas granjas de grano propiedad de Lankhmar, trabajadas por esclavos, y ellos, en consecuencia, se murieron de hambre, decidí recuperar lo que me habían robado los comerciantes de grano. La ciudad de Lankhmar me alimentaría, sí, ¡y lo haría bien!... y a cambio recibiría coscorrones y quizá uno o dos arañazos profundos. Así que me fui a Lankhmar. Allí me encontré con una inteligente muchacha que tenía una mentalidad como la mía y cierta experiencia, y me desenvolví bien durante dos rondas completas de lunas y algunas más. Sólo trabajábamos vestidas de negro, y nos llamábamos el Dúo Oscuro.
»Danzábamos para tener una cobertura, sobre todo en las horas del crepúsculo, para llenar el tiempo antes de que salieran a escena los actores famosos. Poco después también empezamos a hacer mímica, que nos había enseñado un tal Hinerio, un célebre actor caído en desgracia a causa del vino, el viejo temblón más simpático y cortés que jamás haya pedido por caridad una bebida al alba o se las haya ingeniado para acariciar en la oscuridad a una muchacha con la cuarta parte de su edad. Y así, como digo, me desenvolví muy bien... hasta que choqué con la ley, como les había ocurrido a mis padres. No, no fueron los tribunales del Señor Supremo, querido muchacho, ni sus prisiones, potros de tortura y bloques de madera para cortar cabezas y manos, aunque son una vergüenza que clama a las estrellas. No, topé con una ley más antigua incluso que Lankhmar y un tribunal menos misericordioso. En una palabra, mi cobertura y la de mi amiga fue al fin descubierta por el Gremio de Ladrones, una antiquísima organización con delegaciones en todas las ciudades del mundo civilizado y con una fanática ley contra la participación femenina y un odio profundo a todos los rateros por cuenta propia. Ya en la granja había oído hablar del Gremio y confiado en mi inocencia para llegar a ser digna de afiliarme a él, pero pronto aprendí su proverbio: "dale antes un beso a una cobra que un secreto a una mujer". Por cierto, dulce aprendiz de las artes de la civilización, aquellas mujeres que el Gremio debe utilizar como cebos y para desviar la atención y cosas así, las alquilan por medias horas al Gremio de las Prostitutas.
»Tuve suerte. En el momento en que me suponían estrangulada lentamente en algún otro lugar, tropecé con el cuerpo de mi amiga, tras haber vuelto rápidamente a casa para coger una llave que había olvidado. Encendí una lámpara en nuestra bien cerrada casa y vi la larga agonía en el rostro de Vilis y la cuerda de seda roja profundamente hundida en su cuello. Pero lo que me llenó de la más furiosa rabia y el odio más frío —además de una segunda medida de temor que me debilitaba las rodillas— fue que también habían estrangulado al viejo Hinerio. Por lo menos Vilis y yo éramos competidoras y quizá por ello caza no vedada según las hediondas normas de la civilización, pero el viejo ni siquiera había sospechado que nos dedicáramos al robo. Se había limitado a suponer que teníamos otros amantes o bien —y además— clientes eróticos.
»Así que me escabullí de Lankhmar con tanta rapidez como un cangrejo acechado, blanco de las miradas de mis perseguidores, y en Ilthmar encontré a la compañía de Essedmex, que se dirigía al norte para empezar la nueva temporada. Tuve la suerte de que necesitaran un buen mimo y mi habilidad fue suficiente para satisfacer al viejo Seddy.
»Pero al mismo tiempo, hice un juramento por la estrella matutina de vengar las muertes de Vilis e Hinerio. ¡Y algún día lo haré! Con planes adecuados, ayuda y una nueva cobertura. Más de un alto potentado del Gremio de los Ladrones sabrá lo que se siente cuando le aprietan a uno la tráquea lenta y fatídicamente, sí, y cosas peores!
»Pero éste es un tema horrible para una mañana tan agradable, cariño, y sólo lo menciono para mostrarte por qué no debes relacionarte demasiado con alguien tan sucia y viciosa como yo.
Vlana giró entonces su cuerpo, de modo que se apoyó contra el de Fafhrd y le besó desde la comisura de los labios hasta el lóbulo de la oreja, pero cuando él habría devuelto estas cortesías en la misma medida o más, ella dejó de acariciarle y, cogiéndole por los brazos, inmovilizándolos, se enderezó y le miró con su enigmática mirada.
—Mi querido muchacho —le dijo—, despunta ya el alba, que pronto pasará de gris a rosada, y debes irte en seguida, o como mucho, tras un último compromiso. Ve a tu casa, cásate con esa encantadora y ágil muchacha de los árboles —ahora estoy segura de que no era un muchacho— y vive tu propia vida recta como una flecha, lejos de los hedores y las trampas de la civilización. El espectáculo va a recoger los bártulos y se marchará pronto, pasado mañana, y yo he de seguir mi retorcido destino. Cuando se te haya enfriado la sangre, sólo sentirás desprecio hacia mí. Lo niegues o no, ¡conozco a los hombres! Aunque existe una pequeña probabilidad de que tú, al ser como eres, me recuerdes con un poco de placer, en cuyo caso sólo te aconsejo una cosa: ¡nunca le hagas a tu esposa la menor alusión de esto!
Fafhrd le dirigió una mirada no menos enigmática y respondió:
—Princesa, he sido un pirata, que no es más que un ladrón de agua, el cual a menudo ataca a gente tan pobre como tus padres. Los hedores de la barbarie pueden igualar a los de la civilización. En nuestras vidas congeladas, nadie hace nada que no haya sido decretado por las leyes de un dios loco, a las que llamamos costumbres, e irracionalidades secretamente transmitidas de las que no es posible escapar. Mi propio padre fue condenado a muerte por rotura de huesos, y lo hizo un tribunal que no me atrevo a nombrar. Su delito fue trepar una montaña. Y hay asesinos, ladrones, alcahuetes y... Oh, podría contarte tantas historias si...
Se interrumpió para alzar las manos, de modo que sujetaba medio cuerpo de la mujer por encima de él, cogiéndola con suavidad por las axilas, con lo que ella dejaba de apoyarse en sus propios brazos.
—Déjame ir al sur contigo, Vlana—le dijo ansiosamente—, ya sea como miembro de tu compañía o en solitario... aunque soy un bardo cantor y también puedo realizar la danza de la espada, hacer juegos de manos con cuatro dagas en rotación y alcanzar con una de ellas un blanco del tamaño de mi dedo pulgar desde diez pasos de distancia. Y cuando lleguemos a la ciudad de Lankhmar, tal vez disfrazados como dos nórdicos, pues tú eres alta, seré tu buen brazo derecho para que lleves a cabo tu venganza. También puedo robar en tierra, créeme, atracar a una víctima en los callejones, tan cautelosa y silenciosamente como en los bosques. Puedo...
Vlana, sostenida por los brazos del muchacho, posó una palma sobre sus labios mientras la otra mano se deslizaba distraídamente por los largos cabellos de la nuca.
—No dudo de que seas valiente y leal, querido, y hábil para tener sólo dieciocho años. Y haces el amor bastante bien para un joven... lo bastante bien para mantener tu muchacha vestida de blanco y quizá algunas otras zagalas, si lo deseas. Pero a pesar de tus entusiastas palabras, y perdona mi franqueza, percibo en ti honestidad, incluso nobleza, un amor por el juego limpio y el odio a la tortura. El segundo que busco para mi venganza debe ser cruel y traidor, maligno como una serpiente, y al mismo tiempo saber tanto como yo de las interioridades fantásticamente retorcidas de las grandes ciudades y los gremios antiguos. Y, a fuer de sincera, debe ser tan mayor como yo, que tengo casi tantos años más que tú que los dedos de ambas manos. Así pues, querido muchacho, bésame, goza de mí una vez más y...
Fafhrd se levantó de súbito, alzó un poco a la actriz y la sentó, de modo que quedó de costado sobre sus muslos. La cogió entonces por los hombros.
—No —dijo con firmeza—. No veo nada a ganar sometiéndote una vez más a mis inexpertas caricias. Pero...
—Temía que te lo tomaras de esa manera —le dijo ella en tono desdichado—. No quería decir...
—Pero —siguió diciendo él con fría autoridad— quiero hacerte una pregunta. ¿Has elegido ya a tu segundo?
—No responderé a esa pregunta —replicó ella, mirándole con la misma frialdad y determinación.
—¿Se trata de...? —Apretó los labios antes de que saliera de ellos el nombre «Vellix».
Ella le miró con curiosidad mal disimulada, esperando ver cuál sería el siguiente paso del muchacho.
—Muy bien —dijo él, desviando las manos de los hombros de Vlana y apoyándose en ellas—. Creo que has intentado actuar de acuerdo con lo que crees que me beneficia más, así que te pagaré con la misma moneda. Lo que he de revelar afecta por igual a la barbarie y la civilización.
Y entonces le contó el plan de Essedinex y Hringorl con respecto a ella. Cuando terminó la actriz se echó a reír de buen grado, aunque a Fafhrd le pareció que había palidecido un poco.
—Debo estar en un error —comentó ella—. De modo que ésa ha sido la razón de que mi mímica algo sutil haya complacido con tanta facilidad los ásperos gustos de Seddy, el motivo de que hubiera un sitio para mí en la compañía y de que no insistiera en que me prostituya para él después del espectáculo, como deben hacer las otras chicas. —Dirigió a Fafhrd una aguda mirada—. Algunos bromistas derribaron anoche la tienda de Seddy. ¿Acaso... ?
Él asintió.
—Anoche tenía un extraño estado de humor, alegre pero furioso.
Una risa sincera y regocijada brotó de la actriz, seguida por otra de sus agudas miradas.
—¿Así pues, no fuiste a tu casa cuando te despedí después del espectáculo?
—No hasta más tarde —dijo él—. No, me quedé y observé.
Ella le miró de una manera tierna, burlona, inquisitiva, que preguntaba con claridad: «¿Y qué viste?» Pero esta vez a él le resultó muy fácil no pronunciar el nombre de Vellix.
—Así que también eres un caballero —bromeó ella—. ¿Pero por qué no me has hablado antes del infame plan de Hringorl? ¿Creías que estaría demasiado asustada para mostrarme amorosa?
