El Grial profano

Tres cosas advirtieron al aprendiz de brujo de que algo iba mal: primero, las huellas profundas de herraduras en el camino del bosque, que percibió a través de sus botas antes de agacharse para palparlas en la oscuridad; luego el misterioso zumbido de una abeja, cuya presencia de noche no era en absoluto natural, y, finalmente, un débil y aromático olor a quemado. El Ratón echó a correr, esquivando troncos de árboles y raíces que conocía de memoria, y gracias también a un sentido como el de los murciélagos, que recogía el eco de ligeros sonidos emitidos. Las medias grises, la túnica, la capucha puntiaguda y el manto ondeante, hacían que el delgado y ascético joven, pareciera una sombra apresurada.

La exaltación que el Ratón había sentido al terminar con éxito su larga búsqueda y su retorno triunfal a su maestro brujo, Glavas Rho, se desvaneció ahora de su mente y dio lugar a un temor que apenas se atrevía a formular con el pensamiento. ¿Daño al gran mago de quien él era un simple aprendiz? «Mi Ratón Gris, todavía a medio camino en su fidelidad a la magia blanca y la negra», le había dicho una vez Glavas Rho... No, era impensable que aquella gran figura de sabiduría y espíritu hubiera sufrido algún mal. El gran mago... (había algo histérico en la forma en que el Ratón insistía en aquel «grande», pues para el mundo Glavas Rho era un pobre brujo, no mejor que un nigromante mingol con su perro moteado clarividente o un mendigo conjurador de Quarmall)... El gran mago y su morada estaban protegidos por fuertes encantamientos que ningún profano del exterior podía quebrantar, ni siquiera (el corazón del Ratón se saltó un latido) el señor supremo de aquellos bosques, el duque Janarrl, el cual odiaba toda magia, pero la blanca más aún que la negra.

Y sin embargo, el olor a quemado era ahora más fuerte, y la cabaña de Glavas Rho estaba construida con madera resinosa.

También se desvaneció de la mente del Ratón la visión de un rostro de muchacha, perpetuamente asustado pero dulce..., el de Ivrian, la hija del duque Janarrl, la cual iba a estudiar en secreto con Glavas Rho y que en sentido figurado tomaba la leche de su blanca sabiduría, al lado del Ratón. En secreto se llamaban el uno al otro Ratón y Ratilla, y bajo su túnica el Ratón llevaba un sencillo guante verde que le dio Ivrian cuando emprendió su búsqueda, como si fuera su caballero armado y no un aprendiz de mago sin espada.

Cuando el Ratón llegó al claro en lo alto de la colina, respiraba con dificultad, pero no de cansancio.

La luz que había allí le permitió abarcar de una sola mirada el huerto de hierbas mágicas pisoteado por cascos de caballos, la colmena de paja volcada, la enorme mancha de hollín que cubría la vasta superficie de la roca granítica que protegía la casita del mago.

Pero incluso sin la luz del alba habría visto las vigas encogidas por el fuego y los postes roídos por las llamas, en los que reptaban los rojos gusanos de las pavesas y la llama verde como la ira que aún ardía alimentada por algún terco ungüento brujeril. Habría olido la confusión de olores de preciosas drogas y bálsamos quemados, y el hedor horrible de la carne quemada.

Todo su delgado cuerpo se estremeció. Luego, como un sabueso estimulado por un olor, corrió hacia la casa.

El mago estaba al lado de la puerta combada, y su aspecto no era mejor que el de la vivienda: las vigas de su cuerpo desnudas y ennegrecidas; los jugos inapreciables y las sutiles sustancias hervidos, quemados, destruidos para siempre o ascendidos hacia algún infierno frío más allá de la luna.

De los alrededores llegaba un rumor leve, bajo y triste, como si llorasen las abejas sin hogar.

Los recuerdos se sucedieron vertiginosamente en la horrorizada mente del Ratón: aquellos labios encogidos cantando suaves hechizos, aquellos dedos chamuscados que señalaban las estrellas o acariciaban un animalillo del bosque.

Temblando, el Ratón extrajo de la bolsa de cuero que le colgaba del cinto una piedra plana, en uno de cuyos lados tenía grabadas unas inscripciones jeroglíficas, y en la otra un monstruo con coraza y numerosas junturas, como una hormiga gigantesca, que avanzaba entre diminutas figuras humanas. Aquella piedra había sido el objeto de la búsqueda ordenada por Glavas Rho. Por ella había recorrido en balsa los lagos de Pleea, pisado las laderas de las Montañas del Hambre, se había escondido de un grupo de piratas de barbas rojas, entregados al saqueo, había engañado a obtusos pescadores—campesinos, halagado y flirteado con una vieja bruja muy perfumada, robado el santuario de una tribu y eludido a los sabuesos lanzados en su busca. Que hubiera conseguido la piedra verde sin derramar sangre significaba que había avanzado otro grado en su aprendizaje. Ahora miraba tristemente la vieja superficie de la piedra, y, controlando sus estremecimientos, la depositó con cuidado en la palma ennegrecida del maestro. Al agacharse se dio cuenta de que las plantas de sus pies estaban dolorosamente calientes, las botas humeaban un poco en los bordes, pero no apresuró sus pasos para alejarse de allí.

Ahora había más claridad y pudo observar pequeñas cosas, como el hormiguero junto al umbral. El maestro había estudiado las negras criaturas acorazadas con tanto interés como a sus primas las abejas. Ahora el hormiguero tenía un gran orificio en forma de tacón, y mostraba un semicírculo de hoyos producidos por estacas... pero algo se movía. Mirando con atención, vio un diminuto guerrero mutilado por el calor que se esforzaba por avanzar entre los granos de arena. El joven recordó al monstruo de la piedra verde y se encogió de hombros, pues había tenido un pensamiento que no conducía a ninguna parte.

Cruzó el claro a través de las dolientes abejas hasta los troncos iluminados por la pálida luz, y pronto se detuvo junto a un tronco nudoso, en un punto donde la ladera descendía en una pendiente muy pronunciada.

En el boscoso valle de abajo había una serpiente de niebla lechosa, que indicaba el curso del arroyo serpenteante entre los árboles. El aire estaba denso a causa del humo oscuro que iba disipándose. A la derecha, el horizonte estaba festoneado de rojo, anunciando la próxima salida del sol. Más allá, el Ratón sabía que había más bosque y luego los interminables campos de grano y las marismas de Lankhmar, y más lejos aún el antiguo centro mundial de la ciudad de Lankhmar, que el Ratón no había visto jamás, pero cuyo señor gobernaba teóricamente incluso desde tan grande distancia.

Pero muy cerca, perfilado por la luz roja del sol naciente, había un grupo de torres almenadas, la fortaleza del duque Janarrl. En el rostro impasible como una máscara del Ratón apareció una cautelosa animación. Pensó en las marcas de tacón y estaca, en la hierba pisoteada y el sendero de huellas de herradura que llevaba a aquella pendiente. Todo señalaba a Janarrl, que detestaba al mago, como autor de aquellas atrocidades, pero había algo que no lograba comprender, aun cuando seguía reverenciando como sin iguales las habilidades de su maestro, y era cómo habría podido quebrar el duque los encantamientos, lo bastante fuertes para hacer perder el sentido al más experimentado habitante del bosque, y que habían protegido la vivienda de Glavas Rho durante tantos años.

Agachó la cabeza... y vio, levemente apoyado en las muelles hojas de hierba, un guante verde. Buscando bajo su túnica extrajo el otro guante, moteado de oscuro y descolorido por el sudor. Los colocó uno al lado del otro: eran iguales.

Una mueca de ira se dibujó en sus labios, y miró de nuevo la distante fortaleza. Entonces arrancó un trozo redondo de agrietada corteza del tronco en el que se había apoyado e introdujo el brazo y el hombro en la cavidad revelada. Mientras hacía estas cosas con un lento y tenso automatismo, recordó las palabras de una lectura de Glavas Rho, que le ofreció un día mientras tomaban gachas sin leche.