—En cierto modo —admitió él—, pero se ha debido sobre todo a que hasta este momento no he decidido advertirte. A decir verdad, sólo he vuelto a ti esta noche porque me asustaban los espectros, aunque luego he encontrado otras buenas razones. Poco antes de que viniera a tu tienda, el temor y la soledad —sí, y también ciertos celos— me hicieron pensar en arrojarme al cañón de los Duendes, o ponerme los esquíes y tratar de efectuar el salto casi imposible que se burla de mi valor desde hace mucho tiempo...
Ella le aferró el brazo, hundiendo en él sus dedos.
—Nunca hagas eso —le dijo muy seriamente—. No arriesgues así tu vida. Piensa sólo en ti mismo. Lo peor siempre cambia para lo mejor, o se olvida.
—Sí, eso pensaba cuando pude haber dejado que el aire del cañón decidiera mi destino. ¿Me sostendría o me precipitaría abajo? Pero el egoísmo, del cual tengo mucho, al margen de lo que creas —eso y un cierto recelo de todos los milagros— extinguió ese capricho. Por otra parte, antes me pasó por la cabeza la idea de pisotear tu tienda antes de derribar la del Maestro del Espectáculo. Así que, como puedes ver, hay algo maligno en mí. Sí, y una tendencia a engañar sin abrir la boca.
Ella no se rió, sino que estudió su rostro reflexivamente. Luego la enigmática mirada regresó a sus ojos. Por un momento, Fafhrd pensó que podía ver más allá de ella, y se sintió turbado por lo que creyó percibir tras aquellos iris castaños, que no era la revisión del universo efectuada por una sibila desde la cumbre de una montaña, sino la de un comerciante con balanza en la que pesaba los objetos con todo cuidado, anotando de vez en cuando en un cuadernito viejas deudas y nuevos sobornos, así como planes alternos para obtener beneficios.
Pero era sólo una mirada inquieta, por lo que su corazón se alegró cuando Vlana, cuyas grandes manos aún se mantenían ladeadas por encima de él, le sonrió, mirándole a los ojos, y le dijo:
—Ahora responderé a tu pregunta, que antes no podía ni quería responder, pues en este instante he decidido quién será mi segundo... tú. ¡Abrázame por ello!
Fafhrd la abrazó con vehemencia y una fuerza que hizo gritar a la mujer, pero antes de que su cuerpo hubiera alcanzado un ardor insoportable, ella le apartó, diciéndole sin aliento:
—¡Espera, espera! Primero debemos trazar nuestros planes.
—Luego, amor mío, luego —suplicó él, tendiéndola.
—¡No! —protestó la actriz con brusquedad—. Luego pierde demasiadas batallas con Demasiado Tarde. Tú eres mi segundo, yo soy la capitana y doy las órdenes.
—Te escucho obedientemente —dijo él, cediendo—. Pero sé rápida.
—Hemos de estar muy lejos de Rincón Frío antes de la hora del rapto. Hoy he de recoger mis cosas y conseguir un trineo, caballos rápidos y provisión de alimentos. Deja que me encargue de todo eso. Hoy pórtate exactamente como tienes por costumbre, manteniéndote alejado de mí, por si nuestros enemigos te espían, como es muy probable que hagan Seddy y Hringorl...
—Muy bien, muy bien —accedió apresuradamente Fafhrd—. Y ahora, mi dulce...
—¡Calla y ten paciencia! Para rematar tu decepción, sube a lo alto de la Sala de los Dioses bastante antes del espectáculo, como hiciste anoche. Podría haber un intento de secuestrarme durante el espectáculo... si Hringorl o sus hombres se ponen demasiado nerviosos, o Hringorl quiere estafarle a Seddy su oro... y me sentiré más segura si estás vigilando. Luego, cuando salga después de llevar la toga y las campanas de plata, baja rápidamente y reúnete conmigo en el establo. Huiremos durante la pausa entre la primera y la segunda parte del espectáculo, cuando de un modo u otro todos estarán demasiado interesados en lo que va seguir para reparar en nosotros. ¿Has comprendido? ¿Mantenerte hoy alejado? ¿Esconderte en el tejado? ¿Reunirte conmigo durante el intermedio? ¡Muy bien! Y ahora, mi querido teniente, dejemos de lado toda disciplina. Olvida todo el respeto que debes a tu capitana y...
Pero ahora le tocaba a Fafhrd el turno de demorarse. La conversación de Vlana le había dado tiempo para que despertaran sus propias preocupaciones, y la mantuvo apartada de él, aunque la mujer le rodeaba el cuello con sus manos y se esforzaba para unir sus cuerpos.
—Te obedeceré en todos los detalles —dijo él—. Pero he de hacerte una sola advertencia más, que es muy importante y has de tenerla en cuenta. Hoy piensa tan poco como puedas acerca de nuestros planes, incluso mientras lleves a cabo acciones esenciales para ellos. Mantenlos ocultos tras el escenario de tus demás pensamientos, como haré yo con los míos, puedes estar segura, pues Mor, mi madre, es una gran lectora de mentes.
—¡Tu madre! En verdad que te ha amedrentado en exceso, querido, hasta tal punto que estoy deseando verte libre del todo... ¡Oh, no me rechaces! Hablas de ella como si fuera la Reina de las Brujas.
—Y lo es, no te engañes—le aseguró Fafhrd severamente—. Ella es la gran araña blanca, mientras que todo el Yermo Frío, tanto encima como debajo, es su tela, sobre la que nosotros, las moscas, hemos de ir de puntillas, saltando sobre extensiones viscosas. ¿Me harás caso?
—¡Sí, sí, sí! Y ahora...
La atrajo lentamente hacia él, como un hombre que se llevara a la boca un pellejo de vino, con torturante lentitud. Sus epidermis se encontraron, sus labios, se reunieron.
Fafhrd notó un profundo silencio encima, alrededor, debajo, como si la misma tierra retuviera el aliento, un silencio que le asustaba.
Se besaron profundamente y Fafhrd perdió su temor. Cuando se separaron para cobrar aliento, él tendió la mano y pinzó con los dedos la mecha de la lámpara. La llama se extinguió y la estancia quedó a oscuras, con excepción de la fría plata del alba que se filtraba por grietas y ranuras. Le escocían los dedos y se preguntó por qué había hecho aquello, ya que antes habían hecho el amor a la luz de la lámpara. Volvió a sentir temor.
Apretó a Vlana con fuerza en el abrazo que aleja todos los temores.
Y entonces, de repente —el muchacho no podría haber dicho por qué rodó sobre sí mismo, abrazado a la mujer, hacia el fondo de la tienda. Sus manos se aferraban a los hombros de Vlana y sus piernas se entrelazaban con las de ella, arrastrándola primero encima de él y luego debajo, en la más rápida alteración.
Se oyó un estruendo como un trueno y el puño de un gigante golpeó contra el granito helado del suelo bajo ellos. El centro de la tienda se abatió, los aros por encima de ellos se inclinaron en aquella dirección, arrastrando el cuero de la tienda.
Los amantes rodaron hasta llegar a los vestidos en sus perchas esparcidos por el suelo. Se oyó un segundo estruendo monstruoso seguido de un crujido, como si una bestia gigantesca cogiera a un behemot y lo triturase entre sus mandíbulas. La tierra tembló durante un rato.
Entonces todo quedó en silencio tras aquel gran ruido y estremecimiento del suelo, excepto el asombro y el temor que vibraban en sus oídos. Se abrazaron como niños aterrados.
Fafhrd se recuperó primero.
—¡Vístete! —ordeno a Vlana, y a continuación se deslizó por debajo de la tienda y salió desnudo al frío cortante bajo el cielo rosado.
La gran rama del sicomoro de nieve, sus cristales arrancados en un gran montón, estaba de través en medio de la tienda, presionando a ésta y al jergón que estaba debajo contra la tierra helada.
El resto del sicomoro, privado de la gran rama que lo equilibraba, había caído cuan largo era en la dirección contraria y permanecía tendido y rodeado de montones de cristales. Sus raíces negras, peludas y rotas estaban expuestas.
El sol desprendía de todos los cristales un pálido reflejo rosáceo.
Nada se movía, ni siquiera una voluta de humo, aunque era la hora del desayuno. La brujería había descargado un gran martillazo y nadie lo había notado excepto las víctimas escogidas.
Fafhrd, que empezaba a temblar, se deslizó de nuevo bajo la tienda. Vlana había obedecido su orden y se vestía con rapidez de actriz. Fafhrd se puso a toda prisa sus ropas, apiladas de modo providencial en aquel extremo de la tienda. Se preguntó si habría seguido las instrucciones de algún dios al hacer aquello y apagar la lámpara, pues de lo contrario la llama habría prendido en la tienda derribaba.
Sus ropas estaban más frías que el gélido aire, pero sabía que aquello cambiaría.
Se arrastró con Vlana al exterior una vez más. Cuando se levantaron, él le hizo ver la rama caída con el gran montón de cristales a su alrededor y le dijo:
—Ahora ríete de los poderes brujeriles de mi madre, su grupo de brujas y todas las Mujeres de la Nieve.
—Sólo veo una rama que se ha desprendido debido a un exceso de hielo —replicó Vlana dubitativa.
—Compara la masa de cristales y nieve que ha caído de esa rama con las que hay por todas partes. Recuerda lo que te he dicho: ¡oculta tus pensamientos!
Vlana permaneció en silencio.
Una negra figura corría hacia ellos desde las tiendas de los mercaderes. Su tamaño aumentó a medida que saltaba grotescamente.
Vellix el Aventurero jadeaba cuando llegó hasta ellos y cogió los brazos de Vlana. Cuando su respiración se normalizó, dijo:
—He tenido un sueño en el que te veía aplastada y destrozada. Entonces me despertó un trueno.
—Has soñado el principio de la verdad —respondió Vlana—, pero en un asunto como éste, «casi» vale tanto como «nada».
Al fin Vellix vio a Fafhrd. Una expresión de cólera y celos apareció en su rostro, y se llevó la mano a la daga que le colgaba del cinto.
—¡Espera! —le ordenó Vlana vivamente—. Desde luego habría muerto aplastada si los sentidos de este joven, que deberían haber estado del todo absortos en otra cosa, no hubieran percibido los primeros indicios de la caída de la rama, y así me libró de la muerte en el último instante. Se llama Fafhrd.
Vellix cambió el movimiento de su mano, que pasó a formar parte de una reverencia, al tiempo que hacía un amplio gesto con su otro brazo.
—Estoy en deuda contigo, joven —le dijo en tono afectuoso, y tras una pausa añadió—:por haber salvado la vida de una artista notable.