—Ratón —le había dicho el mago, la luz del fuego danzando en su corta barba blanca—, cuando miras fijamente de esa manera e hinchas las narices, me pareces demasiado gatuno para considerar que siempre serás un guardián incansable de la verdad. Eres un buen alumno, pero en secreto prefieres las espadas a las varitas mágicas. Te tientan más los cálidos labios de la magia negra que los castos dedos delgados de la blanca, al margen de lo bonita que sea la «ratilla» a la que pertenecen... ¡No, no lo niegues! Te atraen más las seductoras sinuosidades del camino de la izquierda que el camino recto de la derecha. Mucho me temo que al final no serás ratón sino ratonero, y nunca gris sino blanco, pero bueno, eso es mejor que negro. Ahora, lava estos cuencos, ve a respirar durante una hora junto a las plantas recién brotadas, porque hace una noche muy fría, ¡y no te olvides de hablarle con ternura al zarzal!

Las palabras recordadas se hicieron débiles, pero no se desvanecieron, mientras el Ratón extraía del agujero un cinto de cuero verdecido con musgo y del que colgaba una vaina de espada también musgosa. De esta última sacó, cogiéndolo por el mango envuelto en una cuerda, un bronce afilado que mostraba más cardenillo que metal. El muchacho tenía los ojos muy abiertos, pero centrados en precisión, y su rostro se hizo aún más impasible mientras sostenía la hoja verde pálido, de bordes marrones, contra la roja joroba del sol naciente.

Desde el otro lado del valle llegó débilmente la nota alta, clara, vibrante de un cuerno de caza, convocando a los hombres para ir a cazar.

El Ratón se alejó abruptamente cuesta abajo, cruzó las huellas de herradura, avanzando a largas zancadas y con cierta rigidez, como si estuviera borracho, y mientras andaba se puso a la cintura el cinto con la vaina cubierta de musgo.

Una forma oscura a cuatro patas cruzó el claro del bosque moteado por el sol, arrastrando los matorrales con un pecho ancho y bajo y pisoteándolos con sus estrechas pezuñas hendidas. Sonaron detrás las notas de un cuerno y los ásperos gritos de los hombres. En el extremo del claro, el jabalí se volvió. Le silbaba el aliento a través del hocico y se tambaleaba. Entonces sus ojillos semividriosos se fijaron en la figura de un hombre a caballo. Se volvió hacia él y algún efecto óptico de la luz hizo que su pelaje pareciese más negro. El animal atacó, pero antes de que los terribles colmillos curvados hacia arriba encontraran carne que desgarrar, una pesada lanza se dobló como un arco contra su cuarto delantero, y el jabalí cayó hacia atrás, salpicando de sangre los matorrales.

Los cazadores vestidos de pardo y verde aparecieron en el claro, algunos rodearon al jabalí caído con una muralla de puntas de lanza, mientras que otros corrían hacia el jinete. Este lucía prendas amarillas y marrones. Se echó a reír, arrojó a uno de sus cazadores la lanza ensangrentada y aceptó de otro un pellejo de vino con incrustaciones de plata.

Un segundo jinete apareció en el claro y los ojillos del duque se nublaron bajo las cedas enmarañadas. Bebió largamente y se limpió los labios con el dorso de la manga. Los cazadores cerraban cautamente su muro de lanzas en torno al jabalí, el cual yacía rígido pero con la cabeza levantada la anchura de un dedo sobre la hierba, sus únicos movimientos los ojos que iban de un lado a otro y el pulso de la sangre brillante que brotaba de su herida. La muralla de lanzas estaba a punto de cerrarse cuando Janarrl hizo un gesto para que los cazadores se detuvieran.

—¡Ivrian! —gritó ásperamente a la recién llegada—. Has tenido dos buenas oportunidades, pero te has echado atrás. Tu hechizada madre muerta ya habría cortado en finas rodajas y probado el corazón crudo de la bestia.

Su hija le miró con expresión compungida. Vestía como los cazadores y cabalgaba a horcajadas con una espada al costado y una lanza en la mano, lo cual no hacía más que resaltar su aspecto de niña de rostro delgado y brazos espigados.

—Eres una gallina, una cobarde amiga de brujos—continuó Janarrl—. Tu abominable madre se habría enfrentado a pie al jabalí, riéndose cuando su sangre le salpicara el rostro. Mira, este jabalí está herido. No puede hacerte daño. ¡Clávale ahora tu lanza! ¡Te lo ordeno!

Los cazadores levantaron su muralla de lanzas y retrocedieron a cada lado, abriendo un camino entre el jabalí y la muchacha. Se reían abiertamente de ella, y el duque les mostró su aprobación con una sonrisa. La muchacha vaciló, mordiéndose el labio, mirando con miedo y fascinación a la bestia que la miraba, la cabeza todavía un poco alzada.

—¡Clávale tu lanza! —repitió Janarrl, tomando un rápido trago del pellejo—. ¡Hazlo o te azoto aquí mismo!

Entonces la muchacha tocó con los talones los flancos del caballo y avanzó al paso largo por el claro, el cuerpo inclinado y la lanza dirigida a su blanco. Pero en el último instante la punta se torció a un lado y rozó el suelo. El jabalí no se había movido. Los cazadores rieron ásperamente.

El ancho rostro de Janarrl se enrojeció de ira, mientras con gesto rápido cogía a su hija por la muñeca, apretándosela.

—Tu condenada madre podía degollar a los hombres sin cambiar de color. Quiero ver cómo clavas tu lanza en ese bicho o te haré bailar, aquí y ahora, como hice anoche, cuando me contaste los hechizos del mago y me dijiste dónde estaba su madriguera. —Se inclinó más y añadió en un susurro—: Sabe, chiquilla, que desde hacía mucho tiempo sospechaba que tu madre, por feroz que fuera, era —quizá embrujada contra su voluntad— una amante de los magos como tú misma... y que tú eres el vástago de aquel encantador chamuscado.

La muchacha abrió mucho los ojos y empezó a apartarse del duque, pero éste la atrajo más.

—No temas, chiquilla, eliminaré la corrupción de tu carne de una manera u otra. ¡Para empezar, pínchame a ese jabalí!

Ella no se movió. Su rostro estaba blanco de terror. El hombre alzó la mano, pero en aquel momento se produjo una interrupción.

Una figura apareció en el borde del claro, en el punto donde el jabalí se había vuelto para efectuar su último ataque. Era un joven delgado, vestido de gris de la cabeza a los pies. Como si estuviera drogado o en trance, se dirigió en línea recta a Janarrl. Los tres cazadores que habían escoltado al duque desenvainaron sus espadas y avanzaron despacio hacia él.

El rostro del joven estaba pálido y tenso, su frente perlada de sudor bajo la capucha gris a medias echada hacia atrás. Los músculos de la mandíbula formaban nudos marfileños. Su mirada, fija en el duque, se estrechó cuando entrecerró los ojos, como si estuviera mirando al sol cegador.

Los labios del joven se separaron, mostrando los dientes.

—¡Asesino de Glavas Rho! ¡Ejecutor del mago!

Sacó entonces la espada de bronce de su musgosa vaina. Dos de los cazadores se interpusieron en su camino, uno de ellos gritando: «¡cuidado, veneno!» al ver el verdín en la hoja del recién llegado. El joven le asestó un golpe terrible, maneando la espada como si fuera un mazo de herrero. El cazador lo esquivó fácilmente, de modo que la hoja silbó por encima de su cabeza, y el joven casi cayó debido a la fuerza de su propio golpe. El cazador se adelantó y de un golpe desarmó al muchacho, tirándole la espada al suelo. La pelea terminó antes de que comenzara... o casi, pues la mirada vidriosa abandonó los ojos del joven, sus rasgos se movieron rápidamente como los de un felino y, cogiendo de nuevo la espada, se lanzó adelante con un movimiento en espiral de la muñeca que capturó la hoja del cazador con la suya propia y, ante el asombro de aquel hombre, se la arrebató de la mano. Entonces prosiguió su avance en línea recta hacia el corazón del segundo cazador, el cual se libró por muy poco, echándose hacia atrás sobre la hierba.

Tenso en su silla de montar, Janarrl se inclinó hacia adelante, musitando: «El cachorro tiene colmillos», pero en aquel mismo instante el tercer cazador, que había dado un rodeo, golpeó al joven en la nuca con el mango de su espada. El joven dejó caer su arma, se tambaleó y empezó a caer, pero el primer cazador le cogió por el cuello de la túnica y le arrastró hacia sus compañeros. Estos le recibieron con gran alborozo, dándole coscorrones y bofetadas, golpeándole en la cabeza y las costillas con las dagas enfundadas y, finalmente, dejándole caer al suelo, pateándole, acosándole como una jauría de perros.

Janarrl permaneció sentado e inmóvil, mirando a su hija. No le había pasado desapercibido su asustado sobresalto de reconocimiento cuando apareció el joven. Ahora la vio inclinarse hacia adelante, apretándose los labios. Por dos veces empezó a hablar. El caballo de la muchacha se agitaba inquieto y relinchaba. Finalmente, ella bajó la cabeza y retrocedió, mientras salían de su garganta leves y angustiados sollozos. Entonces Janarrl lanzó un gruñido de satisfacción y gritó:

—¡Basta por hoy! ¡Traedle aquí!

Dos cazadores arrastraron entre ellos al joven semiinconsciente, cuya vestimenta gris estaba manchada de rojo.

—Cobarde —dijo el duque—. Este deporte no te matará. Sólo te estaban poniendo en forma para otros deportes. Pero me olvido de que eres un descarado aprendiz de mago, una criatura afeminada que balbucea hechizos en la oscuridad y lanza maldiciones por la espalda, un cobarde que acaricia animales y que convertiría a los bosques en lugares repugnantes. ¡Puaff! Sólo de pensarlo me da dentera. Y sin embargo querías corromper a mi hija y... Escúchame, maguito, ¡que me escuches te digo!

Y agachándose en su silla cogió la cabellera del muchacho, alzándole la cabeza. Pero éste le miró frenético y dio una sacudida que cogió a los cazadores por sorpresa y casi derribó a Janarrl de la silla.

En aquel momento se oyó un amenazante crepitar de matorrales y el sonido apagado y rápido de pezuñas. Alguien gritó:

—¡Tened cuidado, mi amo! ¡Oh, dioses, guardad al duque!

El jabalí herido se había incorporado y cargaba contra el grupo junto al caballo de Janarrl.

Los cazadores retrocedieron, buscando sus armas.

El caballo de Janarrl se espantó, desequilibrando más a su jinete. El jabalí pasó con estruendo, como una medianoche manchada de sangre. Janarrl estuvo a punto de caer encima del animal. Este giró en redondo para volver a la carga, esquivando tres lanzas que se clavaron en el suelo. Janarrl intentó mantenerse erguido, pero tenía un pie enganchado en un estribo y su caballo, al agitarse, le derribó de nuevo.

El jabalí siguió adelante, pero ahora se oían también otros cascos. Otro caballo pasó por el lado de Janarrl y una lanza sostenida con firmeza penetró profundamente en el cuarto delantero del jabalí. La negra bestia saltó hacia atrás, atacó una vez la lanza con el colmillo, cayó pesadamente de costado y quedó inmóvil.

Entonces Ivrian soltó la lanza. El brazo con el que la había sujetado le colgaba de un modo poco natural. Se hundió en la silla, sujetándose al pomo con la otra mano.

Janarrl se puso en pie, miró a su hija y el jabalí. Luego su mirada recorrió lentamente el claro, trazando un círculo completo.

El aprendiz de Glavas Rho había desaparecido.

—Que el norte sea sur y el este oeste; que el bosque sea claro y la garganta cresta; que el vértigo sitie todos los caminos; que las hojas y hierbas hagan el resto.

El Ratón musitó el cántico a través de sus labios hinchados casi como si hablara al suelo en el que yacía. Con los dedos dispuestos de manera que formaban símbolos cabalísticos, cogió una pizca de polvo verde de una bolsita y la arrojó al aire con un movimiento rápido de muñeca que le hizo dibujar una mueca de dolor.

—Sepas, sabueso, que eres lobo de nacimiento, enemigo del látigo y el cuerno. Caballo, piensa en el unicornio, a quien jamás cogieron desde la mañana primigenia. ¡Abríos paso a través de mí!

Completado el encantamiento, permaneció tendido e inmóvil, y los dolores de su carne y sus huesos magullados se hicieron más soportables. Escuchó los sonidos de la partida de caza a lo lejos.

Su rostro estaba junto a una pequeña extensión de hierba. Vio una hormiga que ascendía laboriosamente por una brizna, caía al suelo y luego proseguía su camino. Por un momento, el muchacho sintió un vínculo de afinidad con el diminuto insecto. Recordó el jabalí negro cuyo ataque inesperado le había dado oportunidad de huir y de un modo extraño su mente lo relacionó con la hormiga.

Pensó vagamente en los piratas que amenazaron su vida en el oeste. Pero su alegre rudeza había sido distinta de la brutalidad premeditada y saboreada de antemano de los cazadores de Janarrl.

De manera gradual la cólera y el odio empezaron a girar confusamente en su interior. Vio a los dioses de Glavas Rho, sus rostros antes serenos pálidos y despectivos. Oyó las palabras de los antiguos encantamientos, pero ahora tenían un nuevo significado. Luego estas visiones retrocedieron, y sólo vio un remolino de rostros sonrientes y manos crueles, y en alguna parte de aquel remolino el rostro de una niña, pálido y con una expresión de culpabilidad. Espadas, palos, látigos. Todo girando. Y en el centro, como el eje de una rueda sobre la que hay hombres destrozados, la forma corpulenta y recia del duque.

¿Cuál era la enseñanza de Glavas Rho para aquella rueda? Había rodado sobre él, aplastándole. ¿Qué era la magia blanca para Janarrl y sus secuaces? Un simple pergamino sin valor que podían ensuciar, gemas mágicas que podían pisotear, pensamientos de profunda sabiduría que convertían en papilla junto con el cerebro que los producía.

Pero existía la otra magia, la magia que Glavas Rho le había prohibido, a veces sonriendo pero siempre con una seriedad subyacente. La magia de la que el Ratón estaba informado sólo por alusiones y advertencias. La magia que surgía de la muerte, el odio, el dolor y la decadencia, que trataba con venenos y gritos en la noche, que goteaba desde los negros espacios entre las estrellas, que, como el mismo Janarrl había dicho, maldecía en la oscuridad por la espalda.

Era como si todo el conocimiento anterior del Ratón —sobre pequeñas criaturas, estrellas, brujerías beneficiosas y códigos de cortesía de la naturaleza— ardiera en un súbito holocausto. Y las cenizas negras cobraban vida y empezaban a agitarse, y de ellas ascendía una multitud de sombras nocturnas, que se parecían a las que se habían quemado, pero todas distorsionadas. Formas reptantes, acechantes, que se escabullían. Sin corazón, todo odio y terror, pero tan bellas a la observación como arañas negras balanceándose de sus telas geométricas.

¡Llamar a aquella jauría con un cuerno de caza! ¡Lanzarlos en persecución de Janarrl!

En lo más hondo de su cerebro una voz maligna empezó a susurrar: «El duque debe morir. El duque debe morir». Y supo que oiría siempre aquella voz, hasta que hubiera realizado su propósito.

Trabajosamente se levantó, sintiendo un dolor punzante indicador de costillas rotas. Se preguntó cómo se las había arreglado para huir hasta tan lejos. Apretando los dientes, cruzó el claro tambaleándose. Cuando alcanzó de nuevo el refugio de los árboles, el dolor le había obligado a caminar apoyándose en las manos y las rodillas. Se arrastró un poco y luego se derrumbó.

El tercer día de la cacería, al anochecer, Ivrian salió sigilosamente de su habitación en la torre, ordenó al paje sonriente que fuera en busca de su caballo y cabalgó por el valle, cruzó el arroyo y subió por la colina opuesta hasta llegar a la casa al abrigo de las rocas de Glavas Rho. La destrucción que vio aumentó aún más la tristeza de su rostro pálido y tenso. Desmontó y se acercó a la ruina devorada por el fuego, temblando al pensar que podría encontrarse con el cuerpo de Glavas Rho. Pero no estaba allí. Pudo ver que alguien había agitado las cenizas, como si buscara entre ellas objetos que pudiesen haberse librado del fuego. Todo estaba muy sereno.