Otras figuras habían aparecido a la vista, algunas apresurándose hacia ellos desde las cercanas tiendas de los actores, y otras a las puertas de las lejanas tiendas de la Tribu de Nieve, que no se movían.
Apretando su mejilla contra la de Fafhrd, como expresando gratitud formal, Vlana susurró rápidamente:
—Recuerda mi plan para esta noche y para nuestro futuro éxtasis. No te apartes de él lo más mínimo. Ahora vete.
—Ten cuidado con el hielo y la nieve —le advirtió Fafhrd—. Actúa sin pensar.
Vlana se dirigió a Vellix en un tono más distante, aunque con cortesía y amabilidad.
—Gracias, señor, por vuestra preocupación por mí, tanto en el sueño como en la vigilia.
Essedinex, abrigado en un manto de piel cuyo cuello le tapaba las orejas, saludó con bronco humor.
—Ha sido una noche dura para las tiendas.
Vlana se encogió de hombros.
Las mujeres de la compañía se reunieron alrededor de ella haciéndole inquietas preguntas, y ella les habló en voz baja mientras se dirigían a la tienda de los actores y entraban por la abertura destinada a las muchachas.
Vellix frunció el ceño y se tiró del negro mostacho.
Los actores masculinos se quedaron mirando y meneando las cabezas ante la tienda semicilíndrica derribada.
Vellix se dirigió a Fafhrd en tono amistoso.
—Antes te ofrecí aguardiente y ahora creo que lo necesitas. Además, desde ayer por la mañana tengo grandes deseos de hablar contigo.
—Perdona, pero en cuanto me siente seré incapaz de permanecer despierto para decir una sola palabra, aunque sean tan sabias como lechuzas, ni siquiera para tomar un sorbo de aguardiente —respondió cortésmente Fafhrd, reprimiendo a medias un gran bostezo—. Pero te lo agradezco.
—Parece que mi destino es preguntar siempre en el momento menos indicado —comentó Vellix encogiéndose de hombros—. ¿Quizás a mediodía? ¿O a media tarde? —añadió con rapidez.
—A media tarde, por favor —replicó Fafhrd, y se alejó con rapidez, a grandes zancadas hacia las tiendas de los mercaderes. Vellix no intentó seguirle.
Fafhrd se sentía más satisfecho de lo que jamás había estado en su vida. La idea de que aquella noche huiría para siempre de aquel estúpido mundo de nieve y de sus mujeres que encadenaban a los hombres casi le hizo sentir nostalgia de Rincón Frío. Se dijo que debía evitar el pensamiento. Unas sensaciones de amenaza misteriosa, o quizá su deseo de dormir, daban un aspecto espectral a cuanto le rodeaba, como un escenario de su infancia que visitara de nuevo.
Apuró una jarra de porcelana blanca llena de vino que le sirvieron sus amigos migoles Zax y Effendrit, les dejó que le llevaran a un brillante camastro de pieles, oculto por montones de otras pieles, y en seguida se sumió en un sueño profundo.
Tras permanecer largo tiempo bajo una oscuridad absoluta y confortable, se encendieron una luces tenues. Fafhrd estaba sentado al lado de Nalgron, su padre, ante una recia mesa de banquete atestada de humeantes y sabrosos alimentos y buenos vinos en jarras de barro, piedra, plata, cristal y oro. Había otros comensales a la mesa, pero Fafhrd no podía distinguir nada de ellos salvo sus oscuras siluetas y el monótono sonido de su conversación incesante, demasiado baja para poder entenderla, como muchos arroyos de agua murmuradora, aunque con ocasionales accesos de risa baja, como pequeñas olas que ascendían y se retiraban por una playa de grava. El ruido de los cubiertos contra los platos y entre sí era como el chasquido de los guijarros en aquel oleaje.
Nalgron vestía pieles de oso polar blanquísimas, con agujas, cadenas y muñequeras y anillos de la plata más pura, y también había plata en su cabello, lo cual turbaba a Fafhrd. Sostenía en la mano izquierda una copa de plata, que se llevaba de vez en cuando a los labios, pero mantenía bajo el manto la mano con la que comía.
Nalgron hablaba con prudencia, tolerancia, casi con ternura de muchos temas. Dirigía su mirada aquí y allá alrededor de la mesa, pero aun así hablaba en voz tan baja que Fafhrd sabía que la conversación iba dirigida solamente a él.
Fafhrd también sabía que debería escuchar con atención cada palabra y almacenar cuidadosamente cada aforismo, pues Nalgron hablaba de valor, honor, prudencia, esmero en dar y puntillo en mantener la propia palabra, de seguir los impulsos del corazón, y esforzarse sin desviación hacia una meta elevada y romántica, de sinceridad en todas estas cosas pero sobre todo en reconocer las propias aversiones y deseos, de la necesidad de hacer oídos sordos a los temores y críticas de las mujeres, pero perdonarles libremente todos sus celos, intentos de poner trabas e incluso la maldad más extrema, dado que todo eso brota de su amor ingobernable por uno u otro, y de muchas cosas diferentes que un joven en el umbral de la virilidad debe conocer.
Pero aunque sabía todo esto, Fafhrd escuchaba a su padre sólo a retazos, pues estaba tan turbado por la extrema flacura del rostro de Nalgron y la delgadez de los dedos que sostenían la copa de plata, por la blancura de su cabello y una débil coloración azulada en sus labios rojizos, aunque los movimientos, gestos y palabras de Nalgron eran firmes e incluso vivaces, que se sentía impulsado a buscar en los platos y cuencos humeantes que tenía ante él porciones de alimento especialmente suculentas y echarlas en el ancho plato vacío de Nalgron para provocar su apetito.
Cada vez que hacía esto, Nalgron le miraba con una sonrisa y un gesto cortés, con amor en los ojos, y luego se llevaba la copa a los labios y volvía a su discurso, pero sin descubrir nunca la mano que debería utilizar para comer.
A medida que avanzaba el banquete, Nalgron empezó a hablar de asuntos aún más importantes, pero ahora Fafhrd apenas escuchaba ninguna de sus preciosas palabras, tan agitado estaba por la preocupación que le producía la salud de su padre. Ahora la piel parecía tensarse a estallar en el pómulo saliente, los ojos brillantes estaban cada vez más hundidos y rodeados de oscuros círculos, las venas azules sobresalían más a través de los fuertes tendones de la mano que sostenía ligeramente la copa de plata, y Fafhrd había empezado a sospechar que, si bien Nalgron dejaba a menudo que el vino le tocara los labios, nunca bebía una gota.
—Come, padre —suplicó Fafhrd en voz baja, tensa de preocupación—. Bebe por lo menos.
De nuevo la mirada, la sonrisa, el gesto de asentimiento, los ojos brillantes aún más llenos de amor, el breve contacto de la copa con los labios cerrados, la mirada lejana, la reanudación del discurso tranquilo, imposible de seguir.
Y ahora Fafhrd conoció el miedo, pues las luces eran cada vez más azules y se daba cuenta de que ninguno de los comensales, vestidos de negro y sin rasgos, levantaban, ni lo habían hecho hasta entonces, más que una mano, llevándose el borde de la copa a los labios, aunque hacían un ruido incesante con sus cubiertos. La preocupación del muchacho por su padre se hizo agónica, y antes de que supiera con exactitud lo que hacía, echó atrás el manto de su padre, le cogió el brazo y la muñeca derechos y llevó hacia el plato lleno de comida la mano derecha.
Entonces Nalgron no asintió más, sino que volvió la cabeza a Fafhrd, y no sonrió, sino que hizo una mueca que mostró todos sus dientes de vieja tonalidad marfileña, mientras sus ojos eran fríos, fríos, fríos.
La mano y el brazo que Fafhrd sostenía daban la sensación de... parecían... eran de descarnado hueso marrón.
De repente, temblando con violencia en todo su ser, pero sobre todo los brazos, Fafhrd retrocedió con la rapidez de una serpiente, acurrucándose bajo el banco.
Luego dejó de temblar, pero unas fuertes manos de carne y hueso le agitaban los hombros, y en vez de oscuridad estaba el pellejo débilmente translúcido del techo de la tienda que ocupaban los mingoles, y en lugar del rostro de su padre vio el rostro cetrino, de negros bigotes, sombrío pero preocupado de Vellix el Aventurero.
Fafhrd le miró deslumbrado, luego agitó los hombros y la cabeza para desentumecerse y apartar las manos que los sujetaban.
Pero Vellix ya le había soltado y estaba sentado en un montón de pieles a su lado.
—Perdona, joven guerrero —le dijo gravemente—. Parecías tener un sueño que ningún hombre habría querido proseguir.
Sus maneras y el tono de su voz eran como los de aquel Nalgron de pesadilla. Fafhrd se irguió sobre un codo, bostezó y, haciendo una mueca, se estremeció de nuevo.
—Tienes helado el cuerpo, la mente, o ambos —dijo Vellix—. Así que tenemos una buena excusa para el aguardiente que te prometí.
Cogió con una sola mano dos pequeñas tazas de plata, y con la otra un jarro marrón de aguardiente que descorchó con el dedo índice y el pulgar.
Fafhrd sintió repugnancia ante el sucio aspecto de las tazas y la idea de lo que podría estar pegado en sus fondos, o quizá lo que había en la taza que iba a usar él. Recordó entonces con una punzada de temor que aquel hombre rivalizaba con él por el afecto de Vlana.
—Espera —dijo cuando Vellix se disponía a servirle—. En mi sueño salía una copa de plata que tenía un papel desagradable. ¡Zax! —llamó al mingol que vigilaba ante la puerta de la tienda—. ¡Una taza de porcelana, por favor!
—¿Tomas el sueño como una advertencia para no beber en recipientes de plata? —inquirió Vellix en voz baja, con una sonrisa ambigua.
—No —respondió Fafhrd—, pero ha instilado en mi carne una antipatía que aún me dura.
No dejó de sorprenderle un poco que los mingoles hubieran dejado entrar tan informalmente a Vellix para sentarse a su lado. Tal vez los tres eran antiguos conocidos de los campamentos de comercio. O quizá los habían sobornado.
Vellix rió y mostró una actitud más distendida.
—Además, mi limpieza deja mucho que desear, pues carezco de mujer o criado. ¡Effendrit! Que sean dos tazas de porcelana, y limpias como madera de abedul recién descortezada.