Vio un desnivel en el terreno, hacia el lado del claro, y avanzó en aquella dirección. Era una tumba recién abierta, y en lugar de lápida había una pequeña piedra plana y verdusca, rodeada de guijarros grises, con unos extraños signos tallados en su superficie.

Un sonido breve y repentino procedente del bosque le produjo un escalofrío y se dio cuenta de que tenía mucho miedo, pero hasta aquel momento su tristeza había superado al terror. Alzó la vista y exhaló un grito, al ver un rostro que la miraba a través de un orificio en las hojas. Era un rostro desordenado, sucio de polvo y jugos herbáceos, salpicado aquí y allá de viejas manchas de sangre seca y ensombrecido por un inicio de barba. Entonces la muchacha lo reconoció.

—Ratón —le llamó con voz entrecortada.

Apenas conoció la voz que le respondió.

—Así que has vuelto para regodearte de la destrucción que ha causado tu propia traición.

—¡No, Ratón, no! —exclamó ella—. No quería que ocurriera esto. Debes creerme.

—¡Embustera! Fueron los hombres de tu padre quienes le mataron y quemaron su casa.

—¡Pero jamás pensé que lo harían!

—¡Nunca pensaste que lo harían! Como si eso fuera una excusa. Temes tanto a tu padre que le dirías cualquier cosa. Vives por el temor.

—No siempre, Ratón. Al final, maté al jabalí.

—Tanto peor... Mataste a la bestia que los dioses habían enviado para que acabara con tu padre.

—Pero la verdad es que no maté al jabalí. Sólo me jactaba cuando lo he dicho... Pensé que te gustaba valiente. La verdad es que no recuerdo esa matanza. Mi mente quedó en suspenso. Creo que mi difunta madre entró en mí y dirigió la lanza.

—¡Embustera y patrañera! Pero corregiré mi juicio: vives por el temor excepto cuando tu padre te zurra para que seas valerosa. Debí haberme dado cuenta de eso y advertir a Glavas Rho contra ti. Pero soñaba contigo.

—Me llamabas Ratilla —dijo ella débilmente.

—Sí, jugábamos a los ratones, olvidando que los gatos son reales. Y entonces, mientras yo estaba ausente, ¡unos simples azotes te asustaron y traicionaste a Glavas Rho diciéndole a tu padre dónde vivía!

—No me condenes, Ratón. —lvrian sollozaba—. Ya sé que en mi vida no ha habido más que temor. Desde que era una niña mi padre ha intentado obligarme a creer que la crueldad y el odio son las leyes del universo. Me ha torturado y atormentado. No había nadie a quien pudiera recurrir, hasta que encontré a Glavas Rho y aprendí que el universo tiene leyes de simpatía y amor que determinan incluso la muerte y los odios aparentes. Pero ahora Glavas Rho está muerto y yo más asustada y sola que nunca. Necesito tu ayuda, Ratón. Estudiaste con Glavas Rho y conoces sus enseñanzas. Ven y ayúdame.

Él se rió burlonamente.

—¿Para que me traiciones? ¿Para que me zurren de nuevo mientras miras? ¿Escuchar tu dulce voz de embustera mientras los cazadores de tu padre se acercan con sigilo? No, tengo otros planes.

—¿Planes? —inquirió ella en tono aprensivo—. Ratón, tu vida corre peligro mientras permanezcas aquí. Los hombres de mi padre han jurado matarte en cuanto te vean. Me moriría, créeme, si te capturan. No te retrases, márchate. Pero dime primero que no me odias.

Y tras decir esto se acercó a él. De nuevo el muchacho lanzó una risa burlona.

—Estás por debajo de mi odio —dijo con sarcasmo—. No siento más que desprecio por tu cobarde debilidad. Glavas Rho hablaba demasiado de amor. Existen leyes de odio en el universo, que determinan incluso sus amores, y ya es hora de que las haga trabajar para mí. ¡No te acerques más! No tengo intención de revelarte mis planes ni mis nuevas madrigueras. Pero algo sí te diré, y escucha bien. Dentro de siete días empezará el tormento de tu padre.

—¿El tormento de mi padre... ? Ratón, Ratón, escúchame. Quiero preguntarte por algo más que las enseñanzas de Glavas Rho. Quiero preguntarte por el mismo Glavas. Mi padre me dio a entender que él conocía a mi madre, que tal vez fue mi verdadero padre.

Esta vez hubo una pausa antes de la risa burlona, pero cuando llegó, fue mucho más intensa.

—¡Bien, bien, bien! Me es grato pensar que el viejo Barbablanca disfrutó un poco de la vida antes de llegar a ser tan sabio. Confío de veras en que tumbara a tu madre. Eso explicaría su nobleza. Donde había tanto amor, amor por toda criatura nacida, antes debió de haber lujuria y culpabilidad. Gracias a aquel encuentro, y a toda la maldad de tu madre, aumentó su magia blanca. ¡Es cierto! La culpa y la magia blanca lado a lado... ¡y los dioses nunca mintieron! De lo que se desprende que eres la hija de Glavas Rho, y que traicionaste a tu padre verdadero haciéndole morir quemado.

Y entonces su rostro desapareció y las ramas enmarcaron tan sólo un agujero negro. La muchacha corrió a ciegas por el bosque, tras él, gritando: «¡Ratón! ¡Ratón!» y tratando de seguir la risa que iba alejándose. Pero la risa se desvaneció, ella se encontró en una sombría soledad y empezó a darse cuenta de lo maligna que había sonado la risa del aprendiz, como si se riera de la muerte de todo amor, o incluso de su imposibilidad de nacer. Entonces el pánico se apoderó de ella, y huyó a través de los matorrales; las zarzas se prendían de sus ropas, las ramitas le rasguñaban las mejillas, hasta que llegó de nuevo al claro y emprendió el regreso a su hogar, a través de la oscuridad, corriendo como una loca, asediada por mil temores y acongojándole la idea de que ahora no había nadie en todo el ancho mundo que no la odiara y despreciara.

Cuando llegó a la fortaleza, parecía agazaparse por encima de ella como un monstruo horrendo de cresta mellada, y cuando pasó por el gran portal, le pareció que el monstruo la había engullido para siempre.

Llegó la noche del séptimo día, cuando servían la cena en la gran sala de banquetes, con mucha charla ruidosa, bullicio, ajetreo y entrechocar de cubiertos y platos de plata. En medio de aquel jaleo, Janarrl ahogó un grito de dolor y se llevó la mano al corazón.

—No es nada —dijo un momento después al enjuto sicario sentado a su lado—. ¡Dame una copa de vino! Eso acallará las punzadas.

Pero siguió pálido e incómodo, y apenas probó la carne que sirvieron en grandes tajos humeantes. Su mirada recorrió la mesa, deteniéndose al fin en su hija.

—¡Deja de mirarme con esa cara fúnebre, muchacha! —exclamó—. Se diría que me has envenenado el vino y estás esperando ver que me lleno de manchas verdes, o rojas con bordes negros.

Esto provocó una carcajada general que pareció complacer al duque, pues arrancó el ala de un ave y la comió ávidamente, pero un instante después exhaló otro grito de dolor, más fuerte que el primero, se puso en pie tambaleándose, se apretó convulsamente el pecho y se derrumbó sobre la mesa, donde quedó gimiendo y retorciéndose de dolor.

—El duque ha sufrido un ataque —anunció el enjuto guardaespaldas, del modo más innecesario pero también más ominoso tras inclinarse sobre él—. Llevadle al lecho. Que uno de vosotros le afloje la camisa. Boquea en busca de aire.

Los murmullos se desataron a lo largo de la mesa. Cuando abrieron al duque la gran puerta que daba acceso a sus aposentos, una ráfaga de viento helado hizo que las llamas de las antorchas oscilaran y se volvieran azules, de modo que las sombras llenaron la estancia. Entonces una antorcha destelló con un blanco brillante, como una estrella, mostrando el rostro de una muchacha. Ivrian notó que los demás se apartaban de ella con miradas y susurros sospechosos, como si estuvieran seguros de que había verdad en la broma del duque. Ella no alzó la vista. Al cabo de un rato alguien llegó y le dijo que el duque requería su presencia. Sin decir palabra, la muchacha se levantó y le siguió.

El rostro del duque estaba gris y tenía una expresión dolorosa, pero se dominaba, aunque con cada aliento su mano se aferraba convulsa al borde de la cama, hasta que sus nudillos eran como protuberancias rocosas. Estaba recostado sobre unas almohadas, le habían echado una túnica de piel sobre los hombros y unos braseros de largas patas brillaban alrededor del lecho. A pesar de todo, se estremecía convulsamente.

—Ven aquí, muchacha —le ordenó en voz baja, trabajosa y siseante a través de los labios tensos—. Sabes lo que ha ocurrido. El corazón me duele como si hubiera fuego bajo él, pero mi piel está envuelta en hielo. Siento unas punzadas en las articulaciones como si largas agujas me atravesaran la médula. Esto es obra de brujería.

—Obra de brujería, sin duda alguna ——confirmó Giscorl, el enjuto guardaespaldas, que permanecía a la cabecera de la cama—. Y no hace falta adivinar quién es el autor. ¡Esa joven serpiente a la que no mataste en seguida hace diez días! Se le ha visto al acecho en los bosques, sí, y hablando con... ciertas personas —añadió, mirando a Ivrian con suspicacia.

Un espasmo de dolor estremeció al duque.

—Debí haber aplastado al cachorro junto con su progenitor —gimió. Entonces sus ojos volvieron a posarse en Ivrian—. Mira, chiquilla, te han visto husmeando en el bosque donde mataron a ese viejo brujo. Creen que hablaste con su cachorro.

Ivrian se humedeció los labios, trató de hablar y meneó la cabeza. Podía notar la mirada de su padre que la sondeaba. Luego tendió los dedos, que se retorcieron en el aire.

—¡Creo que estás aliada con él! —Su susurro era como un cuchillo oxidado— Le estás ayudando a hacerme esto. ¡Admítelo! ¡Admítelo! —Y le empujó la mejilla contra el brasero más cercano, de modo que su cabello humeó y su «¡no!» se convirtió en un grito estremecido. El brasero se tambaleó y Giscorl lo enderezó. El duque gruñó, imponiéndose al grito de la joven—: Una vez tu madre sostuvo carbones al rojo para demostrar su honor.

Una espectral llama azul ascendió por el cabello de Ivrian. El duque la apartó bruscamente del brasero y se dejó caer sobre las almohadas.

—Que se vaya—susurró al fin débilmente, con un esfuerzo para pronunciar cada palabra—. Es una cobarde y no se atrevería a hacer daño, ni siquiera a mí. Entretanto, Giscorl, envía más hombres para que busquen en el bosque. Deben encontrar su guarida antes del alba, o se me romperá el corazón aguantando el dolor.

Con un gesto seco, Giscorl llevó a Ivrian hacia la puerta. La muchacha estaba encogida de miedo y salió cabizbaja de la habitación, reprimiendo las lágrimas. La mejilla le latía dolorosamente. No pudo ver la extraña sonrisa especulativa con la que el guardaespaldas de rostro de halcón la contempló mientras se alejaba.

Ivrian se hallaba ante la estrecha ventana de su habitación, contemplando los pequeños grupos de jinetes que iban y venían, sus antorchas brillando como fuegos fatuos en el bosque. La fortaleza estaba llena de misteriosos movimientos. Las mismas piedras parecían inquietamente vivas, como si compartieran el tormento de su amo.

Se sintió atraída hacia un punto determinado en la oscuridad. Una y otra vez acudía a su mente el recuerdo del día en que Glavas Rho le mostró una pequeña caverna en la falda de la colina y le advirtió de que aquel era un lugar maligno, donde muchas brujerías ponzoñosas se habían realizado en el pasado. La muchacha se pasó las puntas de los dedos por la ampolla en forma de medialuna que le había salido en la mejilla y por el mechón de pelo chamuscado.

Finalmente su inquietud y la atracción procedente de la oscuridad fueron demasiado fuertes para ella. Se vistió y entreabrió la puerta de su cámara. El corredor parecía desierto en aquel momento. Lo recorrió a toda prisa, manteniéndose pegada a la pared, y bajó con igual celeridad los desgastados escalones de piedra. Oyó ruido de pisadas y se escondió en una hornacina, donde permaneció mientras dos cazadores se dirigían cabizbajos hacia la cámara del duque. Estaban cubiertos de polvo y rígidos a causa de la cabalgata.

—Nadie le encontrará en esa oscuridad —musitó uno de ellos—. Es como buscar una hormiga en un sótano.

El otro asintió.

—Y los magos pueden cambiar los puntos destacados y hacer que se inviertan los senderos del bosque, con lo que todos los rastreadores quedan confundidos.

En cuanto los dos hombres pasaron, Ivrian se apresuró a ir a la sala de banquetes, ahora oscura y vacía, y cruzó la cocina con sus altos hornos de ladrillo y sus enormes cacerolas de cobre brillando en las sombras.

Salió al patio, donde ardían las antorchas y había una intensa actividad. Los mozos de cuadra traían caballos de refresco o se llevaban a los cansados. La muchacha confió en que el traje de cazador que llevaba puesto le permitiría pasar desapercibida. Manteniéndose en las sombras, se abrió paso hasta los establos. Su caballo se agitaba, inquieto, y relinchó cuando ella entró en el establo, pero un leve susurro bastó para aquietarle. Instantes después estaba ensillado y su ama le dirigía hacia el campo abierto. Ningún grupo de búsqueda parecía hallarse cerca, por lo que Ivrian montó y cabalgó rápidamente hacia el bosque.

Su mente era una tormenta de inquietudes. No podía explicarse cómo se había atrevido a llegar tan lejos, excepto que la atracción hacia aquel punto en la noche —la caverna contra la cual Glavas Rho le había advertido— poseía una insistencia mágica que no podía negar.

Entonces, cuando el bosque la engulló, sintió de súbito que se estaba entregando a los brazos de la oscuridad, dejando atrás para siempre la sombría fortaleza con sus crueles ocupantes. El techo de hojas oscurecía la mayor parte de las estrellas. Dio rienda suelta a su caballo, confiando en que la guiara en la dirección correcta. Y en esto tuvo éxito, pues al cabo de media hora llegó a un barranco poco profundo que pasaba junto a la caverna buscada.

Ahora, por primera vez, su caballo se inquietó. Se detuvo bruscamente, y lanzó breves relinchos de temor. Aunque la muchacha le instaba para que prosiguiera por el barranco, el animal intentó repetidas veces dar media vuelta. Redujo su marcha hasta ir al paso y, finalmente, se negó en redondo a seguir avanzando. Tenía las orejas echadas hacia atrás, y todo su cuerpo temblaba.

Ivrian desmontó y siguió adelante. Había una quietud ominosa en el bosque, como si los animales terrestres y los pájaros —e incluso los insectos— se hubieran ido. Más adelante la oscuridad era casi tangible, como si estuviera hecha de ladrillos negros poco más allá del alcance de su mano.

Entonces Ivrian fue consciente de un resplandor verdoso, vago y débil al principio, como los espectros de una aurora. Gradualmente se hizo más brillante y adquirió una cualidad parpadeante, a medida que las cortinas de hojas entre la muchacha y el resplandor iban disminuyendo. De repente se encontró directamente ante el fenómeno... una llama densa, de bordes negruzcos, que se retorcía en vez de danzar. Si el légamo verde pudiera transmutarse en fuego, tendría aquel aspecto. Ardía a la entrada de una caverna poco profunda.

Entonces, al lado de la llama, vio el rostro del aprendiz de Glavas Rho, y en aquel instante un agónico conflicto de horror y simpatía desgarró la mente de la joven.

El rostro parecía inhumano, más una verde máscara de tormento que algo vivo. Tenía las mejillas hundidas, los ojos erráticos de un modo antinatural; estaba muy pálido y por él se deslizaba un sudor frío inducido por el intenso esfuerzo interior. Aquel rostro expresaba mucho sufrimiento, pero también mucho poder... el poder de controlar las grandes sombras que se retorcían y parecían amontonarse alrededor de la llama verde, el poder de dominar las fuerzas del odio a las que daba órdenes. Los labios agrietados se movían a intervalos regulares, mientras hacía extraños gestos con manos y brazos.