Era, en efecto, el otro mingol el que había estado apostado junto a la puerta... Vellix los conocía mejor que Fafhrd. El aventurero le ofreció en seguida una de las relucientes tazas blancas. Vertió un poco de líquido burbujeante en su propia taza, luego una cantidad generosa para Fafhrd y, finalmente, se sirvió más... como para demostrar que la bebida de Fafhrd no podía estar envenenada o drogada. Y el muchacho, que le había observado con atención, no pudo encontrar nada que objetar. Entrechocaron las tazas y cuando Vellix tomó un largo trago, Fafhrd le imitó, tomando un sorbo largo pero prudentemente lento. El líquido era bastante ardiente.
—Es mi último jarro —dijo Vellix en tono alegre—. He trocado todas las existencias por ámbar, gemas de nieve y otras cosillas... sí, y mi tienda y mi carreta también, todo excepto mis dos caballos, nuestro equipo y las raciones de invierno.
—He oído decir que tus caballos son los más rápidos y resistentes de las estepas —observó Fafhrd.
—Ésa es una afirmación excesiva. Pero no hay duda de que aquí cuentan entre los mejores.
—¡Aquí! —exclamó Fafhrd despectivamente.
Vellix le miró como lo había echo Nalgron en todo el sueño excepto en la última parte. Entonces le dijo:
—Fafhrd... ¿puedo llamarte así? Llámame Vellix. ¿Me permites una sugerencia? ¿Puedo darte un consejo como se lo daría a un hijo mío?
—Claro —respondió Fafhrd, sintiéndose no sólo incómodo sino también receloso.
—Es evidente que estás aquí inquieto e insatisfecho. Lo mismo le sucede a todo joven sano, en todas partes, a tu edad. El ancho mundo te llama, y estás deseando ponerte en marcha. Pero déjame decirte esto: se necesita más que ingenio y prudencia —sí, y sabiduría también— para enfrentarse con la civilización y encontrar algún consuelo. Para eso has de volverte poco a poco taimado, mancillarte como se mancilla la civilización. Allí no puedes trepar para obtener el éxito de la misma manera que escalas una montaña, por fría y traicionera que sea. Esta última exige lo mejor de ti; la otra, mucho de lo peor que tienes: una maldad calculada que todavía has de experimentar y que no tienes por qué hacerlo. Yo nací renegado. Mi padre era un hombre de las Ocho Ciudades que cabalgaba con los mingoles. Ojalá me hubiera quedado en las estepas, a pesar de su crueldad, sin escuchar la corruptora llamada de Lankhmar y las Tierras Orientales.
»Lo sé, lo sé, aquí la gente es estrecha de miras y apegada a la costumbre. Pero comparados con las mentes retorcidas de la civilización, son derechos como pinos. Aquí, con tus dones naturales, fácilmente llegarías a ser un jefe... más, en verdad, un jefe supremo que reuniría a una docena de clanes y haría de los nórdicos una potencia que habrían de reconocer las naciones. Luego, si lo deseas, podrías desafiar a la civilización, en tus propias condiciones, no en las de ella.
Los pensamientos y las sensaciones de Fafhrd eran como el mar agitado, aunque externamente había adoptado una calma casi sobrenatural. Incluso sentía un júbilo intenso, al ver que Vellix consideraba las posibilidades de un joven con Vlana tan altas que le atosigaba con halagos tanto como aguardiente.
Pero más allá de aquella corriente jubilosa, tenía la impresión, difícil de eliminar, de que el Aventurero no disimulaba del todo, que se sentía como un padre con respecto a Fafhrd, que trataba realmente de evitarle daños y aquello que decía de la civilización era en gran parte sincero. Naturalmente, eso podría ser porque Vellix estaba tan seguro de Vlana que podía permitirse ser amable con un rival. Sin embargo...
Sin embargo, ahora, una vez más, Fafhrd se sentía más incómodo que otra cosa. Apuró su taza.
—Vuestro consejo es digno de ser tenido en cuenta, señor... quiero decir, Vellix. Reflexionaré en él.
Rechazando otro trago con un movimiento de cabeza y una sonrisa, se levantó y alisó sus ropas.
—Había esperado tener una larga charla —dijo Vellix, sin levantarse.
—Tengo cosas que hacer —respondió Fafhrd—. Gracias de todo corazón. —Vellix sonrió pensativamente mientras el muchacho se alejaba.
La pista de nieve pisoteada que serpenteaba entre las tiendas de los comerciantes estaba llena de ruido y atestada de gente. Mientras Fafhrd dormía, los hombres de la Tribu de Hielo y la mitad de los Compañeros de la Escarcha habían llegado y estaban reunidos alrededor de dos fuegos solares —llamados así por su tamaño, calor y altura de sus llamas— comiendo carne humeante, riendo y dándose golpes. A cada lado había oasis de compra y regateo, invadidos por los juerguistas o cuidadosamente evitados, según el rango de los participantes en los negocios. Viejos camaradas se descubrían unos a otros, gritaban y a veces avanzaban a empellones entre la multitud para abrazarse. Se derramaba comida y bebida, se hacían y aceptaban retos, o más a menudo se rechazaban entre risas. Las bardos cantaban y rugían.
El tumulto molestaba a Fafhrd, el cual deseaba quietud para separar en sus sensaciones a Vellix de Nalgron, eliminar sus vagas dudas acerca de Vlana y sobre el desdoro de la civilización. Caminaba como un soñador turbado, con el ceño fruncido pero sin reparar en los codazos y empujones.
De súbito se puso alerta, pues observó, a través de la multitud, a Hor y Harrax que se dirigían hacia él, y leyó el propósito que tenían en sus ojos. Dejando que le rodeara un remolino de gente, observó que Hrey, otra de las criaturas de Hringorl, estaba cerca, a sus espaldas.
El propósito de los tres estaba claro. Simulando que eran camaradas, le darían una paliza o algo peor.
En su caprichosa preocupación por Vellix, había olvidado a su enemigo y rival más cierto, el brutalmente directo pero astuto Hringorl.
Entonces los tres llegaron a su lado. En un instante observó que Hor llevaba una pequeña porra y que los puños de Harrax eran demasiado grandes, como si sujetaran piedra o metal para que sus golpes fuesen más dañinos.
Fafhrd se lanzó hacia atrás, como si pretendiera escabullirse entre aquel par y Hrey; entonces, con la misma rapidez, invirtió su rumbo y lanzando un grito corrió hacia el fuego solar, delante de él. Las cabezas se volvieron al oír aquel grito y algunos, sorprendidos, se apartaron de su camino. Pero los hombres de la Tribu de Hielo y los Compañeros de la Escarcha tuvieron tiempo de ver lo que sucedía: un joven alto perseguido por tres matones. Aquello prometía un buen espectáculo. De un salto se colocaron a cada lado de la hoguera para impedirle el paso más allá de ella. Fafhrd giró primero a la izquierda y luego a la derecha. Prorrumpiendo gritos sarcásticos, los hombres se agruparon más apretadamente.
Fafhrd contuvo el aliento, se protegió los ojos con una mano y saltó a través de las llamas, las cuales alzaron el manto de piel por detrás, haciéndolo subir muy alto, y el muchacho sintió la punzada del calor en la mano y el cuello.
Salió de la hoguera con sus pieles chamuscadas y llamas azules avanzando por su cabello. Delante se había congregado más gente, pero había un espacio ancho, alfombrado y con un toldo entre dos tiendas, donde jefes y sacerdotes se sentaban alrededor de una mesa baja, absortos en la acción de un mercader que pesaba polvo de oro en una balanza.
Oyó estrépito y gritos detrás, alguien que gritaba: «Corre, cobarde», y otro: «Una pelea, una pelea»; vio el rostro de Mara delante, enrojecido y excitado.
Entonces el futuro jefe supremo de las tierras nórdicas —pues así pensó de sí mismo en aquel instante— saltó por encima de la mesa bajo el toldo, derribando inevitablemente al mercader y dos jefes, junto con la balanza, y arrojando el polvo de oro al viento antes de aterrizar con un siseo de vapor en el gran banco de nieve blanda situado más allá.
Rodó dos veces sobre sí mismo para asegurarse de que todas las llamas se extinguieran, y luego se puso en pie y corrió como un gamo al bosque, seguido por ráfagas de maldiciones y estallidos de risas.
Cincuenta grandes árboles después se detuvo abruptamente en la penumbra nevada y contuvo el aliento mientras escuchaba. A través del suave golpeteo de su sangre, no le llegaba el más leve ruido de persecución. Tristemente se peinó con los dedos el cabello hediondo, disminuido, y sacudió sus pieles ahora agujereadas e igualmente hediondas.
Esperó entonces para recobrar el aliento y serenarse. Y fue durante esta pausa cuando efectuó un descubrimiento desconcertante. Por primera vez en su vida, el bosque, que siempre había sido su lugar de retiro, su tienda del tamaño de un continente, su gran sala privada con techado de pinaza, le pareció hostil, como si los mismos árboles y la madre tierra de carne fría y entrañas calientes en la que arraigaban conocieran su apostaría, su desdén, su rechazo y su pretendido divorcio de la tierra nativa.
No era el silencio habitual, ni tampoco la siniestra y sospechosa cualidad de los débiles sonidos lo que al final empezó a oír: el rasguño de pequeñas garras en la corteza, el ruido de pisadas animales, el ulular de un búho distante anticipando la noche. Estos eran efectos, o como mucho, concomitancias. Se trataba de algo innombrable, intangible, pero profundo, como el fruncimiento de ceño de un dios. O una diosa.
Estaba muy deprimido, y al mismo tiempo nunca había sentido tanta dureza en su corazón.
Cuando al fin volvió a ponerse en movimiento, lo hizo en el mayor silencio posible y no con su inhabitual conciencia relajada y bien abierta, sino más bien con la nerviosa sensibilidad y la disposición a saltar de un explorador en territorio enemigo.
Y fue beneficioso para él que lo hiciera así, pues de otro modo le habría resultado difícil esquivar la caída casi silenciosa de un carámbano, agudo, pesado y largo como el proyectil de una catapulta de asedio, ni tampoco el golpe de una enorme rama muerta cargada de nieve que se rompió con un solo crujido estruendoso, ni el dardo venenoso lanzado por la cabeza de una víbora de nieve desde su desacostumbrado redondel blanco a la vista, ni el zarpazo lateral de las garras afiladas y crueles de un leopardo de nieve que pareció casi materializarse de un salto en el aire gélido y se desvaneció del modo más extraño cuando Fafhrd se hizo a un lado para evitar su primer ataque y se enfrentó a él con la daga desenfundada. Tampoco podría haber percibido a tiempo la trampa disimulada, colocada contra toda costumbre en aquella zona doméstica del bosque y lo bastante grande para estrangular no a una liebre sino a un oso.