A Ivrian le pareció oír la dulce voz de Glavas Rho repitiendo algo que una vez les dijo al Ratón y a ella: «Nadie puede usar la magia negra sin tensar su alma al máximo... y mancharla al hacerlo. Nadie puede infligir sufrimiento sin padecer a su vez. Nadie puede enviar la muerte mediante encantamientos y brujería sin caminar por el borde del abismo de su propia muerte y sin que su sangre gotee en él. Las fuerzas que evoca la magia negra son como espadas de doble filo envenenadas, cuyas empuñaduras tienen incrustados aguijones de escorpión. Sólo un hombre fuerte, con mano guarnecida de cuero, en quien el odio y el mal sean muy poderosos, puede blandirlas, y sólo por un momento».

Ivrian vio en el rostro del Ratón el ejemplo vivo de aquellas palabras. Paso a paso se acercó a él, sintiendo que carecía de poder para controlar sus movimientos como si viviera una pesadilla. Percibió presencias sombrías a su alrededor, invisibles velos de telaraña entre los que se abría paso. Llegó tan cerca que podría haber extendido la mano y tocarle, pero él aún no la vio, como si su espíritu estuviera lejos, más allá de las estrellas, asido a la oscuridad de aquellos confines.

Entonces una ramita crujió bajo el pie de Ivrian y el Ratón se irguió con pasmosa celeridad, liberada la energía de todos sus músculos tensos. Cogió su espada y se lanzó contra el intruso. Pero cuando la hoja verdosa estaba a un palmo de la garganta de Ivrian, la retuvo con un supremo esfuerzo, mirándola ferozmente y enseñándole los dientes. Aunque había detenido su espada, sólo parecía recordar a medias a la muchacha.

En aquel instante azotó a Ivrian una poderosa ráfaga de viento, procedente de la boca de la caverna, un viento extraño cargado de sombras. El fuego verde consumió rápidamente los palos que eran su combustible y casi se extinguió.

Entonces el viento cesó y la espesa oscuridad empezó a aclararse, sustituida por una débil luz grisácea que anunciaba el alba. El fuego pasó de verde a amarillo. El aprendiz de mago se tambaleó y la espada se deslizó de entre sus dedos.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó en voz apagada.

Ella vio los estragos que causaba en su rostro el hambre y el odio, vio en sus ropas los signos de muchas noches pasadas en el bosque como un animal, sin ningún techo. Y de repente comprendió que sabía la respuesta a aquella pregunta.

—Oh, Ratón —susurró—, marchémonos de este lugar. Aquí sólo hay horror. —Él se tambaleó y la muchacha le sujetó—. Llévame contigo, Ratón —le pidió.

La miró a los ojos, con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿no me odias por lo que le he hecho a tu padre? ¿O lo que he hecho con las enseñanzas de Glavas Rho? ¿No me temes?

Le hizo todas estas preguntas con una expresión de perplejidad.

—Tengo miedo de todo —susurró ella, aferrándose al muchacho—. Te temo, sí, y mucho. Pero puedo aprender a no temerte. Oh, Ratón, ¿me llevarás lejos? ¿A Lankhmar o al Fin de la Tierra?

El la cogió por los hombros.

—He soñado con eso —le dijo lentamente—. Pero, ¿tú...?

—¡Aprendiz de Glavas Rho! —atronó una voz dura y triunfante—. ¡Te prendo en nombre del duque Janarrl por las brujerías practicadas en su cuerpo!

Cuatro cazadores salían del sotobosque con las espadas desenvainadas, y Giscorl estaba a tres pasos detrás de ellos. El Ratón les recibió a medio camino. Pronto descubrieron que esta vez no trataban con un joven cegado por la cólera, sino con un espadachín frío y astuto. Había una especie de magia en su hoja primitiva. Desgarró el brazo de su primer asaltante con un impulso, bien calculado, desarmó al segundo con un torcimiento inesperado y luego, fríamente, rechazó los golpes de los otros dos, retirándose lentamente. Pero otros cazadores seguían a los cuatro primeros y le rodearon. Todavía luchando con terrible intensidad y dando golpe por golpe, el Ratón cayó bajo el número de sus atacantes, los cuales le inmovilizaron los brazos y le pusieron en pie. Sangraba por un corte en la mejilla, pero llevaba la cabeza alta, aunque muy desgreñada. Sus ojos inyectados en sangre buscaron a Ivrian.

—Debí haberlo supuesto —dijo en tono neutro—. Debí saber que tras traicionar a Glavas Rho no descansarías hasta haberme traicionado. Has hecho bien tu trabajo, muchacha. Confío en que mi muerte te proporcione mucho placer.

Giscorl se echó a reír. Como un látigo, las palabras del Ratón hirieron a Ivrian. No podía sostener su mirada. Entonces se dio cuenta de que había un hombre a caballo detrás de Giscorl y, al alzar la vista, vio que era su padre, cuyo ancho cuerpo se doblaba de dolor. Su rostro era una máscara de muerte. Parecía un milagro que consiguiera mantenerse en la silla de montar.

—¡Rápido, Giscorl! —siseó.

Pero el enjuto guardaespaldas estaba ya husmeando en la caverna, como un hurón bien entrenado. Lanzó un grito de satisfacción y cogió una figurilla de un reborde por encima del fuego, el cual pisoteó entonces hasta apagarlo del todo. Transportó la figurilla con tanto cuidado como si estuviera hecho de telarañas. Al pasar por su lado, Ivrian vio que era un muñeco de arcilla tan ancho como alto y vestido con hojas marrones y verdes, y que sus rasgos eran una copia grotesca de las facciones de su padre. En varios lugares estaba atravesado por largas agujas.

—He aquí la causa, amo —dijo Giscorl, alzando el muñeco.

Pero el duque se limitó a repetir:

—¡Rápido, Giscorl! —El guardaespaldas empezó a retirar la aguja más larga que atravesaba el centro del muñeco, pero el duque lanzó un gemido agónico y gritó—: ¡No olvides el bálsamo!

Entonces Giscorl descorchó con los dientes un gran frasco y vertió el líquido, con la consistencia de un jarabe, sobre el cuerpo del muñeco. El duque suspiró un poco, aliviado. A continuación Giscorl retiró con todo cuidado las agujas, una a una, y a medida que las iba extrayendo el aliento del duque silbaba y se llevaba la mano al hombro o el muslo, como si su sicario retirase las agujas de su propio cuerpo. Tras extraer la última, permaneció hundido en su silla durante largo rato. Cuando al fin alzó la vista, la transformación que había tenido lugar era sorprendente. Su rostro había recuperado el color y las líneas de dolor se habían desvanecido. Su voz era fuerte y resonante.

—Llevad al prisionero a la fortaleza para que aguarde nuestro juicio —gritó—. Que esto sirva de advertencia para todo aquel que practique la magia en nuestro dominio. Giscorl, has demostrado ser un fiel servidor. —Su mirada se posó en Ivrian—. Has jugado demasiado a menudo con la magia, muchacha, y necesitas otra clase de instrucción. Para empezar, serás testigo de la pena que impondré a este estúpido aprendiz de mago.

—¡Pequeña merced es ésa, oh, duque! —gritó el Ratón. Le habían izado a una silla de montar, atándole las piernas bajo el vientre del caballo—. Mantén a tu traidora hija fuera de mi vista. Y no le dejes que contemple mi dolor.

—Que uno de vosotros le golpee en los labios —ordenó el duque—. Ivrian, cabalga detrás de él... Te lo ordeno.

Lentamente el pequeño desfile emprendió la marcha hacia la fortaleza, bajo la luz cada vez más intensa del alba. Habían llevado a Ivrian su caballo, y ella ocupó su lugar como le habían mandado, hundida en una pesadilla de aflicción y derrota. Le parecía ver la pauta de toda su vida extendida ante ella —pasado, presente y futuro— y sólo consistía en temor, soledad y dolor. Incluso el recuerdo de su madre, que murió cuando ella era pequeña, era algo que aún provocaba una palpitación de pánico en su corazón: una mujer audaz y bella que siempre tenía un látigo en la mano, y a la que hasta su padre había temido. Ivrian recordó que cuando los servidores trajeron la noticia de que su madre se había roto el cuello en una caída de caballo, su única emoción fue el temor de que le mintieran, y que aquel fuera algún nuevo truco de su madre para cogerla desprevenida, a lo que seguiría algún castigo de nuevo cuño.

Desde el día en que murió su madre, el duque no le mostró más que una crueldad extrañamente perversa. Tal vez se debía al disgusto por no tener un hijo varón lo que le hacía tratarla como a un muchacho cobarde en vez de una niña y estimular a sus más queridos seguidores para que la maltrataran, desde las doncellas que jugaban a fantasmas alrededor de su cama a las mozuelas de la cocina que le ponían sapos en la leche y ortigas en la ensalada.

A veces le parecía a Ivrian que la cólera por no haber tenido un hijo era una explicación demasiado débil de la crueldad de su padre, y que a través de la muchacha se vengaba de su esposa muerta, a la que ciertamente había temido y que aún influía en sus acciones, dado que no había vuelto a casarse o tomado abiertamente una amante. O quizá había verdad en lo que dijo de su madre y Glavas Rho... No, sin duda eso debía de ser una alocada imaginación provocada por su cólera. O tal vez, como él a veces le había dicho, trataba de inculcarle el ejemplo de su madre, cruel y sedienta de sangre, procurando recrear a su esposa odiada y adorada en la persona de su hija, y hallando un extraño placer en la refractariedad del material con el que trabajaba y lo grotesco de todo el esfuerzo.

Luego Ivrian encontró refugio en Glavas Rho. La primera vez que tropezó con el anciano de barba blanca en sus paseos solitarios por el bosque, el mago estaba curando la pata rota de un cervatillo, y le habló suavemente de la amabilidad y hermandad de toda la vida, humana y animal. Y ella había regresado día tras día para escuchar sus propias intuiciones vagas reveladas como verdades profundas y refugiarse en la amplia simpatía de aquel hombre... y explorar su tímida amistad con su pequeño y listo aprendiz. Pero ahora Glavas Rho estaba muerto y el Ratón había tomado el camino de la araña, o la senda de la serpiente o el sendero del gato, como el viejo mago se había referido en ocasiones a la magia maléfica.

Alzó la vista y vio al Ratón cabalgando un poco más adelante y a un lado de ella, las manos atadas a la espalda, la cabeza y el cuerpo inclinados hacia delante. Su conciencia le recriminaba, pues sabía que había sido responsable de su captura. Pero peor que la conciencia era el dolor de la oportunidad perdida, pues allí, delante de ella, condenado, cabalgaba el único hombre que podría haberla salvado de su vida.

Un estrechamiento del camino la acercó a él, y avergonzada, apresuradamente, le dijo:

—Si hay algo que pueda hacer para que me perdones un poco...

La mirada que él le dirigió de soslayo, fue aguda, valorativa y sorprendentemente vivaz.

—Tal vez puedas —murmuró en un tono muy bajo para que los cazadores que iban delante de ellos no pudieran oírle—. Como debes saber, tu padre me torturará hasta la muerte. Te pedirá que lo contemples. Hazlo. Mantén tus ojos fijos en los míos durante todo el tiempo. Siéntate cerca de tu padre y mantén una mano en su brazo. Sí, bésale también. Por encima de todo, no muestres ningún signo de temor o revulsión. Sé como una estatua tallada en mármol. Mira hasta el final. Otra cosa... si puedes, ponte un vestido de tu madre o, si no es posible, lleva alguna de sus prendas. —Le sonrió levemente—. Haz esto y yo tendré al menos la satisfacción de ver cómo te acobardas.

—¡Ahora no musites encantamientos! —gritó de pronto el cazador, dando una palmada al caballo del Ratón para que se adelantara.

Ivrian se tambaleó como si la hubieran golpeado en el rostro. Creía que su desgracia no podía ser más profunda, pero las palabras del Ratón la habían hundido más. En aquel instante el desfile llegó a terreno abierto y la fortaleza se alzó ante ellos, un gran borrón alargado y hendido contra la luz del sol naciente. Nunca como entonces le había parecido tan comparable a un monstruo horrendo. Ivrian tuvo la sensación de que sus altas puertas eran las mandíbulas de hierro de la muerte.

Janarrl penetró en la cámara de tortura situada en los sótanos de su fortaleza y experimentó una intensa oleada de júbilo, como cuando él y sus cazadores cercaban a un animal para matarlo. Pero por encima de aquella oleada había una espuma muy tenue de temor. Sus sentimientos eran como los de un hombre muerto de hambre e invitado a un suntuoso banquete, pero a quien un adivino ha advertido que tema la muerte por envenenamiento. Le perseguía el rostro febril y atemorizado del hombre herido en el brazo por la espada de bronce corroído del aprendiz de mago. Su mirada se encontró con la del alumno de Glavas Rho, cuyo cuerpo semidesnudo estaba extendido —aunque aún no muy dolorosamente— en el potro, y la sensación de temor del duque se agudizó. Aquellos ojos eran demasiado inquisitivos, demasiado fríos y amenazantes, demasiado sugeridores de poderes mágicos.

Se dijo enojado que un poco de dolor cambiaría pronto aquella mirada por otra de pánico. Se dijo que era natural que aún estuviera nervioso a causa de los horrores de la noche anterior, cuando le habían arrancado la vida con repugnantes embrujamientos. Pero en lo más hondo de su corazón sabía que el miedo no le abandonaba, miedo de algo o alguien que algún día podría ser más fuerte que él y hacerle daño como se lo había hecho a otros, temor de los muertos a los que había perjudicado y ya no podría perjudicar más, temor de su esposa muerta, que desde luego fue más fuerte y cruel que él y que le había humillado de mil maneras, pero ninguna de las cuales podía recordar.

Pero también sabía que su hija no tardaría en estar allí y que entonces podría volcar su temor en ella; obligándola a temer, podría recuperar su propio valor, como lo había hecho innumerables veces en el pasado.

Y así, confiadamente, ocupó su lugar y dio orden de que comenzaran la tortura.

Cuando la gran rueda empezó a crujir y las correas de cuero que le sujetaban las muñecas y los tobillos empezaron a tensarse, el Ratón sintió que un escalofrío de pánico e impotencia recorría su cuerpo. La angustiosa sensación se centró en sus articulaciones, aquella bisagras de hueso colocadas a considerable profundidad y normalmente exentas de peligro. Aún no sentía dolor; tan sólo su cuerpo estaba un poco estirado, como si bostezara.

Su rostro estaba cerca del techo bajo. La luz parpadeante de las antorchas revelaba las muescas en la piedra y las polvorientas telarañas. Hacia sus pies podía ver la porción superior de la rueda y las dos grandes manos que cogían sus radios, bajándolos sin esfuerzo, muy lentamente, deteniéndose cada vez durante veinte latidos de corazón. Al volver la cabeza y los ojos a un lado pudo ver la figura del duque, ancha, aunque no tanto como su muñeco, sentado en una silla de madera tallada, con dos hombres armados de pie a cada costado. Las manos morenas del duque, sus dedos enjoyados y destellantes, se cerraban sobre los brazos de la silla. Sus pies se apoyaban con firmeza en el suelo, y tenía las mandíbulas tensas. Sólo sus ojos mostraban inquietud o vulnerabilidad. Se movían sin cesar de un lado a otro, con rapidez y regularidad, como los ojos de un muñeco montados sobre pivotes.

—Mi hija debería estar aquí —oyó que decía el duque con voz ronca—. Apresuradla. No hay que permitirle que se retrase.

Uno de los hombres salió a toda prisa.

Entonces comenzaron las punzadas de dolor, atacando al azar en el brazo, la espalda, la rodilla, el hombro. Haciendo un esfuerzo, el Ratón mantuvo la serenidad de sus rasgos. Fijó su atención en los rostros que le rodeaban, observándolos en detalle como si formaran un cuadro, los toques de luz en las mejillas, los ojos y las barbas, y las sombras oscilando con las llamas de las antorchas, que sus figuras proyectaban en los muros bajos.