Se preguntó dónde estaba Mor y qué podría estar musitando o cantando. ¿Se habría limitado su error a haber soñado con Nalgron? A pesar de la maldición del día anterior —y de otras antes de aquélla— y de las abiertas amenazas de la última noche, nunca había imaginado seriamente que su madre tratara de asesinarle. Pero ahora el pelo de la nuca se le erizaba de aprensión Y horror, la mirada vigilante de sus ojos era febril y frenética, mientras un hilillo de sangre goteaba sin que él hiciera nada para restañarla, del corte en la mejilla que le había producido el gran carámbano al caer.
Tanto se había concentrado en espiar los peligros que se sorprendió un poco al encontrarse en el claro donde el día anterior había abrazado a Mara, sus pies en el corto sendero que conducía a las tiendas domésticas.
Entonces se relajó un poco, enfundó la daga y se aplicó un puñado de nieve a la mejilla sangrante... pero se relajó sólo un poco, con el resultado de que percibió que alguien iba a su encuentro antes de que oyera sus pisadas.
Entonces se fundió con el fondo nevado de un modo tan silencioso y completo, que Mara estuvo a tres pasos antes de verle.
—Te han herido —exclamó.
—No —respondió él secamente, su atención todavía con entrada en los peligros del bosque.
—Pero la nieve roja en tu mejilla... ¿Ha habido una pelea? —Sólo me hice un rasguño en el bosque. Me libré de ellos.
Su mirada de preocupación se desvaneció.
—Es la primera vez que te veo huir de una pelea.
—No me vi con coraje para enfrentarme a tres o más —dijo él sin ambages.
—¿Por qué miras atrás? ¿Es que te han seguido?
—No.
La expresión de la muchacha se endureció.
—Los viejos están escandalizados. Los hombres jóvenes te llaman gallina, mis hermanos entre ellos. No supe qué decir.
—¡Tus hermanos! —exclamó Fafhrd—. Que el asqueroso Clan de la Nieve me llame lo que le venga en gana. No me importa.
Mara puso los brazos en jarras.
—Últimamente insultas con mucha liberalidad. No voy a permitir que ofendas a mi familia, ¿me oyes? Ni tampoco que me insultes, ahora que pienso en ello. —Respiraba con dificultad—. Anoche volviste con ese pendejo de bailarina. Pasaste varias horas en su tienda.
—¡No es cierto! —negó Fafhrd, pensando que había pasado una hora y media como mucho. La discusión caldeaba su sangre y extinguía su temor sobrenatural.
—¡Mientes! Todo el campamento lo sabe. Cualquier otra chica habría pedido a sus hermanos que resolvieran esto.
Fafhrd recuperó su habilidad para fraguar tretas. Precisamente aquella noche no debía arriesgarse a líos innecesarios... cabía la posibilidad de que le dieran una paliza, incluso de que le mataran.
Se dijo que debía emplear las tácticas adecuadas, y se acercó ansiosamente a Mara, exclamando en tonos dolidos y melifluos:
—Mara, mi reina, ¿cómo puedes creer semejante cosa de mí, yo que te amo más que...?
—¡Apártate de mí, embustero y tramposo!
—Y llevas a mi hijo en tu seno —insistió él, tratando todavía de abrazarla—. ¿Cómo va el pequeñín?
—Escupe a su padre. Te digo que no te me acerques.
—Pero anhelo tocar esa piel deliciosa, pues no hay otro bálsamo para mí a este lado del Infierno, ¡oh, la más bella, cuya belleza aumenta aún más la maternidad!
—Vete al infierno, entonces. Y acaba con estos repugnantes fingimientos. Tu actuación no engañaría a una marmitona borracha. ¡Eres un mal comediante!
—¿Y tus propias mentiras? —replicó Fafhrd, acalorado—. Ayer te jactaste de cómo intimidarías y dominarías a mi madre. Y al instante fuiste a lloriquearle para decirle que esperas un hijo de mí.
—Sólo cuando me enteré de tus deseos lujuriosos por la actriz. ¿Y no ha sido acaso la verdad absoluta? ¡Trapacero!
Fafhrd retrocedió y se cruzó de brazos antes de declarar:
—Mi esposa ha de serme fiel, ha de confiar en mí, debe preguntarme antes de actuar y comportarse como la compañera de un futuro jefe supremo. Me parece que en nada de todo esto das la talla.
—¿Serte fiel? ¡Mira quién habla! —Su rostro se volvió desagradablemente bermejo y tenso de rabia—. ¡Jefe supremo! Será mejor que te conformes con que el Clan de la Nieve te llame hombre, lo que todavía no han hecho. Ahora escúchame, ruin hipócrita. Ahora mismo vas a pedirme perdón de rodillas y luego vendrás conmigo para pedir a mi madre y mis tías mi mano, o de lo contrario...
—¡Antes me arrodillo delante de una serpiente, o de una osa! —gritó Fafhrd, desvanecidos todos sus pensamientos y tácticas.
—¡Haré que mis hermanos te den tu merecido! —replicó ella—. ¡Palurdo cobarde!
Fafhrd alzó el puño, lo dejó caer, se llevó las manos a la cabeza y meneó ésta en un gesto de desesperación maniaca, y de repente echó a correr hacia el campamento, dejando allí plantada a la muchacha.
—¡Levantaré contra ti a toda la tribu! Lo diré en la Tienda de las Mujeres. Se lo diré a tu madre...
Los gritos de Mara se desvanecieron con rapidez entre los arbustos, la nieve y la distancia.
Deteniéndose apenas para observar que no había nadie entre las tiendas del Clan de la Nieve, ya fuera porque estaban todavía en la feria de trueques, ya porque se hallaran dentro preparando la cena, Fafhrd subió de un salto a su árbol del tesoro y abrió la puerta de su hueco oculto. Maldiciendo porque se rompió una uña al hacerlo, sacó el arco, las flechas y los cohetes envueltos en la piel de foca y añadió su mejor par de esquíes y palos de esquí, un paquete algo menor que contenía la segunda espada mejor de su padre, bien engrasada, y una bolsa con objetos más pequeños. Saltó a la nieve, recogió todos los objetos largos en un solo paquete y se lo echó al hombro.
Tras un momento de indecisión, penetró en la tienda de Mor, sacando de su bolsa un pequeño recipiente de piedra que llenó con rescoldos del hogar, sobre los que espolvoreó ceniza, cerró herméticamente el recipiente y lo guardó de nuevo en la bolsa.
Entonces se volvió con frenético apresuramiento hacia la puerta, pero se detuvo en seco. Mor estaba en el umbral, una alta silueta de bordes blancos y el rostro en sombras.
—De modo que nos abandonas a mí y al Yermo, para no regresar. Eso es lo que piensas.
Fafhrd no dijo nada.
—Sin embargo regresarás. Si quieres que todo quede en arrastrarte a cuatro patas, o con suerte en dos, y no estar tendido sin vida en un lecho de lanzas, sopesa pronto tus deberes y tu nacimiento.
Fafhrd pensó una respuesta desabrida, pero las mismas palabras eran una mordaza en su garganta. Avanzó hacia Mor.
—Déjame pasar, madre —logró decir en un susurro.
Ella no se movió.
El muchacho apretó las mandíbulas en una horrenda mueca de tensión, tendió las manos, cogió a la mujer por las axilas —recorriendo su carne un hormigueo de temor— y la hizo a un lado. Ella parecía tan rígida y fría como el hielo. No protestó, y su hijo no pudo mirarla al rostro.
Una vez fuera, el joven se dirigió a paso vivo a la Sala de los Dioses, pero había hombres en su camino, cuatro robustos jóvenes rubios flanqueados por doce más.
Mara no sólo había avisado a sus hermanos en la feria, sino también a todos sus parientes disponibles.
Sin embargo, ahora parecía haberse arrepentido de su acto, pues se arrastraba cogida del brazo de su hermano mayor y hablaba vivamente con él, a juzgar por su expresión y los movimientos de sus labios.
El hermano mayor le hacía caso omiso y seguía andando. Y cuando su mirada se cruzó con la Fafhrd, lanzó un grito de alegría, se zafó de la presa de su hermana y echó a correr seguido por los demás. Todos blandían garrotes o sus espadas envainadas.
Mara, desolada, exclamó: «¡Huye, amor mío!», pero Fafhrd ya se había adelantado a estas palabras al menos por dos latidos de corazón. Dio media vuelta y corrió al bosque, su largo y rígido paquete golpeándole la espalda. Cuando el camino que seguía en su huida se juntó con la senda de huellas que había hecho al salir corriendo del bosque, se preocupó de poner un pie en cada lado sin reducir su velocidad.
—¡Cobarde! —gritaron tras él, y corrió con más rapidez.
Cuando alcanzó los salientes de granito, a poca distancia dentro del bosque, se volvió bruscamente a la derecha y, saltando de roca en roca, sin imprimir más huellas, llegó a un bajo acantilado de granito que escaló ayudándose sólo con las manos, y luego siguió ascendiendo hasta que el borde del acantilado le ocultó de quienquiera que pasara por debajo.
Oyó que sus perseguidores entraban en el bosque, lanzando gritos airados, pues al rodear los árboles chocaban unos con otros, y luego una voz potente ordenó silencio.
Con todo cuidado, Fafhrd volteó por lo alto tres piedras, para que cayeran en su falsa senda, muy por delante de los sabuesos humanos de Mara. El ruido de las piedras y el fragor de las ramas que hicieron caer provocaron gritos de «¡Allá va!» y otra exigencia de silencio.
Alzando una piedra mayor, el muchacho la arrojó con ambas manos, de manera que golpeó el tronco de un robusto árbol en el lado más próximo de la senda, desprendiendo grandes ramas cargadas de nieve y hielo. Hubo gritos ahogados de sobresalto, confusión y rabia por parte de los hombres que habían recibido el chaparrón y que probablemente estaban casi enterrados bajo la nieve. Fafhrd sonrió con malicia, luego se puso serio y su mirada se hizo vigilante mientras se ponía en marcha a paso largo a través del sombrío bosque.
Pero esta vez no percibió presencias enemigas y tanto los seres vivos como los inanimados, rocas o espectros, reprimieron sus asaltos. Tal vez Mor, juzgándole lo bastante acosado por los parientes de Mara, había dejado de prodigar sus hechizos. O tal vez... Fafhrd dejó de pensar y se entregó por entero a su veloz y silenciosa carrera. Vlana y la civilización le esperaban adelante. Su madre y la barbarie estaban detrás, pero el muchacho se esforzaba por no pensar en ella.
La noche estaba próxima cuando Fafhrd abandonó el bosque. Había dado la vuelta más amplia posible, saliendo cerca del cañón de los Duendes. La correa de su largo paquete le rozaba el hombro.
Había luces y sonidos de fiesta entre las tiendas de los mercaderes. La Sala de los Dioses y las tiendas de los actores estaban a oscuras. Aun más cerca se alzaba la oscura masa de la tienda del establo.
Fafhrd cruzó en silencio los surcos de grava helada de la Nueva Carretera, que conducía al sur del cañón.
Entonces vio que la tienda del establo no estaba del todo a oscuras. Un resplandor espectral se movía en su interior. El muchacho se acercó cautamente a la puerta y vio la silueta de Hor asomada a ella. Sin hacer el menor ruido, llegó a espaldas de Hor y miró por encima de su hombro.
Vlana y Vellix colocaban los arreos a los caballos que tiraban del trineo de Essedinex, del cual Fafhrd había robado los tres cohetes.
Hor alzó la cabeza y se llevó una mano a los labios para lanzar un grito de búho o de lobo.
Fafhrd desenfundó su cuchillo y, cuando estaba a punto de degollar a Hor, cambió de intención, invirtió el cuchillo y golpeó al otro con el mango en la sien, dejándole sin sentido. Hor cayó al suelo y Fafhrd le arrastró a un lado de la puerta.
Vlana y Vellix subieron al trineo, el último tocó a sus caballos con las riendas y salieron deslizándose con un ruido sordo. Fafhrd apretó con furia el mango de su cuchillo, luego lo envainó y volvió a ocultarse en las sombras.
El trineo se deslizó por la Nueva Carretera. Fafhrd se quedó mirándolo, de pie, los brazos fláccidos a los costados como los de un cadáver abandonado, pero con los puños fuertemente apretados.
De repente dio media vuelta y corrió hacia la Sala de los Dioses.
Se oyó el aullido de una lechuza desde detrás de la tienda que servía de establo. Fafhrd se detuvo en la nieve y se volvió, los puños todavía apretados.
Surgieron dos formas de la oscuridad, una de ellas provista de fuego, y se apresuraron hacia el cañón de los Duendes. La figura más alta era sin duda Hringorl. Se detuvieron al borde del cañón. Hringorl hizo girar su antorcha en un gran círculo de fuego. La luz mostró el rostro de Harrax a su lado. Una, dos, tres veces, como si hicieran señales a alguien que estuviera lejos, al sur del cañón. Luego corrieron al establo.
Fafhrd corrió hacia la Sala de los Dioses. Se oyó un áspero grito a sus espaldas. Se detuvo y se giró de nuevo. Del establo salió galopando un gran caballo montado por Hringorl. Mediante una cuerda arrastraba a un hombre con esquíes: Harrax. Los dos carenaron por la Nueva Carretera, envueltos en un torbellino de nieve.
Fafhrd corrió hasta rebasar la Sala de los Dioses y recorrió la cuarta parte de la cuesta que llevaba a la Tienda de las Mujeres. Se quitó el paquete, lo abrió, sacó sus esquíes y se los ató a los pies. Luego desenvolvió la espada de su padre y se la colgó al costado izquierdo, equilibrando el peso con la bolsa en el derecho.
Entonces se colocó ante el cañón de los Duendes, donde había desaparecido la Antigua Carretera. Tomó dos de sus palos de esquí, se agachó y los clavó en la nieve. Su rostro era una calavera, el rostro de alguien que juega a los dados con la muerte.
En aquel instante, más allá de la Sala de los Dioses, por el camino que había seguido, hubo un ligero chisporroteo amarillo. Fafhrd se detuvo, contando los latidos del corazón, sin saber por qué.
Nueve, diez, once... Hubo una gran llamarada. El cohete se levantó, señalando el espectáculo de aquella noche. Veintiuno, veintidós, veintitrés... y la cola se desvaneció y estallaron las nueve estrellas blancas.
Fafhrd dejó caer sus palos de esquí, cogió uno de los tres cohetes que había robado y extrajo la mecha de su extremo, tirando con la fuerza suficiente para quebrar el alquitrán cimentador sin romper la mecha.
Sujetando con delicadeza el fino cilindro alquitranado, largo como un dedo, sacó de su bolsa el recipiente con los rescoldos. La piedra apenas estaba caliente. Desató la cubierta y eliminó las cenizas hasta que vio —y notó al quemarse— un resplandor rojo.
Se quitó la mecha de entre los dientes y la colocó de manera que un cabo se apoyara en el borde del recipiente mientras el otro tocaba el resplandor rojo. Hubo un chisporroteo. Siete, ocho, nueve, diez, once, doce... doce, y el chisporroteo se convirtió en un chorro llameante. Estaba hecho.
Dejando el recipiente con los rescoldos en la nieve, cogió los dos cohetes restantes, apretó sus gruesos cuerpos bajo sus brazos y clavó sus colas en la nieve, comprobando que tocaran el suelo. Las colas eran en verdad tan rígidas y fuertes como palos de esquí.
Sostuvo los cohetes paralelos en una mano y sopló el interior del recipiente de fuego, acercándolo a los dos cohetes.
Mara salió corriendo de la oscuridad y dijo:
—¡Querido, qué contenta estoy de que mis parientes no hayan podido cogerte!
El resplandor del recipiente de fuego mostró la belleza de su rostro. Fafhrd la miró a través de aquella luz.
—Me voy de Rincón Frío. Abandono la Tribu de la Nieve. Te dejo.
—No puedes —dijo Mara.
Fafhrd dejó en el suelo el recipiente de fuego y los cohetes.
Mara tendió los brazos.
Fafhrd se quitó de las muñecas los brazaletes de plata y los puso en las palmas de Mara. Ella los apretó y gritó:
—No te pido esto. No te pido nada. Eres el padre de mi hijo. ¡Eres mío!
Fafhrd se arrancó del cuello la pesada cadena de plata, la depositó sobre las muñecas de la muchacha y le dijo:
—¡Sí! Eres mía para siempre, y yo soy tuyo. Tu hijo es mío. Nunca tendré otra esposa del Clan de la Nieve. Estamos casados.
Entretanto, había cogido de nuevo los dos cohetes y colocado sus mechas en el recipiente de fuego. Chisporrotearon simultáneamente. Los dejó en el suelo, cerró bien el recipiente y lo guardó en su bolsa: Tres, cuatro...
Mor miró por encima del hombro de Mara y exclamó:
—Soy testigo de tus palabras, hijo mío. ¡Detente!
Fafhrd cogió los cohetes, cada uno por su cuerpo chisporroteante, clavó los extremos de los palos y se deslizó cuesta abajo con un gran impulso. Seis, siete...
—¡Fafhrd! —gritó Mara———. ¡Marido mío!
Y Mor gritó a su vez:
—¡No eres mi hijo!
Fafhrd se impulsó de nuevo con los cohetes chisporroteantes. El aire frío le azotaba el rostro, pero él apenas lo sentía. El borde del abismo, iluminado por la luna, estaba ya cerca. Percibió su curvatura hacia arriba. Más allá estaba la oscuridad. Ocho, nueve...
Apretó los cohetes furiosamente a los costados, bajo los codos, y voló a través de la oscuridad. Once, doce...
Los cohetes no se encendían. La luz de la luna mostraba la pared opuesta del cañón alzándose hacia él. Sus esquíes estaban dirigidos a un punto justamente por debajo de la cima, un punto que descendía cada vez más. Inclinó los cohetes hacia abajo y los apretó aún con más fuerza.
Los cohetes prendieron. Era como si se aferrase a dos grandes muñecas que le arrastraban hacia arriba. Tenía calientes los codos y los costados. Bajo el súbito fulgor, la pared de roca apareció cerca, pero no abajo. Dieciséis, diecisiete...
Aterrizó suavemente en la limpia corteza de nieve que cubría la Antigua Carretera y arrojó los cohetes a cada lado. Se oyó un trueno doble y estallaron las estrellas blancas a su alrededor. Una de ellas le alcanzó y torturó su mejilla hasta que se extinguió. Tuvo tiempo para un gran pensamiento hilarante: «Parto en un estallido de gloria».
Luego ya no tuvo tiempo para pensar en nada, pues dedicó toda su atención a esquiar por la pronunciada pendiente de la Antigua Carretera, ora brillante a la luz de la luna, ora negra como el carbón al curvarse, grietas a la derecha, un precipicio a la izquierda. Agachándose y manteniendo los esquíes unidos, utilizaba las caderas para dirigir el rumbo. Tenía ateridos el rostro y las manos. Aumentó la intensidad de las sacudidas. Los bordes blancos se acercaban, y le amenazaban negros lomos de colinas.
No obstante, en lo más profundo de su mente se sucedían los pensamientos. Aun cuando se esforzara por mantener toda su atención en el esquí, estaban allí. «Idiota, deberías haber cogido un par de palos con los cohetes. Pero, ¿cómo los habrías sujetado al arrojar los cohetes? ¿En tu paquete? Entonces ahora no te servirían de nada. ¿Será el recipiente de fuego que llevas en la bolsa más valioso que los palos? Deberías haberte quedado con Mara. Nunca volverás a ver semejante encanto. Pero a quien quieres es a Vlana. ¿O no? ¿Cómo, con Vellix? Si no fueras tan insensible y bueno, habrías matado a Vellix en el establo, en vez de huir a... ¿De veras pretendías matarte? ¿Qué pretendes ahora? ¿Pueden los hechizos de Mor superar en velocidad a tu forma de esquiar? ¿Eran esas muñecas en forma de cohete realmente las de Nalgron, que se alzaban del infierno? ¿Qué hay adelante?»
Se deslizó alrededor de un voluminoso saliente rocoso, echándose a la derecha porque el blanco borde se estrechaba a su izquierda. El borde nevado aguantó su paso. Más allá, en la pared opuesta del cañón que se ensanchaba, vio un débil resplandor. Era Hringorl, que aún tenía su antorcha, mientras galopaba por la Nueva Carretera, tirando de Harrax. Fafhrd se echó de nuevo a la derecha, pues la Antigua Carretera trazaba más adelante una curva cerrada. Los esquíes patinaron. La vida exigía que se inclinara aun más, frenando hasta detenerse, pero la muerte era un jugador con igualdad de oportunidades en aquel juego. Más adelante había un cruce donde se encontraban la Antigua y la Nueva Carretera. Debía alcanzarlo tan pronto como Vellix y Vlana en su trineo. La velocidad era esencial. No estaba seguro del motivo. Vio más curvas delante de él.