Entonces aquellos muros se fundieron y, como si la distancia ya no fuera real, vio todo el ancho mundo que jamás había visitado más allá de ellos: grandes extensiones de bosque, el brillante desierto ámbar y el mar turquesa; el Lago de los Monstruos, la Ciudad de los Espíritus, la magnífica Lankhmar, la Tierra de las Ocho Ciudades, las Montañas de los Duendes, el fabuloso Yermo Frío y, del modo más imprevisto, vio a un joven que andaba a grandes zancadas, alto, de rostro franco y pelirrojo, al que había visto entre los piratas y con el que luego había hablado... todos los lugares y personas a los que ahora nunca encontraría, pero mostrados con un fino y maravilloso detalle, como tallado y coloreado por un maestro miniaturista.

Con sorprendente rapidez el dolor volvió y se hizo más intenso. Tenía la sensación de que le horadaban las entrañas con agujas y que unos potentes dedos le pintaban brazos y piernas y se dirigían a su espina dorsal, al tiempo que sentía un creciente malestar en las caderas. Desesperadamente tensó los músculos contra todo aquello.

Entonces oyó la voz del duque:

—No tan rápido. Esperad un poco.

El Ratón creyó percibir un tono de pánico en su voz. Volvió la cabeza, a pesar de las punzadas que le ocasionó el movimiento, y le dirigió una mirada inquieta. Los ojos del duque iban de un lado a otro, como pequeños péndulos.

De súbito, como si el tiempo ya no fuera real, el Ratón vio otra escena en aquella cámara. El duque estaba allí y su mirada se movía inquieta, pero era más joven y su rostro reflejaba pánico y horror. Cerca de él había una mujer de gran belleza, con un vestido rojo oscuro escotado y aberturas forradas de seda amarilla. Tendida sobre el mismo potro, en el lugar del Ratón, había una doncella bella y robusta, pero que gemía lastimeramente, a la que interrogaba la mujer de rojo, con gran frialdad e insistencia en los detalles, sobre sus encuentros amorosos con el duque y su intento de envenenarla a ella, la esposa del duque.

Un ruido de pisadas rompió aquella escena, como las piedras destruyen un reflejo en el agua, e hicieron volver el presente. Entonces se oyó una voz:

—Vuestra hija viene, oh, duque.

El Ratón hizo acopio de valor. No se había dado cuenta de cuánto temía aquel encuentro, incluso en su dolor. Tenía la amarga seguridad de que Ivrian no habría hecho caso de sus palabras. El muchacho sabía que no era mala y que no había querido traicionarle, pero por la misma razón ella carecía de coraje. Entraría gimoteando, y su angustia acabaría con el poco dominio de sí mismo que él pudiera tener, echando a perder sus últimas mañas.

Ahora se aproximaban unas pisadas más ligeras, las de Ivrian. Había en ellas algo curiosamente comedido.

El muchacho tenía que añadir dolor a su sufrimiento para poder ver el umbral; aun así lo hizo, observando su figura que se definía al entrar en la región de luz rojiza proyectada por las antorchas.

Entonces vio los ojos, muy abiertos, de mirada fija. Miraban más allá de él. El rostro estaba pálido, sereno, con una absoluta tranquilidad.

Vio que vestía un vestido rojo oscuro, escotado y con aberturas forradas de seda amarilla.

Y entonces el alma del Ratón exultó, pues supo que la muchacha le había obedecido. Glavas Rho le dijo una vez: «Quien sufre puede arrojar su sufrimiento sobre su opresor, con sólo que pueda tentar a éste para que abra un canal a su odio». Ahora allí había un canal abierto para él, que llevaba al ser más interno de Janarrl.

Ávido, el Ratón fijó su mirada en aquellos ojos que no parpadeaban, como si fueran pozos de magia negra en una luna fría. Sabía que aquellos ojos podrían recibir lo que él pudiera dar.

La vio sentarse al lado del duque. Vio a éste mirar de soslayo a su hija y sobresaltarse como si fuera un fantasma. Pero Ivrian no le miró, y se limitó a tender su mano y posarla en la muñeca del duque, el cual se hundió estremecido en su asiento.

—¡Proceded! —oyó que el duque gritaba a los torturadores, y esta vez el pánico en su voz estaba muy cerca de la superficie.

La rueda giró y el Ratón exhaló lastimeros gemidos, pero ahora había algo en él que podía sobreponerse al dolor y era ajeno a los gemidos. Sintió que había una senda entre sus ojos y los de Ivrian, su canal con muros de roca a través del cual las fuerzas del espíritu humano y de algo más que el espíritu humano podían ser impulsadas, rugiendo como un torrente de montaña. Y ella no desvió la vista. Ninguna expresión cruzó su rostro cuando el muchacho gimió, y sólo sus ojos parecieron oscurecerse mientras su palidez aumentaba todavía más. El Ratón percibió un cambio de sensaciones en su cuerpo. A través de las aguas ardientes del dolor, su odio salió a la superficie, avanzando también en lo alto. Empujó su odio por el canal de paredes rocosas, vio que el rostro de Ivrian palidecía más cuando la alcanzó, vio que apretaba la muñeca de su padre y percibió el temblor que éste ya no podía controlar.

La rueda giró. Como desde muy lejos, el Ratón oyó un gimoteo desgarrador y continuo. Pero ahora una parte de él estaba fuera de la estancia, a gran altura, le pareció, en el helado vacío por encima del mundo. Vio extendido por debajo de él un panorama nocturno de colinas y valles boscosos. Cerca de la cumbre de una colina había un grupo apretado de pequeñas torres de piedra. Pero como si estuviera dotado de un ojo mágico de buitre, pudo ver a través de los muros y tejados de aquellas torres sus mismos cimientos, una pequeña estancia oscura en la que unos hombres más pequeños que insectos estaban reunidos y agazapados. Algunos accionaban un mecanismo que infligía dolor a una criatura que podría haber sido una hormiga blanqueada y que se contorsionaba. Y el dolor de aquella criatura, cuyos diles gritos él podía oír levemente, ejercían un extraño efecto a aquella altura, reforzando sus poderes internos y arrancando un velo de sus ojos, un velo que hasta entonces había ocultado todo un universo negro.

Empezó a oír a su alrededor un poderoso murmullo. Alas de piedras golpeaban la frígida oscuridad. La luz acerada de las estrellas penetraba en su cerebro como indoloros cuchillos. Sintió un frenético y negro torbellino de maldad, como un torrente de tigres negros, que se precipitaba contra él desde arriba, y supo que podía controlarlo. Lo dejó brotar a través de su cuerpo y entonces lo arrojó por el sendero continuo que conducía a dos puntos de oscuridad en la pequeña estancia de abajo... los dos ojos de Ivrian, hija del duque Janarrl. Vio la negrura del centro del torbellino extenderse por su rostro como una mancha de tinta, rezumar de sus brazos blancos y teñir sus dedos. Vio que su mano apretaba convulsamente el brazo de su padre. Vio que tendía la otra mano hacia el duque y alzaba sus labios abiertos para rozarle la mejilla.

Entonces, por un momento, mientras las llamas de las antorchas oscilaban bajas y azules bajo un viento físico que parecía soplar a través de las piedras melladas de la cámara subterránea... por un momento mientras los torturadores y guardias dejaban los instrumentos de sus oficios respectivos... por un momento indeleble de odio satisfecho y venganza cumplida, el Ratón vio el rostro fuerte y cuadrado del duque Janarrl estremecerse con la agitación del terror definitivo, sus facciones contorsionadas como pesadas telas retorcidas entre manos invisibles para abatirse luego derrotadas, muertas.

El hilo que sujetaba al Ratón se rompió. Su espíritu cayó como una pomada hacia la estancia subterránea.

Le inundó un dolor atroz, pero que prometía vida, no muerte. Por encima de él estaba el techo, bajo la piedra. Las manos sobre la rueda eran blancas y esbeltas. Entonces supo que aquel dolor era el de la liberación del potro.

Lentamente lvrian aflojó las anillas de cuero de sus muñecas y tobillos. Lentamente le ayudó a bajar, sosteniéndole con todas sus fuerzas mientras cruzaban tambaleándose la habitación, de la que todos los demás habían huido aterrados, salvo una figura hundida y enjoyada en una silla tallada, junto a la que se detuvieron. El muchacho miró al muerto con la mirada fría y satisfecha, como una máscara, de un felino. Luego continuaron su camino, Ivrian y el Ratonero Gris, a través de corredores desiertos por el pánico, y salieron a la noche.