La pendiente disminuía de un modo casi imperceptible. A la izquierda se extendían las copas de los árboles que surgían de siniestras profundidades y luego se elevaban a cada lado. Fafhrd se encontró en un negro túnel de techo bajo. Su avance se hizo silencioso como el de un fantasma. Se deslizó por inercia hasta detenerse en el extremo del túnel. Con dedos ateridos se tocó la ampolla que le había producido la estrella del cohete en la mejilla. Agujas de hielo crujieron débilmente en el interior de la ampolla.
No había más sonido que el débil tintineo de los cristales que crecían a su alrededor en el aire quieto y húmedo.
A cinco pasos de distancia, bajo una súbita cuesta, había un arbusto bulboso cargado de nieve. Detrás de él se agazapaba el segundo de Hringorl —Hrey— cuya barba puntiaguda era inconfundible, aunque su color rojizo era gris a la luz de la luna. Sujetaba un arco en la mano izquierda.
Más allá, a dos docenas de pasos cuesta abajo, estaba el cruce de las dos carreteras. El túnel que iba al sur a través de los árboles estaba bloqueado por un par de arbustos más altos que un hombre. El trineo de Vellix y Vlana estaba detenido cerca, y sobresalían sus dos grandes caballos. Vlana estaba sentada en el trineo, encorvada, la cabeza cubierta por la capucha de piel. Vellix había bajado del vehículo y estaba apartando las ramas enroscadas que obstaculizaban el camino.
Apareció la luz de la antorcha por la Nueva Carretera, procedente de Rincón Frío. Vellix dejó la faena que estaba haciendo y desenvainó su espada. Vlana miró por encima del hombro.
Hringorl llegó galopando al claro, lanzando un jubiloso grito de triunfo, y arrojó su antorcha al aire, tiró de las riendas para detener el caballo detrás del trineo. El esquiador al que remolcaba —Harrax— pasó junto a él y recorrió media cuesta. Entonces frenó y se agachó para desatarse los esquíes. La antorcha cayó al suelo y su llama se extinguió con una crepitación.
Hringorl desmontó del caballo, con un hacha de combate en la mano derecha.
Vellix corrió hacia él. Había comprendido con claridad que debía acabar con el gigantesco pirata antes de que Harrax se quitara los esquíes, o tendría que luchar con dos hombres a la vez. El rostro de Vlana era una pequeña máscara blanca bajo la luz de la luna. Se había incorporado a medias en su asiento para mirar lo que sucedía. La capucha se desprendió de su cabeza.
Fafhrd podría haber ayudado a Vellix, pero aún no había hecho ningún movimiento para quitarse los esquíes. Con una punzada de dolor —¿o era de alivio?— recordó que había dejado atrás el arco y las flechas. Se dijo que debería ayudar a Vellix. ¿Acaso no había esquiado hasta allí, corriendo un riesgo incalculable, para salvar al Aventurero y a Vlana, o al menos advertirles de la emboscada que había sospechado desde que vio a Hringorl girar su antorcha al borde del precipicio? ¿Y no se parecía Vellix a Nalgron, ahora más que nunca en aquel momento de intrepidez? Pero la Muerte fantasmal seguía aún al lado de Fafhrd, inhibiendo toda acción.
Además, Fafhrd percibió que había un hechizo en el claro, haciendo que toda acción dentro de aquel espacio fuese vana. Como si una araña gigante de piel blanca hubiera ya tejido una tela alrededor del claro, aislándolo del resto del universo, convirtiéndolo en un recinto cercado con una inscripción que decía: «Este espacio pertenece a la Araña Blanca de la Muerte». No importaba que aquella araña gigantesca no tejiera seda, sino cristales; el resultado era el mismo.
Hringorl lanzó un poderoso hachazo a Vellix. El Aventurero lo evadió y dirigió su espada al brazo de Hringorl. Con un aullido de rabia, el pirata cogió el hacha con la mano izquierda, se lanzó adelante y atacó de nuevo.
Cogido por sorpresa, Vellix apenas pudo apartarse de la trayectoria del curvo acero, brillante a la luz de la luna. Pero ágilmente se puso en guardia de nuevo, mientras Hringorl avanzaba con más cautela, el hacha levantada y un poco por delante de él, preparado para asestar golpes cortos.
Vlana estaba de pie en el trineo, el acero brillante en su mano. Hizo ademán de lanzarlo, pero se detuvo insegura.
Hrey se levantó de su arbusto, una flecha colocada en su arco.
Fafhrd podría haberle matado, arrojándole su espada como si fuera una lanza, si no había otra manera. Pero la sensación de la Muerte junto a él seguía siendo intensa y paralizante, como la sensación de hallarse en la gran trampa de la Araña Blanca del Hielo, semejante a una matriz. Además, ¿qué sentía realmente hacia Vellix, o incluso Nalgron?
Vibró la cuerda del arco. Vellix se detuvo en su lucha, transfigurado. La flecha le había alcanzado en la espalda, a un lado de la columna, y sobresalía del pecho, por debajo del esternón.
Con un golpe de hacha, Hringorl derribó la espada que sujetaba el moribundo cuando empezaba a caer. Lanzó otra de sus grandes y ásperas risotadas y se volvió hacia el trineo.
Vlana lanzó un grito.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Fafhrd desenvainó en silencio la espada de su funda bien aceitada y, usándola como un palo de esquí, bajó por la blanca pendiente. Sus esquíes producían un sonido débil pero muy agudo contra la corteza de nieve.
La muerte ya no estaba a su lado; había entrado en él. Eran los pies de la Muerte los que estaban atados a los esquíes. Era la Muerte la que sentía que la trampa de la Araña Blanca era su hogar.
Hrey se volvió, en el momento conveniente para que la hoja de Fafhrd le abriera el lado del cuello, con un corte profundo que le segó el gaznate y la yugular. El muchacho retiró su espada casi antes de que los borbotones de sangre la humedecieran, y desde luego antes de que Hrey alzara sus grandes manos en un vano esfuerzo de detener la hemorragia que le mataba. Todo ocurrió con la mayor facilidad. Fafhrd se dijo que no había sido él, sino sus esquíes, los que se habían puesto en marcha, como si tuvieran su propia vida, la vida de la Muerte, y le llevaran a un fatídico viaje.
También Harrax, como una marioneta de los dioses, había terminado de desatarse los esquíes, se levantó y volvió en el momento en que Fafhrd, agachado, golpeó hacia arriba y le atravesó las entrañas, tal como su flecha había alcanzado a Vellix, pero en la dirección contraria.
La espada rozó con la espina dorsal de Harrax, pero salió con facilidad. Fafhrd se apresuró a descender por la pendiente sin detenerse a mirar el resultado. Harrax le miró con los ojos muy abiertos. También la boca del gran bruto estaba muy abierta, pero ningún sonido salía de ella. Era probable que el golpe le hubiera afectado un pulmón y tal vez el corazón, o quizá alguno de los grandes vasos que salían de éste.
Y ahora la espada de Fafhrd apuntaba directamente a la espalda de Hringorl, que se disponía a subir al trineo, y los esquíes imprimían más y más velocidad al acero ensangrentado.
Vlana vio a Fafhrd por encima del hombro de Hringorl, como si contemplara la aproximación de la misma muerte, y gritó.
Hringorl giró sobre sus talones y al instante alzó el hacha para desviar de un golpe la espada de Fafhrd. Su ancho rostro tenía el aspecto alerta pero también soñoliento de quien ha contemplado a la Muerte muchas veces y nunca le sorprende la súbita aparición de la Asesina de Todos.
Fafhrd frenó y se volvió de manera que, reduciendo su ímpetu, pasó por el extremo del trineo, su espada apuntando sin cesar a Hringorl pero sin alcanzarle. Evadió el golpe de Hringorl.
Entonces Fafhrd vio ante sí el cuerpo tendido de Vellix. Efectuó un giro en ángulo recto, frenando al instante, incluso lanzando su espada a la nieve, que golpeó con la roca de debajo, para evitar tropezar con el cuerpo. Se torció cuanto le permitían sus pies atados a los esquíes, y vio que Hringorl se precipitaba contra él, deslizándose en sus esquíes y apuntando con el hacha al cuello de Fafhrd.
Éste detuvo el golpe con su espada. Si la hubiese mantenido en ángulo recto con respecto a la trayectoria del hacha, la hoja se habría roto, pero Fafhrd colocó la espada en el ángulo apropiado para que el hacha se desviara con un chirrido metálico y silbara por encima de su cabeza.
Hringorl pasó doblando junto a él, incapaz de detener su impulso.
Fafhrd torció de nuevo su cuerpo, maldiciendo los esquíes que le clavaban los pies a la tierra. Su impulso fue demasiado tardío para alcanzar a Hringorl.
El hombretón dio media vuelta y regresó velozmente hacia él, preparándose a asestar otro hachazo. Esta vez, la única manera en que Fafhrd pudo evitarlo fue arrojándose al suelo de bruces.
Atisbó dos líneas de acero iluminado por la luna. Entonces utilizó su espada para incorporarse, dispuesto a asestar otro golpe a Hringorl, o a esquivarle de nuevo, si había tiempo.
El hombre había dejado caer su hacha y tenía las manos en el rostro.
Dando un torpe paso lateral con su esquí —¡no era aquel lugar para exhibiciones de estilo!— Fafhrd tomó impulso y le atravesó el corazón.
Hringorl dejó caer las manos mientras su cuerpo se inclinaba hacia atrás. De la cuenca de su ojo derecho sobresalía el mango plateado de una daga. Fafhrd extrajo su espada y el pirata golpeó el suelo con un ruido sordo, levantando una nube de nieve, se retorció violentamente dos veces y quedó inmóvil.
Fafhrd mantuvo suspendida la espada y miró a su alrededor. Estaba preparado para enfrentarse a otro ataque de cualquiera.
Pero ninguno de los cinco cuerpos se movió, los dos a sus pies, los dos tendidos en la cuesta, ni el erecto cuerpo de Vlana en el trineo. Con cierta sorpresa, el muchacho se dio cuenta de que la respiración jadeante que oía era la suya propia. Aparte de aquel, no había más sonido que un débil tintineo, al que de momento hizo caso omiso. Incluso los dos caballos de Vellix atados al trineo y la gran montura de Hringorl, que permanecían a corta distancia en la Antigua Carretera, guardaban absoluto silencio.
El muchacho se apoyó en el trineo, descansando el brazo izquierdo en el helado toldo que cubría los cohetes y demás equipo. Todavía sostenía la espada con la mano derecha, ahora con cierto descuido, pero preparado para atacar.
Inspeccionó los cadáveres una vez más y finalmente miró a Vlana. Aún no se había movido ninguno de ellos. Cada uno de los cuatro primeros estaba rodeado de nieve ensangrentada, grandes manchas junto a Hrey, Harrax y Hringorl, y pequeña junto al cuerpo de Vellix, muerto de un flechazo.
Contempló los ojos bordeados de blanco de Vlana, su mirada fija. Dominando su respiración, le dijo:
—Te doy las gracias por matar a Hringorl... Dudo de que hubiera podido vencerle, estando él de pie y yo de espaldas. Pero dime, ¿lanzaste tu cuchillo a Hringorl o a mi espalda? ¿Y escapé de la muerte tan sólo porque caí, mientras el cuchillo pasó por encima de mí para golpear a otro hombre?
Ella no respondió y se llevó las manos a las mejillas y los labios. Siguió mirando a Fafhrd por encima de sus dedos.
—Preferiste a Vellix —siguió diciendo él, en tono aún más desapasionado—, tras hacerme una promesa. ¿Por qué no elegiste entonces a Hringorl, en vez de a Vellix y a mí, si parecía más probable que ese hombre ganara? ¿Por qué no ayudaste a Vellix con tu cuchillo, cuando con tanta valentía se enfrentó a Hringorl? ¿Por qué gritaste al verme, destruyendo mi posibilidad de acabar con Hringorl de un solo golpe silencioso?
Recalcó cada pregunta moviendo vagamente la espada en dirección a la mujer. Ahora podía respirar con facilidad, y el cansancio había desaparecido de su cuerpo, aun cuando una negra depresión llenaba su mente.
Lentamente, Vlana apartó las manos de sus labios y tragó dos veces. Entonces, con voz áspera pero clara y no muy alta, le dijo:
—Una mujer ha de mantener siempre todos los caminos abiertos. ¿Puedes comprender eso? Sólo estando dispuesta a aliarse con cualquier hombre, descartando a uno u otro a medida que la fortuna varíe sus planes, puede empezar a contrarrestar la gran ventaja de los hombres. Elegí a Vellix porque su experiencia era mayor que la tuya y porque, créelo o no, como quieras..., no creía que mi compañero tuviese muchas oportunidades de larga vida y quería que tú vivieras. No ayudé a Vellix porque entonces pensé que tanto él como yo estábamos condenados. El bloqueo de la carretera y luego la certeza de que íbamos a caer en una emboscada me acobardaron, aunque Vellix no parecía creer eso, o preocuparse. En cuanto a mi grito cuando te vi, se debió a que no te reconocí. Creí que eras la misma Muerte.
—Bien, parece que así ha sido —comentó Fafhrd en voz baja, mirando a su alrededor por tercera vez, a los cadáveres desparramados.
Se quitó los esquíes. Luego, tras golpear varias veces el suelo con los pies, se arrodilló junto a Hringorl, le extrajo la daga del ojo y la limpió con las pieles del muerto.
—Y temo a la Muerte más de lo que detestaba a Hringorl —siguió diciendo Vlana—. Sí, huiría de buen grado con Hringorl, si fuera para alejarme de la Muerte.
—Esta vez Hringorl iba en la dirección equivocada —comentó Fafhrd, sopesando la daga. Estaba bien equilibrada para golpear o lanzarla.
—Ahora, naturalmente, soy tuya —dijo Vlana—. Ansiosa y felizmente tuya, lo creas o no de nuevo. Si me deseas. Tal vez todavía piensas que intenté matarte.
Fafhrd se volvió hacia ella y le lanzó la daga.
—Cógela —le dijo, y ella así lo hizo.
El muchacho se echó a reír.
—No, una muchacha de espectáculo que ha sido también ladrona tiene que ser experta en el lanzamiento de cuchillo. Y dudo de que Hringorl fuese alcanzado en el cerebro, a través del ojo, por accidente. ¿Todavía estás decidida a vengarte del Gremio de Ladrones?
—Lo estoy —respondió ella.
—Las mujeres sois horribles. Quiero decir, tan horribles como los hombres. ¿Hay alguien en el ancho mundo que tenga algo más que agua helada en las venas?
Fafhrd volvió a reírse, más ruidosamente, como si supiera que era imposible responder a aquella pregunta. Entonces limpió su espada con las pieles de Hringorl, la guardó en su vaina y, sin mirar a Vlana, pasó junto a ella y los caballos silenciosos hasta los enredados arbustos, cuyo resto empezó a separar para dejar el camino expedito. Las ramas estaban juntas y heladas, y tuvo que tirar de ellas y retorcerlas para que se soltaran. Pensó que aquello le costaba mucho más esfuerzo del que había visto hacer a Vellix.
Vlana no le miraba, ni siquiera cuando pasó por su lado. Tenía la mirada fija en la cuesta, con su sinuoso sendero de esquí que llevaba a la negra boca de túnel de la Antigua Carretera. Su mirada blanca no se fijaba en Harrax y Hrey, ni en la boca del túnel. Miraba más arriba.
Se oía un incesante tintineo, muy débil. Con un ruido de cristales desprendidos, Fafhrd desgajó y echó a un lado el último de los arbustos cargados de hielo.
Miró la carretera que llevaba al sur, a la civilización, cualquiera que fuese ahora su valor.
Aquella carretera era también un túnel, que discurría entre pinos cargados de nieve.
Y estaba lleno, como revelaba la luz de la luna, de una red de cristales que parecían extenderse indefinidamente, hebras de hielo que se extendían de una rama a otra, de un árbol a otro, una profundidad helada tras otra.
Fafhrd recordó las palabras de su madre: «Existe un frío embrujado que puede seguirte a cualquier parte en Nehwon. Allá donde el hielo ha ido una vez, la brujería puede enviarlo de nuevo. Ahora tu padre lamenta amargamente... »
Pensó en una gran araña blanca, tejiendo su frígida tela alrededor de aquel claro.
Vio el rostro de Mor, junto al de Mara, encima del precipicio, al otro lado de la gran brecha.
Se preguntó qué estarían cantando ahora en la Tienda de las mujeres, y si Mara cantaba también. De algún modo pensó que no.
—¡Desde luego las mujeres son horribles! —exclamó Vlana con voz ahogada—. ¡Mira, mira, mira!
En aquel instante, el caballo de Hringorl emitió un gran relincho. Se oyó el golpear de sus cascos mientras huía por la Antigua Carretera.
Un instante después, los caballos de Vellix se encabritaron gritaron.
Fafhrd acarició el cuello del caballo más cercano. Luego miró la pequeña máscara blanca triangular, de grandes ojos, que era el rostro de Vlana, y siguió la dirección de su mirada.
Surgiendo de la cuesta que conducía a la Antigua Carretera, había media docena de tenues formas altas como árboles. Parecían mujeres encapuchadas. Fueron haciéndose más y más sólidas a medida que Fafhrd miraba.
Se agachó, aterrorizado. Este movimiento hizo que su bolsa quedara encajada entre el vientre y el muslo. Sintió un débil calor.
Se enderezó de un salto y desandó el camino que había seguido. Levantó el toldo del trineo. Cogió los ocho cohetes restantes uno a uno y clavó sus colas en la nieve, de modo que sus cabezas apuntaban a las grandes figuras de hielo que iban engrosándose.
Rodeado por el múltiple chisporroteo, saltó al trineo.
Vlana no se movió cuando el muchacho se sentó a su lado y la rozó, pero produjo un tintineo. Parecía haberse puesto un manto translúcido de cristales de hielo que la mantenía paralizada donde estaba. La luna se reflejaba impasible en los cristales. Notó que se movería sólo cuando la luna se moviera.
Cogió las riendas. Le quemaron los dedos como hierro helado, y no pudo moverlos. La tela de hielo había crecido alrededor de los caballos, formaban parte de ella... grandes estatuas equinas encerradas en un cristal más grande. Uno estaba cuatro patas, el otro se alzaba sobre dos. Las paredes de la matriz de hielo se estaban cerrando. «Hay un frío embrujado que puede seguirte... »
Rugió el primer cohete y luego el segundo. Fafhrd sintió su calor. Oyó el poderoso tintineo cuando alcanzaron sus blancos en la cuesta.
Las riendas se movían, golpeaban los lomos de los caballos. Se oyó un choque cristalino cuando se lanzaron hacia delante. Fafhrd agachó la cabeza y, sujetando las riendas con la mano izquierda, alzó la derecha y arrastró a Vlana hacia el asiento. Su manto de hielo cascabeleó intensamente y se desvaneció. Cuatro, cinco...
Se oía un continuo cascabeleo a medida que los caballos y el trineo se abrían paso entre la red de hielo. Los cristales se desprendían sobre la cabeza agachada de Fafhrd. El cascabeleo fue haciéndose menor. Siete, ocho...
Todas las ligaduras de hielo desaparecieron. Los cascos atronaban. Se levantó un fuerte viento del norte, que puso fin a la larga calma. Más adelante el cielo empezaba a tener el tenue color rosado del alba. Detrás era levemente rojo, con el fuego de la pinaza prendido por los cohetes. A Fafhrd le pareció que el viento del norte traía el rugido de las llamas.
—¡Gnamph Nar, Mlurg Nar, la gran Kvarch Nar... las veremos a todas! ¡Todas las ciudades de la Tierra del Bosque! Toda la Tierra de las Ocho Ciudades.
Junto a él, Vlana se agitó, caliente bajo el brazo con que la abrazaba, y reanudó las entusiastas exclamaciones del muchacho, diciendo:
—¡Sarheenmar, Ilthmar, Lankhmar! ¡Todas las ciudades del sur! ¡Quarmall! ¡Horborixen! ¡Tisilinilit de esbeltas agujas! La Tierra Creciente.
A Fafhrd le pareció que los espejismos de todas aquellas ciudades desconocidas llenaban el brillante horizonte.
—¡Viaje, amor, aventura, el mundo! —gritó, abrazando a Vlana con el brazo derecho mientras con el izquierdo, que sujetaba las riendas, golpeaba a los caballos.
Se preguntó por qué, aunque su imaginación rugía en llamas como el cañón a sus espaldas, su corazón seguía tan impasible.